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Alejandro Navas, Profesor de Sociología, Universidad de Navarra

China y la corrupción

mar, 06 abr 2010 09:13:32 +0000 Publicado en Hoy (Extremadura)

EL Partido Comunista chino acaba de promulgar un nuevo código moral, obligatorio para sus miembros. He Guoqiang, el secretario de la Comisión Central para la Inspección de la Disciplina, del Comité Central del Partido, empleó los tonos más enérgicos en su presentación oficial a finales de febrero, y exhortó a los cuadros y afiliados a emplearse a fondo en la lucha contra la corrupción, en todos los niveles: éste es uno de los principales objetivos que se ha propuesto el Partido para el año nuevo. A partir de ahora, los 70 millones de afiliados -y sus familias- deberán cumplir escrupulosamente las 52 reglas de comportamiento formuladas por el código. Por ejemplo, no deberán aceptar dinero ni otros regalos a cambio de favores. Tampoco se les permite utilizar su influencia para proporcionar ventajas a parientes, amigos o colegas. Los que desempeñen cargos públicos deberán hacer una declaración de sus bienes. El código resulta ejemplar, un compendio de reglas que satisfacen los criterios éticos más exigentes, recomendable para cualquier formación política occidental.

A la vez, su promulgación arroja una luz más que dudosa sobre la praxis actual del partido, pues la necesidad de proclamarlo implica el reconocimiento de que la conducta de sus cuadros deja mucho que desear. Y esta situación no se ha producido a causa de la falta de normas claras de actuación. El código anteriormente vigente databa de 1997, y no se puede decir que las circunstancias sociales y políticas hayan cambiado de modo radical en los últimos trece años.

El Gobierno y el Partido, que vienen a ser lo mismo, eran conscientes desde hace tiempo de la necesidad de extirpar ese cáncer que amenaza con destruir los fundamentos del orden social. Al combatir a los elementos corruptos no se han andado con chiquitas, y de modo periódico nos llegan las noticias de ejecuciones sumarias de funcionarios culpables. La proverbial crueldad oriental nos sigue estremeciendo, pero la horca en campos de fútbol a la vista de miles de espectadores se ha mostrado incapaz de poner fin a tanta práctica delictiva. Según las estimaciones del Gobierno, entre 1978 y 2003, los funcionarios corruptos han sacado del país de forma ilegal unos 50.000 millones de dólares. El periódico Global Times informa de que el número de funcionarios gubernamentales que han sido sorprendidos robando más de un millón de yuanes(unos cien mil euros) se ha incrementado en el 2009 un 19 % en relación con el año anterior.

A diferencia de lo ocurrido con la elaboración del código del 97, en este caso el Gobierno ha promovido un debate público, en el que la ciudadanía ha podido expresarse a través de Internet. Este deseo de escuchar al pueblo y de asociarlo incluso en la definición de la agenda política nos parece admirable, pero hay motivos para la desconfianza. El Gobierno que invita al pueblo a opinar libremente es el mismo que simultáneamente recrudece la censura en Internet y encarcela a los bloggers y disidentes más molestos. Sabemos desde hace siglos que el deber de obedecer al Ejecutivo va inseparablemente unido al derecho a criticarlo, y que un gobierno que elude el debate público y sofoca la crítica, o tiene intereses turbios que prefiere ocultar o no tiene argumentos sólidos para defender su política. El ocultismo anida de modo natural en el corazón del poder, y de ahí que la presión a favor de una mayor transparencia resulte decisiva en la lucha contra el despotismo. Si esto vale para las democracias más asentadas, qué no decir de un régimen como el chino. Los politólogos pueden discutir en los foros académicos si ha dejado ya de ser despótico para alcanzar la fase simplemente autoritaria, que sería el preludio de la verdaderamente democrática. No se perciben avances significativos en esta dirección, por lo que hay buenas razones para suponer que gestos como la promulgación del nuevo código moral se proponen tan solo contener un mal que amenaza a un statu quo que, en definitiva, no se quiere cambiar.