Con 10 años Kateryna se quedó huérfana y comenzó a venir durante los veranos en un programa de acogida. Tras estudiar Pedagogía en Chernihiv, dos horas al norte de Kyiv, vino aquí a hacer un máster y después comenzar la carrera de Magisterio.
Hasta la semana pasada su vida era normal: clases, gimnasio, aficiones como la fotografía, y hablar con su familia y amigos en Ucrania. Y llegó el 24 de febrero. Ese día se despertó para clase de 8 y al encender su teléfono entró una avalancha de mensajes y fotos en los que le decían que la guerra había empezado y que Rusia había invadido Ucrania, lo recuerda así: “Al principio me costó creer si la invasión era real o no y fui a clase muy asustada”. Desde entonces su vida ha cambiado drásticamente, solo desea noticias de sus familiares y espera con ansia el final del conflicto.
Kateryna tiene familia y amigos a los dos lados de la frontera con Bielorrusia. Su pueblo natal, Butivka, fue de los primeros en ser bombardeados e invadidos por las tropas rusas, que ahora están ahí. Lleva cuatro días sin poder contactar con sus allegados de Butivka, pues están sin electricidad, sin agua, etc.
Hasta la semana pasada Kateryna no se consideraba especialmente patriota, pero ahora se siente más ucraniana que nunca, orgullosa de su país y con añoranza de las pequeñas cosas, como barbacoas con sus amigos, ir a recoger setas al bosque… las cosas sencillas que le ha quitado la guerra. La última vez que estuvo en Ucrania fue en Navidad y “menos mal”, dice entre aliviada por haber podido ir y preocupada, porque no sabe cuándo podrá regresar.
Ahora mismo Kateryna colabora con los envíos que se hacen a Ucrania, preparando ayuda humanitaria y también con la documentación necesaria para cuando puedan llegar refugiados. Su mayor preocupación son los niños e imaginarse cómo lo estarán pasando, tanto en la salida de Ucrania como quedándose en un país que es un campo de batalla y que era su tranquilo hogar. Hasta la semana pasada.