Estrategia de Seguridad Nacional de EEUU para un mundo en cambio

Estrategia de Seguridad Nacional de EEUU para un mundo en cambio

ANÁLISIS

24 | 10 | 2022

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La NSS de Joe Biden incide en la competencia con China y pone a Rusia en un nivel de rivalidad inferior

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Joe Biden en el Despacho Oval, en agosto de 2022, en conversación con veteranos de las Fuerzas Armadas [Adam Schultz, Casa Blanca]

Con un significativo retraso con respecto a lo que establece la ley que la regula, el presidente de Estados Unidos Joe Biden acaba de aprobar y publicar, este mes de octubre, su primera Estrategia de Seguridad Nacional (NSS 22). La NSS es siempre un documento que la amplia y variada comunidad interesada en las cuestiones de seguridad internacional aguarda con expectación, pues en ella vuelca la administración norteamericana las líneas maestras de lo que pretende sea su política de seguridad para el tiempo que permanezca en vigor.

En honor a la verdad, no puede decirse que, a falta de una NSS publicada, haya estado esa comunidad internacional a oscuras respecto a las intenciones del presidente Biden en materia de seguridad nacional, pues ya al comienzo de su mandato hizo referencias bastante explícitas a cómo pensaba orientarla. Basta aproximarse a su discurso inaugural de enero de 2021, al que pronunció escasamente dos semanas después en la sede del Departamento de Estado, o al documento ‘Interim National Security Strategic Guidance’ que emitió en marzo de ese mismo año, para hacerse una buena idea de la impronta que pretendió dar a la seguridad norteamericana desde el principio de su mandato, y de los instrumentos que, preferentemente, contemplaba poner en juego para lograr sus objetivos en ese terreno.

Como cabía esperar, este nuevo documento estratégico es consistente con esas formulaciones previas. Sin embargo, la magnitud de las sacudidas que ha experimentado este último año y medio la escena internacional –basta recordar los episodios vividos en 2021 en el aeropuerto de Kabul o, poco después, en la Taiwán visitada por Nancy Pelosi, por no hablar de la invasión de Ucrania– han forzado al equipo de seguridad de Biden a revisar los presupuestos conceptuales sobre los que se basó la aproximación inicial esbozada cuando el presidente accedió al cargo, para adaptarlos a lo que estos cambios significan.

El resultado es un documento que abandona definitivamente perspectivas voluntaristas de pasadas estrategias para centrarse en las realidades de que el orden internacional está sometido a fuertes presiones procedentes de un mundo de autocracias iliberales que cuestiona sus fundamentos y busca transformarlo; de que Estados Unidos debe actuar para configurar el mundo que venga de forma favorable a sus intereses; y de que, superpuestos a estas tensiones, existen numerosos retos globales que demandan una respuesta basada en una cada vez más complicada cooperación a escala planetaria.

La definición de amenazas que hace la NSS 22 está alejada de enfoques anteriores consistentes en poco más que una acumulación de amenazas y riesgos ambiguamente definidos y no priorizados y se centra, de forma poco sorpresiva, en China, gran potencia que se dibuja como la principal amenaza iliberal a la seguridad norteamericana, y de quien se afirma sin ambages que, aprovechando las ventajas que le ha proporcionado el orden internacional existente, ambiciona crear una esfera de seguridad propia en el espacio Indo-Pacífico y convertirse en la principal potencia mundial. Estados Unidos no rehúye la confrontación con China pero, a pesar de todo, deja abierta la puerta a una coexistencia pacífica con la potencia asiática e, incluso, a la cooperación con ella en beneficio del progreso de toda la Humanidad.

Rusia –y sus ambiciones, definidas en el documento como “imperialistas”–, merece otro de los lugares preeminentes de la NSS 22 como potencia autoritaria que viola los principios básicos consagrados en la Carta de Naciones Unidas, amenazando la paz y estabilidad globales. El documento concede a Rusia, sin embargo, y a pesar de su impresionante arsenal nuclear, un papel netamente inferior al que, comparativamente, otorga a China. Se trata, en este caso, más de contener a un rival menor que a confrontar a un competidor por el dominio del orden internacional.

