Alfredo Pastor, Profesor del IESE, Universidad de Navarra
Jóvenes y funcionarios
Parece ser que, en una encuesta reciente dirigida a jóvenes de aquí, un 60% de los encuestados respondieron que aspiraban a ser funcionarios. No creamos que la afición por el servicio público que parece revelar esta respuesta tenga algo de patológico: en una encuesta similar, realizada en Francia hace pocos años, la cifra correspondiente era el 75%. Pero quienes dan la cifra lo hacen con pesar -como si la vocación pública fuera el reconocimiento de una falta de ambición personal- y suelen acompañarla con la manida observación de que la juventud de hoy ya no tiene la "cultura del esfuerzo". Este es un tópico que conviene combatir, no sea que terminemos por tomárnoslo en serio.
¿A qué puede obedecer la preferencia por la condición de funcionario? Por desgracia, la encuesta no lo pregunta, de modo que hay que especular. Pero no hay que concluir sin más que sea una preferencia por la vida fácil y sin complicaciones, aunque improductiva: puede ser que la elección sea hecha tras comparar la vida burocrática con otras que se ofrecen a nuestros jóvenes.
A primera vista, muchas no presentan grandes atractivos: las condiciones laborales -tanto de horario como de salario- no facilitan emprender una vida, no ya fácil, sino medianamente humana; tampoco son muy buenas las perspectivas, dominadas por una precariedad debida, en buena parte, a nuestra práctica laboral; en algunos campos -ocurre en muchas carreras técnicas- la trayectoria profesional es muy corta: no es frecuente que un ingeniero llegue a la cima de una gran empresa (a menos que sea su propietario), a diferencia de lo que sucede en otros países, donde las carreras técnicas tienen un recorrido mayor: de modo que la carrera profesional que uno sacrifica al inclinarse por el servicio público no es tan atractiva aquí como pudiera serlo fuera.
Por último, uno se siente aquí sometido a la tiranía invisible de un revés de la coyuntura, ode la aparición de un competidor que, desde el otro extremo del mundo, obliga a nuestro jefe a reducir los salarios, en nombre de la competitividad, o quizá incluso a prescindir de nuestros servicios, sin que en ello tengan que ver los propios méritos.
No hay que extrañarse demasiado de ver que, frente a este panorama -voluntariamente exagerado, pero no desfigurado- muchos optan por un trabajo modesto, pero estable, donde el esfuerzo y el trabajo bien hecho son reconocidos y recompensados dentro de ciertos límites (la verdad que bastante estrechos, porque también la carrera administrativa es muy corta en nuestro país): características todas de la existencia burocrática.
No puede uno dudar de que las condiciones de los que hoy se incorporan, o quisieran incorporarse, al mundo del trabajo han empeorado en lo que se refiere a estabilidad, sin haber mejorado gran cosa en cuanto a remuneración; si comparamos las condiciones de trabajo de los últimos treinta años con las de los treinta anteriores -1945 a 1975: los treinta años gloriosos, como los llaman en Francia-, vemos que se ha interrumpido la progresión constante (aunque lenta) de los salarios, a la vez que el desempleo, con grandes altibajos, ha ido en aumento; ambos fenómenos han ocurrido, con distinta intensidad, aquí y en otros países de nuestro entorno.
No creo que sepamos muy bien a qué se debe ese cambio de tendencia, pero sí deberíamos preguntarnos si podemos hacer algo por corregirlo, y trasplantar así alguna de las virtudes de la vida funcionarial al sector privado. Aquí van tres sugerencias:
Es inútil, a largo plazo, tratar de protegerse contra la desaparición de tareas debida a la competencia de salarios más bajos: las diferencias entre los costes salariales de países como el nuestro y los del resto del mundo es demasiado grande para que una diferencia de productividad pueda compensarlas. No lamentemos no poder devaluar la peseta para contrarrestar las importaciones de China, o de India, y no olvidemos que no está en nuestra mano detenerlas.
Sí es posible, en cambio, proteger a los trabajadores -no defender los puestos de trabajo- contra la obsolescencia técnica mediante la formación, pero esa formación debe ser distinta de la convencional, con o sin Bolonia: seguramente más corta y más básica al principio (para dotar al neófito de una plataforma que le permita cambiar de campo con más facilidad), pero reemprendida varias veces a lo largo de la vida laboral. Lo contrario de lo que venían haciendo generaciones anteriores, que colgaban definitivamente los libros después de la oposición.
La formación debería ser interés, no sólo del trabajador, sino también del empresario; este debe invertir más en sus trabajadores, y considerarlos como algo más permanente; en esto, y no tanto en el reparto del trabajo, consiste el llamado modelo alemán; aquí, por el contrario, la práctica de los contratos temporales hace quea veces el empresario incurra en costes mayores de los que tendría si hiciera fijos a algunos de sus trabajadores. Esta es la segunda sugerencia.
No todo son malas noticias: hace pocos días podía leerse en la prensa que en Francia el número de empresas de nueva creación en el año 2009 supera en un setenta y cinco por ciento la cifra del anterior. La noticia hacía hincapié en las facilidades administrativas dadas a las sociedades unipersonales: basta, para constituirlas, con registrarlas en una dirección de la red; y los impuestos y tasas que han de pagar al principio son consolidados en un solo pago. ¿Podrían nuestras múltiples administraciones -tercera sugerencia- comprometerse a algo parecido?