10/09/2023
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El Diario Montañés
Gerardo Castillo Ceballos |
Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
A los profesores de ahora se les designa como «docentes» y no sólo en el lenguaje usual. Con esa palabra se alude a quienes enseñan o instruyen. En cambio, pocas veces se habla ya de educadores y de maestros. El cambio de terminología no me parece una cuestión baladí.
«Docente» es quien enseña o muestra unos contenidos, quien transmite unos conocimientos, en tanto «educador» es quien, además, promueve competencias y hábitos tanto intelectuales como morales. Por ejemplo, la capacidad de pensar por uno mismo y la disposición para estudiar de forma voluntaria. Esto último no se logra en grupo, requiere trato personal.
Por «enseñar» debiera entenderse «enseñar a aprender» y orientar el proceso individual de aprendizaje. Me refiero a una
actividad más centrada en la persona que aprende que en la que enseña.
La contraposición entre educar e instruir se presenta a veces de forma excluyente. Pero instrucción y educación no se excluyen necesariamente, por lo que hay que buscar la conciliación de los dos elementos. Existe una «instrucción educativa» que implica algo más que retener o memorizar conocimientos: mueve a reflexionar sobre los conocimientos adquiridos, siendo así una forma de educación intelectual que se integra en la educación total: física, intelectual, afectiva, moral y social.
Sería muy positivo rescatar y revalorizar la figura del «maestro». El docente tiene alumnos, el maestro hace discípulos gracias a su maestría y a ciertas habilidades extraordinarias que lo convierten en distinto. Decía Dante Alighieri que «el maestro ayuda a sus discípulos a acceder a esa luz de la que están excluidos». En quien educa está la oportunidad de hacer ver la luz o dejar en las tinieblas.
El director del Instituto de Educación para el Desarrollo Personal (INED), Luis Tesolat, pregunta: «¿Educamos el ser o instruimos el hacer? ¿Ofrecemos recursos para que las personas puedan acceder a la luz del conocimiento personal, el bien y la felicidad, o sólo les llenamos las cabezas de contenidos?».
Responde que un auténtico maestro tiene la capacidad de transformar a sus discípulos, de alterar el orden lógico y cómodo que se han creado y creído, superar sus límites personales, desafiarse, adaptarse aprendiendo de todo aquello que le incomoda o que le hace sufrir, aprender de lo incierto, llegar a lugares de su ser donde no irían solos para vivenciar la vida de otras maneras, liderando las emociones para conseguir la paz interior. Los contenidos no engendran alumnos virtuosos.
Necesitamos maestros que eduquen a las personas para que sean buenas y felices y se preparen para saber estar en un
mundo incierto, en constante cambio. Quien sólo enseña, cumple un programa preestablecido, mientras que quien educa asume una misión de servicio. El maestro consagra su vida a la tarea educativa. El maestro traspasa la línea del saber para abrir la del ser.
La vocación educadora propia del maestro no siempre es valorada en un sistema escolar concebido para la capacitación para el trabajo. De esta forma la función prioritaria de la escuela sería la de formar estudiantes que encajen en la estructura de la vida laboral actual. En muchos casos esa tesis cuenta con el apoyo de padres a quienes sólo interesa
que sus hijos adquieran una preparación que les permita ganarse la vida. Esa actitud es consecuencia de una mentalidad social utilitarista, ligada a una cultura científico-técnica que lo impregna todo, incluida, claro, la propia educación.
Al «sistema» le interesa prioritariamente capacitar gente útil: profesionales para ocupar lugares relevantes socialmente, obtener beneficios materiales y conseguir reconocimiento externo. Se minimizan las humanidades en los programas
escolares por «inútiles» y para dar mayor espacio a lo que tiene utilidad práctica. En este momento la educación necesita superar el estadio puramente tecnológico para adentrarse en el estadio teleológico. No basta con enseñar a hacer; hay que enseñar a ser, a ser persona, teniendo como meta la plenitud humana.
Para Durkheim, el objeto de la educación no es darle al alumno cada vez mayor cantidad de conocimientos, sino constituir en él un estado interior y profundo, una especie de polaridad del alma que lo oriente en un sentido defi-
nido, no sólo durante la infancia sino para toda su vida.