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Primeras páginas de la Estrategia de Seguridad Nacional de EEUU de la Administración Biden, con la firma del presidente

Este binomio de amenazas se completa con la definición de una multiplicidad de riesgos variados que mezcla el cambio climático y la seguridad energética con las pandemias, la seguridad alimentaria, la proliferación de armas de destrucción masiva y el otrora tan preocupante terrorismo transnacional, que tan desvaído aparece en esta NSS. Todos ellos son definidos como amenazas globales –ya no específicas para Estados Unidos–, y están unidos por el hilo conductor de la necesidad de acometerlos de forma común y cooperativa; un interesante ‘desiderátum’ que se antoja poco compatible con la postura de confrontación abogada para con China y Rusia, cuya cooperación –especialmente la de Pekín– resulta capital para hacer avances significativos sobre estos riesgos.

Como es lógico, este documento estratégico no es muy específico, ni en lo que se refiere a los recursos que Estados Unidos planea invertir en contrarrestar o mitigar las amenazas y riesgos definidos, ni en los métodos que seguirá para ello. Los detalles que aporta son, sin embargo, suficientemente elocuentes y se mueven a lo largo de tres ejes: reforzar el frente doméstico para asegurar la competitividad internacional del país; emplear la diplomacia para actuar multilateralmente siempre que ello sea posible y compatible con los intereses norteamericanos, y modernizar y reforzar el poder militar de la nación.

El primero de estos ejes resulta particularmente llamativo por lo que tiene de constatación de la indisoluble unidad existente entre la seguridad exterior de un país y su estabilidad y fortaleza doméstica, y por lo que supone de reconocimiento de los riesgos y del impacto directo que la grave polarización de la vida política nacional norteamericana, y su déficit de inversiones en áreas como infraestructura, educación, o emigración tienen sobre la seguridad nacional y sobre la fortaleza exterior de la nación. Ningún país –tampoco Estados Unidos– puede pretender aspirar a alcanzar objetivos importantes en la escena internacional si antes no se asienta sobre las sólidas bases de un proyecto compartido por todos, de una economía fuerte y de una sociedad vibrante y unida. Como decía Richard Haass en su libro de 2014, “la política exterior comienza en casa”. A modo de nota al margen, y desde un punto de vista puramente español, no estaría de más atender el dictado de esta máxima.

En lo que atañe al segundo eje, ya desde el comienzo de su mandato, el presidente Biden manifestó su decidida intención de utilizar la diplomacia como herramienta preferente en sus relaciones internacionales, capitalizando en su favor la densa red de aliados, socios y amigos que Estados Unidos ha tejido con perseverancia durante décadas. Ahora, al concretarla en la NSS, la administración norteamericana deja clara su voluntad de acercarse incluso a regímenes dudosamente democráticos o, incluso, no democráticos (“profundizaremos nuestra cooperación con democracias y otros regímenes afines”) cuando ello convenga a la promoción de los objetivos de seguridad de Estados Unidos. Esto significa la adopción de una postura pragmática sazonada de realismo político que se separa del idealismo tradicionalmente asociado con gobiernos del Partido Demócrata según el cual sólo la aproximación a regímenes vistos como legítimos –es decir, democráticos– es éticamente aceptable.

En cuanto al uso del poder militar de la nación –el tercer eje de acción en la NSS–, Biden se muestra, sin matices, dispuesto a emplearlo para defender los intereses nacionales, pero aclarando que lo hará utilizándolo como elemento de último recurso, con objetivos y misiones claramente definidas y alcanzables, de acuerdo con los valores y leyes de la nación, en combinación con otros elementos del poder nacional, y con el consentimiento informado del pueblo americano. Estas acotaciones, tan reminiscentes de la doctrina Powell-Weinberger de los años ochenta, no pueden sino verse como una prevención tomada con las largas intervenciones en Irak y Afganistán en mente y, desde luego, en contraposición a las mismas.

La última parte de la NSS hace un recorrido geográfico por distintas regiones del globo. En todas ellas se juegan los intereses de seguridad de Estados Unidos, y para todas ellas se define una postura estratégica. Como podía preverse, el espacio Indo-Pacífico aparece como el que centra la atención preferente de Norteamérica, lo cual es coherente con el papel de principal amenaza que Estados Unidos atribuye a China en la NSS. Con todo, y pese a que el foco de atención norteamericano se ha desplazado al continente asiático, desde una perspectiva netamente continental cabe preguntarse en qué lugar queda Europa en esta nueva NSS y qué implica la misma para los europeos.

