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Portada del libro de Ada Ferrer ‘Cuba. An American History’ (New York: Scribner, 2021), 560 págs.
El libro de Ada Ferrer, profesora de Estudios Latinoamericanos y del Caribe de New York University, está escrito especialmente para el público estadounidense: en su explicación de la historia de Cuba incide sobre todo en los aspectos que pueden interesar más al lector de Estados Unidos, como buscando vínculos que mantengan la atención a lo largo de la lectura y aportando luz investigadora sobre una relación sostenida en el tiempo que la historiografía no ha tratado suficientemente. Más allá de historias de Cuba escritas en español, más completas y abarcadoras, desde Estados Unidos se ha insistido en los episodios que siguieron al hundimiento del Maine –de entonces hasta hoy–, con una literatura más abundante en relación con la crisis de los misiles y demás vicisitudes de la presidencia de Kennedy.
Ferrer, nacida en Cuba y crecida en Estados Unidos (escribe en un inglés exquisito, con gusto literario), se ha interesado por aquello que, desde los albores de la colonización española en el hemisferio occidental, ha puesto en contacto a la mayor de las Antillas con la potencia que se fue gestando en el norte, a apenas cien kilómetros de distancia (inicialmente a más, pues Florida fue española hasta 1821).
Entre los aspectos en los que la autora ahonda está el interés que tuvo Estados Unidos de incorporar la isla a su territorio. La percepción en el mundo político de Washington a lo largo del siglo XIX era tan unánime acerca de la gravitación de Cuba hacia la Unión, que extraña que una vez expulsada España de La Habana los estadounidenses no la mantuvieran como dominio, como hicieron con Puerto Rico. Quizás, apunta el libro, la cercanía geográfica y la influencia del poder financiero del norte era tal, que se pensó que una incorporación resultaba innecesaria. Fidel Castro se encargó de mostrar lo equivocado del cálculo.
México ya había intentado anexionarse Cuba cuando el Virreinato de Nueva España devino primero en un imperio mexicano independiente y poco después en república. Con el propósito de impedir que España siguiera en el Caribe una vez todas las posesiones españolas en el continente consumaron su independencia en la década de 1820, México albergó la ilusión de expandirse hacia el este, viendo la geografía cubana como una extensión de la de Yucatán, aunque más rica y estratégica, ampliando al Caribe el control que al país le correspondía sobre el Golfo de México. Las autoridades mexicanas veían en Cuba “un gran almacén y astillero creado por la naturaleza para nuestro uso”.
Esa idea de que Cuba estaba “naturalmente” dispuesta para ser tomada impregnó entonces también la política exterior estadounidense. Ada Ferrer da cuenta de los testimonios de Thomas Jefferson y sobre todo de John Quincy Adams, quien se refirió a la isla como la fruta madura que por la ley de la gravedad caería en la espuerta estadounidense. No respondía a una inercia expansionista sin más, si no que en su día se concebía la incorporación de Cuba como un imperativo geopolítico, esencial para la propia nación. “La anexión de Cuba a nuestra república federal será indispensable para la continuidad y la integridad de la Unión misma», escribió Adams.
Lo llamativo es que, a pesar de ver así a Cuba, Washington la dejara finalmente escapar: o no era tan vital para la supervivencia de Estados Unidos, o la gran potencia pensó que con un cuasi protectorado como el conocido bajo Fulgencio Batista bastaba para ejercer el mismo control. Hay que precisar, en cualquier caso, que Washington se aseguró la soberanía sobre Guantánamo, de acuerdo con los designios previos del estratega Alfred T. Mahan: dos puntos de acceso al Caribe eran fundamentales para Estados Unidos, el que discurre al este de Cuba (Guantánamo) y el que pasa al este de Puerto Rico (y ahí los estadounidenses pusieron su otra gran base militar).
La obra de Ada Ferrer combina el trazado de la línea histórica con elementos de intrahistoria: muchos nombres y apellidos de gente “menuda” que llena de viveza el relato, haciéndolo atractivo y tridimensional.
A un lector de España, no obstante, ciertas páginas le pueden provocar momentos de ligera perplejidad, pues sorprende ver que la autora se distancia de la herencia española que ha recibido a través de su cubanidad, para abrazar en cambio la relación más superflua mantenida a lo largo de la historia entre Washington y La Habana. Pero la realidad de muchos de los cubanos exiliados en Estados Unidos es esa simbiosis entre sus recuerdos familiares de la isla y sus vivencias como segunda, tercera o cuarta generación en suelo estadounidense.