“Los vínculos que mantenemos con los otros tienen un impacto en la formación de nuestra identidad personal”
Ana Marta González, investigadora del Instituto Cultura y Sociedad, enfatiza en un workshop del ICS que “existe un universalismo moral que debe tener reflejo en la vida social”
FOTO: Manuel Castells
Cómo están conectadas la identidad personal y las relaciones sociales es una de las principales preguntas que se plantean en el workshop internacional ‘Vínculos sociales e identidad personal’. La actividad se enmarca en el proyecto ‘Vínculos, emoción e identidad. La dimensión moral de los vínculos sociales’ del grupo ‘Cultura emocional e identidad’ (CEMID) del Instituto Cultura y Sociedad (ICS). Lo codirigen Ana Marta González -investigadora principal de CEMID- y José María Torralba y cuenta con el patrocinio del Ministerio de Economía y Competitividad.
Con motivo del workshop, la profesora González repasa algunas cuestiones de fondo sobre la conexión entre el yo y las relaciones con los otros.
¿Qué relación hay entre la identidad personal y los vínculos sociales?
Somos seres sociales y los vínculos y las relaciones que entablamos indudablemente tienen un impacto en la formación de la identidad personal. Lo que queremos explorar es qué impacto tiene nuestra relacionalidad en el tipo de personas que llegamos a ser.
En su ponencia aborda la cuestión de la solidaridad y los vínculos sociales desde la perspectiva de Kant. ¿Qué tiene que ver con la identidad?
Vivimos en sociedades muy fragmentadas, muy individualizadas, donde en parte por eso mismo está prosperando un tipo de vínculos que desde cierto punto de vista cabría caracterizar de posmodernos y de artificiales. Los movimientos identitarios en gran medida siguen esa línea. Ese tipo de identidades está generando división social y se echa en falta una atención más detenida al vínculo social como tal. En la historia del pensamiento sociológico esto no es otra cosa que la cuestión de la solidaridad. Aunque indudablemente tiene raíces clásicas, como tal es un tema moderno. La reflexión sobre ella nace en el contexto de la Tercera República francesa (1870-1940), muy marcado por la división social y la fragmentación derivadas de la industrialización y de la Revolución francesa. Ahí emerge con fuerza la pregunta de cuál es el vínculo en una sociedad así.
¿Qué aporta hoy la visión de Kant?
Los primeros que abordaron esta temática lo hicieron inspirados por el pensamiento kantiano, aunque él no habla de solidaridad. Kant porta los ideales de un Estado de derecho con igual libertad para todos los ciudadanos, pero no olvida que la vida social tiene que estar atravesada por vínculos morales. En ese sentido, su mensaje no ha perdido actualidad. Más allá del grupo o colectivo en el que cada cual se pretenda adscribir hay un universalismo moral que debe tener reflejo en la vida social. El mensaje solidario de Kant es un mensaje moralmente articulado. Es especialmente importante resaltarlo en nuestros días.
¿Hay vínculos de más calidad y, por tanto, más positivos para la configuración de la identidad?
Thomas Scheff, un sociólogo de las emociones, distinguía entre vínculos sociales seguros e inseguros. A su vez, explicaba que estos últimos pueden darse en el ámbito microsocial -la familia o las amistades-, o en el ámbito macrosocial -incluso en la relación entre naciones o Estados-. El propio Scheff lo aplicaba a la evolución de la Alemania del Tercer Reich. Una tipología de vínculos sociales inseguros es aquella en la que una de las partes queda completamente absorbida o alienada por la otra, como ocurre en muchos casos de violencia de género, aunque no sólo ahí. Otras veces se da el fenómeno opuesto: una persona se aísla. En ambos casos detectamos anomalías en la vivencia del vínculo; uno sano es aquel en que las personalidades permanecen pero a su vez hay relación. Tampoco es sana aquella relación en la que los miembros van por su lado y, por tanto, el vínculo no se ejercita en la práctica.
Los individuos recibimos estímulos y mensajes muy diferentes de los distintos contextos en que nos movemos. A veces incluso son negativos. ¿Cómo afecta a nuestro yo, especialmente en el caso de los más jóvenes?
