El naciente reino inglés se consolidó en oposición al poder al otro lado del Canal de la Mancha, dando lugar a un particularismo hoy especialmente vivo
Sin ya marcha atrás, una vez consumado el Bréxit, Inglaterra busca establecer una nueva relación con sus vecinos europeos. Su marcha no ha sido secundada por ningún otro país, con lo que Londres tiene que entenderse con una Unión Europea que se mantiene como bloque. A pesar del dramatismo con que muchos europeos han acogido el adiós británico, estamos ante un capítulo más de la compleja relación que una gran isla tiene con el continente al que está próxima. Isla y continente siguen donde la geografía les ha colocado –a una distancia de particular valor– y posiblemente reproducirán vicisitudes ya vistas a lo largo de su mutua Historia.
Fragmento del tapiz de Bayeux, que ilustra la batalla de Hastings de 1066
ARTÍCULO / María José Beltramo
El resultado del referéndum de 2016 sobre el Bréxit pudo sorprender, como sin duda ha sorprendido el abrupto modo con que finalmente el Reino Unido abandonó de modo efectivo la Unión Europea el 31 de diciembre de 2020. No obstante, lo que hemos visto no es tan ajeno a la historia de la relación de los británicos con el resto de Europa. Si nos retrotraemos siglos atrás podemos ver un patrón geopolítico que se ha repetido otras veces, y también en la actualidad, sin por ello tener que hablar de determinismo.
Aunque cabe mencionar algunos momentos previos en la relación de la insular Britania con el continente junto al que se encuentra, como por ejemplo el periodo de romanización, la gestación del patrón que al mismo tiempo combina vinculación y distanciamiento, o incluso rechazo, podemos quizá situarla a comienzos del segundo milenio, cuando a partir de invasiones normandas que cruzan el Canal de la Mancha el naciente reino de Inglaterra se consolida precisamente frente al poder de la otra orilla.
Inglaterra en época normanda
Normandía adquirió entidad política en el norte de Francia cuando en 911, tras invasiones vikingas, el jefe normando Rolón llegó a un acuerdo con el rey franco que le garantizaba el territorio a cambio de su defensa[1]. Normandía se convirtió en ducado y fue adoptando el sistema feudal franco, facilitando la paulatina integración de ambos pueblos. Esa intensa relación acabaría suponiendo la plena incorporación de Normandía en el reino de Francia en 1204.
Antes de la progresiva disolución normanda, sin embargo, el pueblo escandinavo asentado en esa parte del norte francés llevó su particular carácter y capacidad organizativa, que aseguró su independencia durante varios siglos, al otro lado del Canal de la Mancha.
La relación normando-inglesa comenzó en 1066 con la batalla de Hastings, en una invasión que llevó al duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, a ser coronado en Londres como rey de Inglaterra. La llegada de los normandos tuvo diversas consecuencias. Desde el punto de vista político, introdujeron las islas en las relaciones europeas del momento y adecuaron el feudalismo inglés al normando, mezcla que sentaría las bases del futuro parlamentarismo inglés. En cuanto a la economía, los normandos demostraron su capacidad organizativa escandinava en la reorganización de las actividades productivas. En sus diferentes conquistas, los normandos supieron aprovechar lo mejor de cada sistema y adaptarlo a su cultura y necesidades, y así ocurrió en Inglaterra, donde desarrollaron una idiosincrasia particular.
A partir de esta toma de contacto con el continente, Inglaterra comenzó a consolidarse como monarquía sin dejar su vinculación con el ducado de Normandía. No obstante, con su fortalecimiento a partir de la caída de los Plantagenet en Francia, Inglaterra tomó el impulso que le faltaba para terminar por conformarse como un reino independiente, del todo separado del continente, desvinculado de una Normandía con un linaje débil y en estado crítico. De hecho, que el reino de Francia absorbiera el ducado normando facilitó el desarrollo y consolidación de la monarquía inglesa como una entidad independiente y fuerte[2].
La separación respecto al continente europeo nos remite al análisis que hace Ortega y Gasset sobre la decadencia europea y la crisis moral que atraviesa[3]. Las potencias continentales, al estar en una situación de continuidad geográfica, y por tanto en mayor contacto, son más propensas a contagiar su situación entre sí y a ser dominadas por otra potencia mayor. Inglaterra, una vez roto el puente de los vínculos feudales que la conectaba con el resto de Europa, no encuentra dificultad para tomar distancia cuando lo considera oportuno, siempre en beneficio de sus intereses, algo que vemos repetido varias veces a lo largo de su historia. Esto es especialmente manifiesto en las vicisitudes que jalonan la relación del Reino Unido con el continente a lo largo de las décadas finales del segundo milenio.
La situación inglesa desde 1945
La Segunda Guerra Mundial debilitó enormemente a Reino Unido, no solo económicamente, sino también como imperio. En el proceso de descolonización posterior, Londres perdió posesiones en Asia y África; además el conflicto del canal de Suez confirmó su declive como protagonista imprescindible, precisamente a manos de quien le había sustituido como primera potencia mundial, Estados Unidos. La confrontación de posguerra con la Unión Soviética y la presencia estadounidense en Europa hizo que la relación trasatlántica ya no se basara en vínculo preferencial que Washington tenía con Inglaterra, por lo que el papel de los ingleses también menguó[4].
