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Encuentro de la presidenta de la Comisión Europea y del presidente francés con el presidente chino en Pekín, en abril de 2023 [Comisión]
La Europa posnacional, de Estado de bienestar, cooperativa y pacífica, no nació del proyecto optimista, ambicioso y con visión de futuro imaginado en retrospectiva por los euroidealistas de hoy. Por el contrario, como escribió el historiador británico Tony Judt, Europa fue el “hijo inseguro de la ansiedad”. La historia europea tras 1945 ha sido una larga sucesión de rupturas con un pasado terrible, el increíble renacimiento de un continente salvaje.
Conviene recordar, por tanto, que los europeos no cooperaron para unificarse por idealismo. Lo hicieron por pura necesidad, por mero agotamiento y extrema pobreza colectiva después de la guerra más devastadora de la historia de la humanidad. Europa había tocado fondo con el auge del totalitarismo. La posterior división del continente con el Telón de Acero reforzó la idea de que Europa debía reinventarse.
En la unidad europea conviven una comunidad de valores junto con un ambicioso proyecto geopolítico de liderazgo internacional. La Unión comenzó con la creación de un mercado único en las industrias del carbón y el acero que, de forma indirecta, evitaría un mayor antagonismo entre Francia y Alemania. Por contraste, el mercado energético europeo en la actualidad muestra una grave división interna: mientras Alemania abandona la energía nuclear, Francia invierte en la construcción de centrales nucleares.
Este es uno de los muchos debates a los que se enfrentan los partidos en las próximas elecciones: quienes defienden la soberanía nacional en cuestiones de vital importancia como la autonomía energética, y quienes abogan por una mayor integración en las directrices supranacionales de Bruselas. No obstante, la división estricta entre europeístas y euroescépticos plantea una falsa dicotomía: ni los europeístas son defensores exclusivos de la democracia liberal, ni los euroescépticos son nacionalistas y populistas contrarios a una mayor integración.
El previsible viraje a la derecha en las próximas elecciones europeas puede confirmar el crecimiento del euroescepticismo en la UE, y las razones de fondo son claras. No es la primera vez que los europeos vemos cómo se desmorona la hegemonía occidental sin soluciones a medio y largo plazo. En los últimos años, dos graves crisis han puesto de relieve la fragilidad de la posición europea, y apuntan a las dificultades del futuro inmediato: la guerra de Ucrania y la crisis energética. Si Europa quiere mantener su estatus geopolítico y mantener la voz cantante en las futuras negociaciones de paz en Ucrania, será necesario optar por una política decidida en estos ámbitos.
A grandes rasgos, podrían plantearse tres grandes escenarios –dependiendo de la composición del Consejo de Europa tras las elecciones– para el futuro de la UE: continuar como socio menor en el bando de Estados Unidos y la OTAN, sucumbir a la esfera de influencia de Rusia y China, o seguir una tercera vía sin tomar partido.
En el primer caso, si se consuma una probable derrota de Ucrania, la incógnita está en cómo establecer un área de seguridad europea. Europa podría continuar con su política exterior continuista, más cercana a Estados Unidos que a Rusia. De ser así, los miembros de la UE tendrán que invertir en seguridad y defensa.
Sin embargo, un dato refleja bien el desinterés generalizado en Europa por el conflicto bélico: aunque la financiación a Ucrania por parte la UE es mayor que la de Estados Unidos, el apoyo militar procede mayoritariamente de los fondos en Washington. Si para Estados Unidos Ucrania puede funcionar como un intermediario para castigar a Rusia, para los europeos el vecino ucraniano es un pilar indispensable de seguridad regional. Si ese consuma la derrota ucraniana, no sólo aumenta el riesgo de una guerra a gran escala, sino que se podría agravar la ya muy difícil crisis de los refugiados.
Otra incógnita, muy ligada a la anterior, es la viabilidad del pacto verde europeo. La invasión rusa ha puesto en jaque el precario mercado energético, disparando los precios del gas. La inaceptable renuncia a investigar el sabotaje del Nordstream 2 muestra a las claras la indefensión de los europeos a la hora de adoptar políticas independientes de Rusia o Estados Unidos. El Nordstream era una pieza central para el abastecimiento de gas a los países del centro europeo, pero un inconveniente estratégico para los Estados Unidos.
En el segundo caso, si se produce, en efecto, un viaje a la derecha en las próximas elecciones, Europa podría ceder a las esferas de influencia estratégica rusa mientras acelera el rearme colectivo. Esto permitiría a Rusia ganar la guerra, creando ‘de facto’ un nuevo Telón de Acero. En este escenario, Alemania y Francia podrían llegar a reestablecer relaciones con Rusia y estrechar los indispensables lazos comerciales con China. En consecuencia, Europa se bifurcaría entre los países del flanco oriental, como Reino Unido, que se alinearían con Estados Unidos contra el resto de la Europa continental. Esta es, sin duda, la opción más improbable en estos momentos.
Existe otra posibilidad, que requiere una política mucho más alternativa. Si Europa optara por no tomar partido por ninguno de los dos bandos, podría firmar tratados de libre comercio con Oriente Medio y la India, ampliando la red de oleoductos y gaseoductos con el Este. Esta opción implicará la retirada de Estados Unidos del viejo continente, convirtiendo a Europa en una gigantesca Suiza neutral (militarmente no alineada), mientras renuncia a Ucrania, sometida por Rusia. Aunque difícil de imaginar, esta opción solo sería viable si se produce un gran rearme europeo.
Cualquiera de los tres escenarios plantea un dilema ligado al problema fundamental: la ausencia de un gobierno fuerte. La UE funciona con una trágica combinación de gobierno sin política. Bruselas dirige una administración colosal con un gobierno apocado y tímido. La hiperlegislación produce una atrofia a la hora de enfrentarse a los retos más importantes de gobierno y decisiones geopolíticas de largo alcance. El sistema europeo ha permitido alcanzar compromisos aceptables entre los países miembros, pero insuficientes para dar una respuesta coordinada a los retos más urgentes.
Cuestionar la anacrónica versión de la naturaleza y propósitos de la Unión Europea no significa menospreciar sus logros. Sin embargo, creer que los logros pasados pueden proyectarse indefinidamente en el futuro es una ilusión, por más que sea meritoria y bienintencionada.
Los fundadores de las Comunidades Europeas tenían claro que no querían crear un super-Estado, y buscaron formas de cooperación efectivas para solucionar los problemas comunes a corto y medio plazo con soluciones imaginativas. Hoy en día, los esfuerzos de las instituciones europeas están más interesados en mantener el statu quo que en resolver los problemas concretos. Esto se debe a que la lógica tecnocrática es de procedimiento, no de consecuencia. La solución es siempre “más Europa”, no menos, independientemente de la eficacia de las políticas supranacionales.
En su momento, la tozudez de Charles de Gaulle y los recelos de Margaret Thatcher forjaron el proyecto europeo con un sano euroescepticismo. La Unión Europea se ha revelado poderosa, a pesar de su naturaleza compleja e impredecible. La crisis de la Unión requiere una política de altos vuelos que, sin desdeñar los logros del pasado, reconozca también la novedad de los retos presentes.
Si queremos pensar en el futuro de Europa, debemos dar prioridad a los problemas comunes, como la defensa colectiva y la autonomía energética. Tal vez la crisis actual requiera fortalecer la política para dejar de lado el enfoque excesivamente normativo. En última instancia, esto requiere confiar en que lo que nos une a los europeos es más fuerte que lo que nos separa.
* Santiago de Navascués es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Navarra