Tenemos que asumir una realidad innegable: las sociedades modernas son altamente individualizadas. Entre los sociólogos que por primera vez afrontaron esta cuestión se cuenta Georg Simmel, a principios del siglo XX. Hacía notar que en las sociedades tradicionales el todo social era homogéneo, no había grandes diferencias entre los valores absorbidos en la familia y en la sociedad... Frente a esto, en las sociedades modernas -en parte también por la dinámica misma de la división del trabajo, de la diferenciación de esferas sociales- encontramos distintos grupos sociales y lo normal es que una persona desarrolle su vida en distintos entornos. Es una cuestión de hecho y no se trata de lamentarla, sino de comprenderla. Si no, existe la tentación de aislar. Por ejemplo, cuando un niño está creciendo podemos querer aislarle del entorno porque creemos que recibe influencias negativas. Pero la sociedad educa o maleduca tanto como pueden hacerlo los padres. Los padres tienen un derecho anterior a la educación de los hijos, es cierto, pero a veces se dan casos de distorsiones. Es importante educar en la gestión de las múltiples influencias; eso es educar en libertad y responsabilidad.
¿Se puede hablar de una identidad o somos la suma de muchas identidades?
Es verdad que dependiendo de los contextos hay aspectos de tu personalidad que pasan a primer plano, pero los contextos cambian a tal velocidad que sería ridículo magnificar esas identidades. Soy partidaria de limitar el concepto de identidad a la formación de la identidad personal porque me parece que hay algo rígido dicho concepto, algo que contradice la dinámica misma de la vida personal y social. Siempre estamos en formación. Nuestra subjetividad es -o debe ser- una subjetividad abierta y moldeable porque las relaciones producen un impacto. Un uso excesivo del concepto de identidad puede ser contraproducente. Lo estamos viendo, por ejemplo, cuando se hace de ella un arma política.
¿Cuál es su propuesta para que las identidades no sean obstáculo para el entendimiento?
Prefiero hablar de sujetos, de personas que viven, que están abiertas a múltiples influencias, que piensan. Detrás del recurso a las identidades hay una pereza mental extraordinaria. La gente deja de pensar: se parapeta detrás de una identidad. Eso constituye el mayor obstáculo para hablar con otros, que pueden tener muchas cosas interesantes que decirle y quizá con algunas incluso estaría de acuerdo. Hoy por hoy, las identidades pueden ser un un obstáculo para la convivencia y para el crecimiento personal porque impiden el pensamiento, la crítica, el diálogo constructivo. Son expresión de miedo. Y esto se puede aplicar a todas las partes en general, tanto a la derecha como a la izquierda. Ahora mismo esto es uno de los problemas más serios que tienen nuestras sociedades. De alguna forma hay que aludir a lo irreductible de la persona, a lo que hace que la persona no sea solo un proceso, aunque se forme y crezca en medio de muchos procesos.
¿Qué queda de nuestra identidad en el mundo digital?
Proyectar nuestra identidad en la web siempre es un proceso de selección: qué damos a conocer de nosotros. Ilaria Malagrino, investigadora visitante del proyecto ‘Cultura emocional e identidad’, hacía notar recientemente cómo en la actualidad el tema del pudor, una cuestión de una importancia antropológica extraordinaria, se ha trasladado del cuerpo a la imagen. La gente no manifiesta especial pudor a la hora de mostrar el primero, pero sí en lo que respecta a la segunda. Esto es indicativo de que la nuestra es una sociedad de la imagen: uno se la juega en el modo en que aparece ante los demás. Lo que está claro es que nuestra identidad no es lo que aparece. El yo está más cerca de lo que se objetiva en una pantalla o lo que uno decide mostrar de sí mismo. ¿Dónde está mi yo: en lo que escribo o en el acto de escribir? ¿Estoy en las fotos que cuelgo de mí en las redes o en el acto de colgarlas? Mi identidad no es de ninguna manera lo que queda objetivado en una cuenta de Twitter. Más bien, si hubiera que buscarla en algún lado, sería en la decisión de dar a conocer algo, pero un fragmento muy limitado de mi vida. Ahí está el proceso de selección: con qué criterios elijo lo que aparece de mí ante el público.