En 1957 Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo crearon la Comunidad Económica Europea (CEE). El conservador Harold MacMillan, primer ministro británico entre 1957 y 1963, rechazó sumar el Reino Unido a la iniciativa, pero consciente de la necesidad de revitalizar la economía británica y “la dificultad de mantener una política ajena a los interese europeos”, propició la constitución en 1959 de la EFTA (European Free Trade Asociation) junto a Suecia, Noruega, Dinamarca, Suiza, Austria y Portugal.
El Mercado Común resultó ser todo un éxito y en 1963 el Reino Unido se planteó entrar en él, pero la Francia de De Gaulle le cerró el paso. Los ingleses volvieron en 1966 a presentar su solicitud, pero fue rechazada de nuevo por De Gaulle. La concepción de Europa del general francés no incluía el bloque atlántico, seguía pensando en construir Europa sobre un eje franco-alemán.
En la década de los 1970 hubo un viraje direccional en la política europea. Los conservadores británicos ganaron las elecciones de 1970 y en 1973 su país ingresó en la CEE. La crisis económica internacional, especialmente complicada en el Reino Unido, hizo que los laboristas, de nuevo en el poder, plantearan una revisión de las condiciones de adhesión y que el premier Harold Wilson convocara un referéndum en 1975: 17 millones de británicos defendieron quedarse (el 67% de los votantes) frente a solo 8 millones que reclamaron un primer Brexit.
No obstante, cuando en 1979 se puso en marcha el Sistema Monetario Europeo (SME) para equiparar las monedas y conseguir la “convergencia económica”, el Reino Unido decidió no unirse a ese acuerdo voluntario. Europa estaba registrando un auge económico paulatino, pero la economía inglesa no seguía el mismo ritmo, lo que en parte llevó a las elecciones anticipadas de 1979. En ellas vencieron los conservadores con Margaret Thatcher, quien se mantuvo en Downing Street hasta 1990. La revolución Thatcher “marcó la vía de salida a la crisis de los años setenta”. En 1984, Londres disminuyó su contribución a los fondos comunitarios y Thatcher, muy reticente los presupuestos comunitarios y otros procedimientos que reducían la soberanía nacional, solicitó nuevamente una revisión de los acuerdos.
En 1985 se firmaron los Acuerdos de Schengen (la apertura de fronteras entre determinados países generando una especie de segunda frontera mucho más amplia), que entraron en vigor diez años más tarde. Nuevamente, Reino Unido se mantuvo al margen. Como también ocurrió con relación al euro, cuando la moneda única se hizo efectiva en 2002, manteniendo hasta hoy la libra esterlina.
La inmigración desde los países del centro y este de Europa, tras la ampliación de la UE de 2004, admitida por el laborista Tony Blair, y la aceleración de los mecanismos de armonización financiera a raíz de la crisis de 2008-2011, afrontada con desagrado por el conservador David Cameron, aportaron argumentos para el discurso contrario a la UE en el Reino Unido. Esto supuso el auge del antieuropeo UKIP y la asunción de sus postulados luego por amplios sectores tories, amalgamados finalmente por la controvertida personalidad de Boris Johnson.
En una entrevista con la BBC Johnson se refería en 2016 a muchos de los argumentos utilizados en favor del Bréxit, como la visión dialéctica que tiene el Reino Unido sobre su relación con el continente o el miedo a la pérdida de soberanía y a la disolución del perfil propio en el magma europeo. El premier volvió a esas ideas en su mensaje a los británicos cuando el país se disponía a comenzar su último año en la UE. Sus palabras eran en cierta forma el eco de un tira y afloja de siglos.
Patrones que se repiten
Como hemos podido constatar Inglaterra ha mantenido siempre un ritmo propio. Su separación geográfica del continente –a suficiente distancia como para poder preservar una dinámica particular, pero también suficientemente cerca como para temer una amenaza, que en ocasiones resultó efectiva– fue determinando el carácter identitario, marcadamente insular, de los británicos y su actitud frente al resto de Europa.
Nos hallamos ante una potencia que a lo largo de la Historia ha buscado siempre mantener su soberanía nacional a toda costa y cuyo imperativo geopolítico se ha concretado en evitar que el continente fuera dominado por una gran potencia rival (la percepción, durante la gestión de la crisis de 2008, de que Alemania volvía a ejercer cierta hegemonía en Europa pudo alimentar el Bréxit).
Quizá en el periodo medieval no podamos vincular esto con una estrategia política meditada, pero sí de manera involuntaria y circunstancial vemos cómo desde un primer momento se dan ciertas condiciones que propician el distanciamiento de la isla del continente, aunque sin perder el contacto de manera radical. En la historia más reciente observamos esta misma actitud distante, esta vez premeditada, con la que se persiguen intereses enfocados en la búsqueda de la prosperidad económica y el mantenimiento tanto de su influencia global como de su soberanía nacional.
[1] Charles Haskins, The Normans in European History (Boston and New York: Houghton Mifflin Company, 1915)
[2] Yves Lacoste, Géopolitique : La longue histoire d’aujourd’hui (Paris: Larousse, 2006)
[3] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (Madrid: Alianza Editorial, 1983)
[4] José Ramón Díez Espinosa et al., Historia del mundo actual (desde 1945 hasta nuestros días), (Valladolid: Universidad de Valladolid, 1996)