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Rafael Domingo Oslé, Catedrático de la Universidad de Navarra, Investigador del Straus Institute de la Universidad de Nueva York.

En busca de otra universidad

lun, 28 may 2012 14:18:00 +0000 Publicado en El Mundo

La Universidad española, como todo en nuestro país, está patas arriba. A su natural crisis existencial –la universidad, en cuanto casa del pensamiento, es por definición critica- se une ahora la virulenta crisis económica que ha logrado colapsar España. En los últimos cincuenta años, el sistema universitario español se ha reformado una y otra vez, pero es palpable que todavía no se ha logrado acertar. Contamos, así es, con excelentes maestros, con investigadores vanguardistas, con alumnos inteligentes y con gestores cualificados. También con algunas buenas universidades, claro que sí. Pero el hecho es que la universidad española, en su conjunto, no funciona, no acaba de funcionar, al menos al nivel deseado. No somos globalmente competitivos. Lo sabemos muy bien quienes apostamos en su día, creo que con acierto, por el mundo universitario. Así los muestran, por lo demás, todos los ránquines universitarios, en los que, por desgracia, nuestras academias, salvo honrosas excepciones, brillan por su ausencia.

Se critica su excesiva burocratización, la falta de internacionalización, su ritmo cansino y aletargado, su endogamia, la carencia de recursos apropiados, la ausencia de debate intelectual, la escasez de liderazgo, y de tantas cosas más. Y hay que reconocer, con dolor, que hay mucha verdad en ello. Por eso, pienso que esta crisis económica ha de servir de acicate para combatir el proceso cancerígeno universitario español, no solo promoviendo una nueva reforma, una más en la larga lista de reformas universitarias acumuladas, sino una auténtica mutación institucional: una profunda y consensuada renovación académica.
En mi opinión, la transformación que requiere la universidad española para llegar a ser altamente competitiva debe hacerse a la luz del modelo universitario americano, y no de acuerdo con el paradigma continental europeo, ya gastado. En nuestros días, se puede afirmar, que, con sus grandezas y sus miserias, las universidades estadounidenses son las mejores del mundo, como los fueron por largo tiempo las alemanas hasta que el régimen nazi las arruinara. A decir verdad, solo compiten con las universidades americanas un selecto grupo de universidades británicas, un puñado de universidades centroeuropeas y unas pocas universidades asiáticas (chinas, japonesas e indias). No más.

Las universidades americanas copan los puestos de honor de los ránquines mundiales llegando a conseguir, en ocasiones, hasta el 80% de las veinte primeras posiciones. La universidad americana es puntera tanto en las nuevas ramas del saber, como las neurociencias, la biomedicina, la nanotecnología, la bioingeniería, o la tecnología informática, como en las ya más tradicionales áreas del conocimiento, como el derecho, la sociología, la economía, la comunicación o las humanidades. Los mejores programas académicos del mundo están, hoy por hoy, en los Estados Unidos; los mejores laboratorios del mundo están, hoy por hoy, en los Estados Unidos, los mejores centros de investigación del mundo están, hoy por hoy, en los Estados Unidos. Y seguirán estando por unos cuantos años, pues las estructuras, los valores y el know-how no se improvisan.

La universidad americana ha combinado magistralmente el modelo británico del college residencial, con el alemán de universidad investigadora y el francés, de universidad como centro de formación de profesionales. Y además ha sabido imprimirle algo muy propio y genuino de esa gran nación americana: la innovación. Por eso, la universidad estadounidense se ha adaptado sin dificultad a las necesidades de los nuevos tiempos, incluso adelantándose a ellos. Las buenas universidades americanas, ya públicas, ya privadas, ¡que más da!, son universidades con recursos propios, bien gestionadas, altamente competitivas, fieles a su misión y visión. Son genuinos focos de atracción de talento y generación de valor. Basta una breve estancia en una prestigiosa universidad americana para comprobar el alto rendimiento de los profesores, la calidad y el impacto de la investigación, la excelencia docente, la competencia entre centros académicos, la abundancia de medios y la frescura de un debate intelectual siempre encendido. ¡La universidad americana está viva y es tomada totalmente en serio por la sociedad!

