Alejandro Navas, Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra
De políticos, expertos y ciudadanos
El presidente francés Pompidou, sucesor de De Gaulle, decía que había tres maneras de arruinarse: el juego, las mujeres y el consejo de los expertos. El juego era la manera más rápida (se puede perder mucho dinero en pocos minutos); las mujeres, la más placentera, y el consejo de los expertos, la más segura.
La ministra de Igualdad, Irene Montero, ha vuelto a la actividad tras haber superado los primeros quince días de cuarentena, y se ha dado prisa en justificar la celebración del 8-M: “Hicimos en todo momento lo que dijeron los expertos y la autoridad sanitaria”. Y como la mejor defensa es el ataque, la emprende a continuación con los críticos de la gestión gubernamental: “La derecha y la ultraderecha está usando la crisis del coronavirus para intentar atacar al feminismo y a las mujeres”. A su juicio, “el nivel de saña, agresividad y odio de las críticas no responde a un dato científico” (además del sectarismo ideológico, reprocha a la oposición la falta de expertise científica).
La complejidad de las sociedades modernas, sumada a la globalización, obliga a los gobiernos a rodearse de expertos: casi ningún político está preparado para hacerse cargo de las implicaciones técnicas de la gestión de su área. Pero la aportación de los sabios no sustituye la decisión política ni exime al gobernante de su responsabilidad. Encabezar una institución o una sociedad en coyunturas de bonanza está al alcance de cualquiera. La calidad del liderazgo se prueba cuando las circunstancias se vuelven adversas. Lo propio de la política es que no cabe la inhibición ante una crisis: hay que decidir siempre, también en las condiciones menos favorables.
Ante una emergencia como la que vivimos, el punto de partida deseable, tanto para las personas como para las colectividades, es la aceptación de la realidad, hacerse cargo de la situación. Desconocer los datos o, peor todavía, negar la existencia del problema lleva a la catástrofe. En este punto el concurso de los expertos se hace imprescindible: son los llamados a explicar el origen, la etiología del problema y a dibujar los diversos escenarios posibles. La ciencia establece relaciones entre causas y efectos o, al menos, correlaciones entre variables. A su luz, permite evaluar las consecuencias de diversos cursos de acción posibles. Llegados a ese punto, suena la hora del político, obligado a decidir. No puede escudarse en la opinión de los expertos, que casi nunca será unánime : ante problemas complejos, habrá diversidad de diagnósticos y de propuestas de tratamiento. El gobernante prudente se formará un juicio -previo debate en la sede oportuna, si es preciso- y utilizará los recursos del ejecutivo para implementarlo. Si es mínimamente responsable, sabrá dar la cara para justificar su decisión y para afrontar las consecuencias de su política. Si esta fuera calamitosa, será destituido o deberá dimitir: “el que la hace, la paga”, sabiduría democrática básica.
Las autoridades -de cualquier tipo- no son infalibles. Nadie espera que lo sean, salvo el niño pequeño que confía en la omnisciencia y omnipotencia de sus padres. Mostrar la propia ignorancia no tiene por qué socavar la autoridad: el profesor que no sabe responder a un alumno y le dice que le contestará en la próxima clase, una vez que se informe, ve acrecentado su prestigio. Desconfiamos de líderes con aires de macho alfa, infalibles e invulnerables, sin debilidades aparentes. Se vuelven lejanos, como seres de otro planeta, sin empatía. Incapaces de suscitar adhesión, se imponen por el miedo (“el que se mueva no sale en la foto”). Por el contrario, el gobernante verdaderamente humano se sabe y se muestra frágil, no tiene reparo en aceptar sus errores y está dispuesto a rectificar. Si su entrega y dedicación son patentes, los súbditos le perdonan esas limitaciones.
Nuestros gobernantes no han obtenido buena nota en la gestión de la crisis, al menos hasta ahora (que otros países estén igual o peor es un triste consuelo). Casi más que los errores cometidos, nos desazona su incapacidad para reconocerlos, a veces con excusas infantiles. Claro que ni siquiera Irene Montero puede negar por completo una realidad palmaria y admite que “cuando pase esta crisis y nos podamos sentar con calma, habrá que ver qué decisiones se tendrían que haber tomado de forma diferente”. Es un buen comienzo, pero insuficiente.
El mal desempeño de los políticos interpela a los ciudadanos: hay que arremangarse y ponerse a trabajar sin esperar que el gobierno nos resuelva los problemas. Las crisis también prueban a la gente de a pie, y afortunadamente muchas personas anónimas responden con una generosidad que llega al heroísmo. Nos encantaría secundar a unos líderes competentes y ejemplares, pero en su ausencia tiene que movilizarse la sociedad civil, que no es un ente abstracto, sino la suma de cada uno de nosotros.