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Retrato de Isabel II [Buckingham Palace]
[Este texto es una versión abreviada del artículo publicado originalmente en ‘ABC’, el 11 de septiembre de 2022]
Isabel II, que pasará a la historia como ‘Isabel la Grande’, fue una monarca ejemplar, modelo moral quizá inalcanzable de toda corona reinante. Su ejemplaridad radicaba en una muy fuerte convicción cristiana no de su derecho sino de su deber divino, tal como ella asumió desde que recibió la unción en su coronación de 1953 a los 27 años. Desde su tradición anglicana –más católica que protestante– la Fe que profesó y defendió le inculcó la importancia del servicio desde la humildad. Esa vocación de servicio –constante y pleno en su ética del trabajo– le permitió reinar con dignidad, decencia, gracia y elegancia. Modeló su persona en el referente de su padre, Jorge VI, rey inesperadamente por la abdicación de su hermano Eduardo VIII, que optó por la relación con una divorciada estadounidense a la obligación dinástica. Su padre reinó con cercanía sin evadir el peligro de los bombardeos nazis, hombre de familia y padre devoto, soberano magnánimo, murió prematuramente a los 56 años cuando su hija se encontraba de luna de miel en Kenia.
Como Reina constitucional de quince estados, su máximo logro fue la conversión del Imperio británico en Mancomunidad de Naciones, desde Australia hasta Malta, 56 países y 150 millones de súbditos que la reconocían como Reina, reina del mundo. Desaciertos de Estado tuvo pocos por no decir ninguno. Nunca se quitó sus guantes –tal como yo viví en primera persona cuando formé parte del sequito que le dio la bienvenida a la Universidad de Hull– pero supo modernizarse desde audiencias telemáticas por ‘Zoom’ hasta actuaciones con James Bond y el oso Paddington. En todo momento, se mantuvo neutral e imparcial, nunca se dejó hacer presa de la adulación ni de la manipulación, silenciando su opinión, su prejuicio, su preferencia con una disciplina que le obligaba a la soledad en público. Encontró refugio en la intimidad de su matrimonio con el Príncipe Felipe, Duque de Edimburgo, que con su ironía, no pícara, pero sí traviesa daba alivio al formalismo, la pompa y la circunstancia tradicionales en la Corte británica.
Su vida dio continuidad a la Monarquía, enlazando su reinado en el imaginario colectivo con el esplendor imperial del reinado de su tatarabuela Victoria (parentesco que compartía con nuestro Rey emérito Juan Carlos). El afecto y respeto que conllevaba esa continuidad anuló cualquier causa republicana o secesionista tanto en el Reino Unido como en sus reinos de ultramar.
Su fallecimiento abre el dique a todo lo que nunca hubiese querido vivir ella. Es probable que, en un futuro no lejano, muchos países dejen la Mancomunidad en protesta contra el relato de un supuesto imperialismo blanco, elitista y patriarcal, que Australia se constituya en república al igual que Escocia opte por independizarse de la unión y que Irlanda del Norte se unifique con la República de Irlanda. Si todo ello ocurre, Inglaterra entretanto probablemente se desintegrará en la diversidad de sus clases e identidades mientras el agujero negro de la capital vacía la campiña.
Su hijo, el ahora Rey Carlos III cuya autoridad moral no tiene la constancia de su madre, no parece que podrá contener ese dique a pesar de su idealismo pseudointelectual en promoción de la sostenibilidad urbanística y agraria. La muerte de la Reina no llega en buen momento para un país que no consigue reponerse de la ‘guerra civil’ no declarada que supuso el proceso de salida de la Unión Europea. El Brexit trajo el populismo y sus mentiras a la vida pública.