Pero hemos de tener en cuenta un dato muy significativo. Poco tiene que ver la universidad americana de nuestros días con los colleges de la época colonial. El cambio sustancial de la universidad americana que se produjo tras la Segunda Guerra Mundial no se entiende sin un hecho histórico muy singular: la emigración alemana. Los centenares de científicos y profesores alemanes que se refugiaron en las grandes universidades americanas huyendo del terror nazi cambiaron el rumbo universitario estadounidense inaugurando una etapa dorada sin parangón. Entre 1933 y 1941, por ejemplo, más de cien físicos centroeuropeos emigraron a los Estados Unidos. Algo similar se puede decir en el mundo del derecho, con Hans Kelsen y Ernst Rabel a la cabeza. Y en tantas otras áreas del conocimiento. Muchos de estos sabios malvivieron antes de ser contratados por los centros universitarios más prestigiosos. Los americanos no tuvieron que salir de su país en busca de talento. Se lo encontraron en la puerta de su propia casa. De otro modo, la universidad americana no hubiera sido, ni de lejos, lo que es hoy. Al menos, tan rápidamente.

En mi opinión, así como la universidad americana no se entiende sin la alemana, la universidad española no debería entenderse, en las próximas décadas, sin la americana. Ha llegado el momento de que decenas de miles de jóvenes españoles, aprovechando la crisis y la falta de empleo, marchen a los Estados Unidos por largas temporadas para formarse y trabajar en las mejores universidades y regresar, ya maduros, a España con el propósito de regenerar nuestras aulas. Hacer esto posible es el mejor servicio que los bancos e instituciones financieras pueden prestar a la universidad española. Pienso que cambiaría sustancialmente nuestra universidad si se exigiera, como requisito para ser profesor, un doctorado en una prestigiosa universidad extranjera, preferiblemente norteamericana, y se reservaran nuestros programas de doctorado exclusivamente para alumnos extranjeros (latinos, europeos, chinos, etc.). Esta sencilla medida mejoraría sustancialmente el sistema universitario español en un espacio de tiempo relativamente corto por cuanto los jóvenes profesores nacionales y extranjeros contratados como docentes gozarían en todo caso de una doble titulación: una española y otra extranjera. Esta medida además permitiría convertir nuestras universidades en centros totalmente bilingües (ingles y español), que es tanto como decir mínimamente competitivos, y contribuiría de manera eficiente a revitalizar, a la larga, nuestra preciosa tradición universitaria. Apostemos, pues, por lo que se podría denominar "la generación del hatillo", una generación de jóvenes profesores universitarios todos ellos formados fuera de España con el fin de regenerar España.

Pero no todo lo que reluce es oro. En los Estados Unidos, hay universidades excelentes, buenas, mediocres y malas. Por eso, lo que jamás se ha pretendido es uniformar el sistema universitario americano igualando por arriba y exigiendo que todas las universidades vayan al mismo paso. El sistema universitario español mejoraría sustancialmente si, siguiendo el modelo americano, se potenciaran, con una estrategia perfectamente planificada, unas pocas universidades (públicas y privadas) hasta conseguir que se conviertan en centros de referencia mundial. ¡Necesitamos nuestro Harvard español! Por puro mimetismo, estas universidades se encargarían, con el tiempo, de tirar con fuerza de las demás logrando mejorar el sistema en su conjunto. Ha habido intentos en este sentido, pero no con la contundencia necesaria como para generar valor y contraste suficiente.

La salud de un país depende de su educación superior en una gran medida. "Dime cómo son tus universidades y te diré el país que eres", se podría decir. La calidad de las universidades es, en efecto, uno de los mejores baremos para valorar el presente y predecir el futuro de un pueblo. No extraña que China se haya propuesto, como una cuestión de Estado, lograr que, al menos, una de sus universidades se encuentre entre las veinticinco mejores del mundo. Eso es tanto como decir: ¡hemos aprendido a hacer universidades! No es mal camino. Algo similar se debería hacer en España. Para ello, llenemos los campus americanos de doctorandos españoles. No hay otra receta. ¡Lo saben los chinos!