Más allá de constatar la pérdida de peso relativo de Europa en los cálculos de seguridad norteamericanos, la NSS, al menos a nivel declarativo, sigue viendo el vínculo transatlántico como una relación vital, y continúa definiéndolo en términos de valores, historia, e intereses comunes. El Artículo 5 del Tratado de Washington, al que Biden se declara en la NSS unido “de forma inequívoca”, sigue erigiéndose como la viga maestra que une indisolublemente a Europa con Norteamérica. Conjurado, al menos aparentemente, el peligro que gravitó sobre la Alianza Atlántica durante la era Trump –gracias, sí, a la personalidad del nuevo presidente pero, también y sobre todo, gracias a la revigorización que una OTAN en ‘muerte cerebral’ ha experimentado como consecuencia de la invasión de Ucrania– Estados Unidos retorna a Europa, aunque lo haga sin dejar de mirar a Asia, e insistiendo en la necesidad y urgencia de que los aliados muestren una mayor implicación con su propia protección que se traduzca en un incremento del gasto en defensa que permita, a los europeos, asumir mayores responsabilidades, y a los norteamericanos, concentrar más recursos en el Indo-Pacífico.

Dejando de lado cambios, evidentes, en las formas, el deseo de un mayor compromiso europeo con su propia seguridad se diferencia poco de las exigencias que Trump –y, no lo olvidemos, no pocos de sus predecesores– hacía a sus socios transatlánticos y no se circunscribe, además, únicamente al espacio europeo; consciente de que la magnitud del desafío chino es global en un mundo tan interconectado como el actual, Biden exhorta a los europeos a “jugar un papel activo en el Indo-Pacífico, incluyendo el apoyo a la libertad de navegación y a la paz y la estabilidad a través del Estrecho de Taiwán”. La idea detrás de esta afirmación es la de que China no es un asunto de la exclusiva incumbencia de Estados Unidos, sino que compete a todos los que participan en y se benefician de las bondades de los mercados globales. Implicarse “no es un favor a Estados Unidos. Nuestros aliados reconocen que el colapso del orden internacional en una región del mundo afectará, a la postre, a otras”. Aunque tímidamente, algunos de los países europeos han comenzado, de hecho, a despertar a esta realidad incrementando su presencia militar, temporal y permanente, en esta estratégica región, o implicándose en proyectos como el AUKUS.

Las veladas referencias a Trump y a las políticas ‘neo-con’ del pasado abundan a lo largo de esta nueva Estrategia de Seguridad Nacional. Se tiene la sensación, a veces, de que el equipo de seguridad de Biden ha hecho un esfuerzo deliberado para mostrar a la comunidad internacional –tranquilizándola, cabría añadir– lo que Biden tiene de retorno a la ortodoxia en las relaciones internacionales que tan bruscamente habría abandonado su predecesor. Ello, sin embargo, no parece óbice para incorporar a la NSS algunas ideas que parecen tomadas directamente del ‘trumpismo’, como la de adoptar una postura más asertiva hacia China, la ya mencionada de señalar a los europeos por su bajo nivel de compromiso en su propia seguridad, o la de denunciar cómo los tratados de libre comercio suscritos por Estados Unidos han sido abusados por otros actores en detrimento de los intereses norteamericanos.

Es esta, en conclusión, una NSS que trata de tender un puente que cierre la brecha que la administración de Donald Trump habría, supuestamente, abierto sobre lo que, hasta entonces, habría sido una cuasi-ininterrumpida historia de formulación estratégica basada en la inevitabilidad del liderazgo norteamericano, en lo predecible de sus efectos prácticos, y en el multilateralismo como respuesta preferente a los desafíos de seguridad. Muestra, además, un país refractario a la idea de estar asistiendo a su declive –algo que no está, en modo alguno, probado–, empeñado en mostrar que está de vuelta en la escena internacional, y que aspira a reforzar su posición como potencia preeminente en un mundo en la encrucijada. Una estrategia, en definitiva, coherente y alineada con el propósito que el presidente Biden expresó en febrero de 2021 ante el Departamento de Estado al anunciar al mundo su mensaje: “America is back. America is back”.