[Bruce Riedel, Kings and Presidents. Saudi Arabia and the United States since FDR. Brookings Institution Press. Washington, 2018. 251 p.]
RESEÑA / Emili J. Blasco
Petróleo a cambio de protección es el pacto que a comienzos de 1945 sellaron Franklin D. Roosevelt y el rey Abdulaziz bin Saud a bordo de USS Quincy, en aguas de El Cairo, cuando el presidente estadounidense regresaba de la Conferencia de Yalta. Desde entonces, la especial relación entre Estados Unidos y Arabia Saudí ha sido uno de los elementos claves de la política internacional. Hoy el fracking hace menos necesario para Washington el petróleo arábigo, pero cultivar la amistad saudí sigue interesando a la Casa Blanca, incluso en una presidencia poco ortodoxa en cuestiones diplomáticas: el primer país que Donald Trump visitó como presidente fue precisamente Arabia Saudí.
Los altos y bajos en esa relación, debidos a las vicisitudes mundiales, especialmente en Oriente Medio, han marcado el tenor de los contactos entre los distintos presidentes de Estados Unidos y los correspondientes monarcas de la Casa de Saúd. A analizar el contenido de esas relaciones, siguiendo las sucesivas parejas de interlocutores entre Washington y Riad, se dedica este libro de Bruce Riedel, quien fue analista de la CIA y miembro del Consejo de Seguridad Nacional estadounidense como especialista en la región, y ahora dirige el Proyecto Inteligencia del think tank Brookings Institution.
En esa relación sorprende la posición central que ocupa la cuestión palestina. A veces podría pensarse que la invocación que muchos países árabes hacen del conflicto palestino-israelí es retórica, pero Riedel constata que en el caso de Arabia Saudí ese asunto es fundamental. Formó parte del pacto inicial entre Roosevelt y Abdulaziz bin Saud (el presidente estadounidense se comprometió a no apoyar la partición de Palestina para crear el Estado de Israel sin contar con el parecer árabe, algo que Truman no respetó, consciente de que Riad no podía romper con Washington porque necesitaba a las petroleras estadounidenses) y desde entonces ha aparecido en cada ocasión.
|
Los avances o estancamientos en el proceso de paz árabe-israelí, y la distinta pasión de los reyes saudís sobre este asunto, han marcado directamente la relación entre las administraciones estadounidenses y la Monarquía saudí. Por ejemplo, el apoyo de Washington a Israel en la guerra de 1967 derivó en el embargo petrolero de 1973; los esfuerzos de George Bush senior y Bill Clinton por un acuerdo de paz ayudaron a una estrecha relación con el rey Fahd y el príncipe heredero Abdalá; este, en cambio, propició un enfriamiento ante el desinterés mostrado por George Bush junior. “Un vibrante y efectivo proceso de paz ayudará a cimentar una fuerte relación entre rey y presidente; un proceso encallado y exhausto dañará su conexión”.
¿Seguirá siendo esta cuestión algo determinante para las nuevas generaciones de príncipes saudís? “La causa palestina es profundamente popular en la sociedad saudí, especialmente en el establishment clerical. La Casa de Saúd ha convertido la creación de un estado palestino, con Jerusalén como su capital, en algo emblemático de su política desde la década de 1960. Un cambio generacional es improbable que altere esa postura fundamental”.
Además de este, existen otros dos aspectos que se han mostrado disruptivos en la entente Washington-Riad: el Wahabismo impulsado por Arabia Saudí y el requerimiento de Estados Unidos de reformas políticas en el mundo árabe. Riedel asegura que, dada la fundacional alianza entre la Casa de Saúd y esa estricta variante suní del Islam, que Riad ha promovido en el mundo para congraciarse con sus clérigos, como compensación cada vez que ha debido plegarse a las exigencias del impío Estados Unidos, no cabe ninguna ruptura entre ambas instancias. “Arabia Saudí no puede abandonar el Wahabismo y sobrevivir en su forma actual”, advierte.
Por ello, el libro termina con una perspectiva más bien pesimista sobre el cambio –democratización, respeto de los derechos humanos– que a Arabia Saudí le plantea la comunidad internacional (ciertamente que sin mucha insistencia, en el caso de Estados Unidos). No solo Riad fue el “principal jugador” en la contrarrevolución cuando se produjo la Primavera Árabe, sino que puede ser un factor que vaya contra una evolución positiva de Oriente Medio. “Superficialmente parece que Arabia Saudí es una fuerza de orden en la región, alguien que está intentando prevenir el caos y el desorden. Pero a largo plazo, por intentar mantener un orden insostenible, aplicado a la fuerza por un estado policial, el reino podría, de hecho, ser una fuerza para el caos”.
Riedel ha tratado personalmente a destacados miembros de la familia real saudí. A pesar de una estrecha relación con algunos de ellos, especialmente con el príncipe Bandar bin Sultan, que fue embajador en Estados Unidos durante más de veinte años, el libro no es condescendiente con Arabia Saudí en las disputas entre Washington y Riad. Más crítico con George W. Bush que con Barack Obama, Riedel también señala las incongruencias de este último en sus políticas hacia Oriente Medio.