18/03/2021
Published in
El País
Alfonso Sánchez-Tabernero |
rector de la Universidad
La sociedad española, que se cohesionó a partir de la transición, se ha polarizado durante los últimos años: así lo percibimos cuando analizamos el debate político que tiene lugar en el Parlamento, en los medios y en las redes sociales. Aunque, en ocasiones, parece casi imposible que nos pongamos de acuerdo en algo, quizás en el ámbito universitario podamos encontrar un proyecto compartido. Algunos síntomas indican que estamos preparados para abordar un cambio esperanzador: los reales decretos en marcha y la proliferación de debates reflejan que queremos aprovechar una gran oportunidad para avanzar.
La pandemia nos ha mostrado que somos más frágiles de lo que pensábamos. Y, a la vez, nos ha hecho ver que de esta crisis sanitaria saldremos con ayuda de la ciencia y de la solidaridad. Esas dos palancas se activan de manera esencial en la Universidad: en los campus se produce la mayor parte de la investigación de España; y en nuestras aulas se forman personas con mentalidad de servicio.
Con la misión de la Universidad reforzada, ha llegado el momento de plantear un nuevo marco legal. Las normas que regulan el sistema universitario español llevan tiempo paralizadas y en su entorno, en cambio, ha sucedido lo contrario: la tecnología ha transformado el mercado laboral; han aumentado de manera significativa las ofertas privadas; ha crecido también la demanda de posgrado; y surgen más posibilidades de formación online, que la covid-19 ha acelerado.
Afrontar este desafío en el ámbito universitario exige una respuesta coordinada. Es preciso que los gobiernos ―el central y los autonómicos― impulsen cambios normativos que favorezcan la solidez económica y la flexibilidad de las universidades; y, a la vez, las universidades debemos establecer prioridades estratégicas que nos permitan ser excelentes, al menos en algunas áreas de conocimiento.
Sobre la base de las metas ya alcanzadas, ahora debemos caminar con más audacia, para estar a la altura de las nuevas demandas sociales. En mi opinión, la hoja de ruta del cambio debe tener presente, al menos, cuatro principios:
1. Avanzar con acuerdos. Un amplio pacto político, aunque nunca será “de máximos”, proporcionará más beneficios al sistema universitario que un proyecto impuesto por una exigua mayoría parlamentaria. Las cuestiones más controvertidas se pueden obviar ―e introducirlas después en reglamentos― de modo que exista cierta estabilidad normativa, al menos en las cuestiones de fondo. En cambio, los vaivenes erráticos nos llevan al principio lampedusiano de “cambiarlo todo para que nada cambie”. Si la Universidad se convierte en terreno para la batalla política, la respuesta universitaria será el escepticismo y la parálisis.
2. Superar la resistencia a los cambios. El propósito de modernizar la Universidad debe ser irrenunciable. Los cambios incomodan a quienes pretenden defender sus privilegios o sus cuotas de poder. Hay que vencer esas resistencias internas, que casi siempre proceden más de intereses personales que de cuestiones ideológicas, y que se pueden superar si existe el consenso político antes mencionado.
3. Inspirarse en los mejores. Hay universidades muy buenas en el mundo. Es preciso fijarse en ellas: ¿Qué hacen bien? ¿En qué marco normativo florecen las mejores instituciones universitarias? Una mirada rápida desvela que las universidades más prestigiosas comparten, al menos, tres principios: tienen equipos de gobierno fuertes, que pueden elegir prioridades y establecer incentivos; son capaces de conseguir recursos abundantes de fuentes muy diversas; y no poseen ánimo de lucro: el deseo de conseguir beneficios es loable para las empresas, pero me temo que resulta incompatible con la excelencia en el ámbito universitario.
4. Apostar por la investigación. La ciencia nos permite ver la luz al final de este largo túnel de la pandemia: en un año hemos mejorado de manera relevante las terapias de la covid-19 y hemos producido vacunas eficaces. Invertir en ciencia implica destinar más fondos públicos, siempre vinculados a resultados; financiar de manera especial la investigación interdisciplinar; apoyar a los grupos más consolidados o más prometedores; e impulsar una ley de mecenazgo que proporcione ventajas fiscales a quienes ayudan con sus recursos.
En este nuevo entorno tan incierto, la Universidad debe ejercer un liderazgo natural, que la convierta en factor de cohesión. Es preciso que se ubique en el epicentro de la reconstrucción, que actúe como catalizador de la innovación científica y que aporte una respuesta solidaria y comprometida con el futuro de la sociedad.