01/04/2024
Publicado en
Diario de Navarra
Javier Azanza |
Catedrático de Historia del Arte
Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda, mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, aspectos sobre la relación de la mujer con las artes y las letras en Navarra
Pamplona, escenario del ceremonial fúnebre
Las honras fúnebres por los reyes y reinas de la monarquía hispana se celebraron con solemnidad en Pamplona por ser capital del reino y sede episcopal, acto que precedía a los que días más tarde se organizaban en otras ciudades navarras. La función de exequias reales revestía carácter doble, por cuanto desde mediados del siglo XVI y por cuestión de preeminencias en el protocolo, una provisión real de Felipe II permitió al Regimiento pamplonés organizar sus propios funerales en distinto día que los del virrey y Consejo Real, como han estudiado autores como José Luis Molins, Juan José Martinena, Ricardo Fernández Gracia y Alejandro Aranda.
La magnificencia del ceremonial funerario implicaba el esfuerzo de diferentes oficios: sastres, tapiceros, cereros, carpinteros, pintores, predicadores y, finalmente, grabadores e impresores que dejaban constancia del acontecimiento en la relación de exequias. El interés primordial de todos ellos se dirigía a la gran ceremonia de la catedral, convertida en “teatro de la muerte”, en cuyo crucero se levantaba el túmulo o catafalco, en torno al cual gira el drama de las exequias.
Elemento imprescindible del túmulo eran los emblemas y jeroglíficos, acertijos visuales que combinaban texto e imagen con un doble objetivo: por un lado contribuían a la decoración fúnebre, y por otro servían para enseñar y persuadir mediante la transmisión de un mensaje al espectador. En su composición tomaban parte un mentor responsable del “revestimiento ideológico” de la máquina, instruido en símbolos y alegorías, y un pintor encargado de traducir materialmente las ideas del primero.
El Archivo Municipal de Pamplona custodia, gracias al celo de sus sucesivos archiveros municipales, las series de jeroglíficos destinados al catafalco que el Regimiento de la ciudad levantó para las exequias de Felipe V (1746), Bárbara de Braganza (1758), Isabel de Farnesio (1766) y Carlos III (1789), testimonio fiel y directo del arte efímero en Navarra. Elaborados en papel de tina a modo de tarjetones con un tamaño medio de 60 x 45 cm., el centenar de jeroglíficos pamploneses posee un excepcional valor patrimonial al ser uno de los contados casos en que han llegado hasta nuestros días los emblemas originales, dado que por lo general los conocemos a través de las descripciones o grabados que incluyen las relaciones de exequias.
Los jeroglíficos pamploneses se ajustan a la composición canónica del “emblema triplex” de Alciato, formada por lema o título en lengua latina, cuerpo o pictura y epigrama en forma de poesía castellana. E insisten en un mensaje enlazado en un discurso coherente que comienza con el dolor por el fallecimiento del monarca, avanza hacia la manifestación del poder de la muerte y culmina con el triunfo sobre esta merced a una vida virtuosa, sin olvidar la sucesión dinástica que asegura la estabilidad de la corona. Para ejemplificar los anteriores conceptos sus mentores echaban mano de una multitud de referencias, algunas de ellas protagonizadas por figuras femeninas con diferentes significados, como testimonia la siguiente selección de imágenes.
Lloremos la muerte regia
El programa iconográfico comienza, al igual que lo hacía el sermón fúnebre proclamado por el orador desde el púlpito portátil adosado al túmulo, con el profundo dolor que embarga a los pamploneses y navarros al conocer la noticia de la muerte del rey o reina. Para ello los jeroglíficos plasmaban símbolos relacionados con la ciudad y el reino fácilmente identificables por los asistentes a la ceremonia, como el león y las Cinco Llagas del escudo de Pamplona, el recinto amurallado de la ciudad, las cadenas de Navarra o el río Arga. Pero también pueden servirse de imágenes con carácter general en las que tiene cabida el universo femenino.
En el jeroglífico nº 4 de las exequias de Bárbara de Braganza, dos damas elegantemente vestidas conversan en medio de un paisaje, al cobijo de una gran corona suspendida en el cielo. En el anillo de la corona puede leerse: Urbem concordia munit (La concordia fortalece la ciudad) y debajo de la misma: Intima coronam lacrimae (Muestra la corona el llanto). La mujer a nuestra derecha exclama: Eu! Regina est mortua (¡Ay! La reina ha muerto), en tanto que la de la izquierda porta una cartela con la inscripción: Absconditum signat (Proclama lo oculto). Todas ellas son sentencias que fray Miguel de Corella, mentor de los jeroglíficos pamploneses, extrajo del Mundus Symbolicus del agustino milanés Filippo Picinelli, una de las grandes enciclopedias de emblemas del siglo XVII que el capuchino navarro consultó para la confección de los emblemas.
La apariencia amable del jeroglífico en forma de diálogo entre ambas mujeres oculta la triste noticia de la muerte de la reina, que el epigrama traduce en términos de “dolor”, “pena tenebrosa” y “pavor”, sin olvidar que Bárbara de Braganza se ha convertido en polvo que “sirve ya a los gusanos de sustento”. Fray Miguel de Corella copia casi literalmente una octava real de la Armónica vida de santa Teresa (1722), biografía en verso de la santa abulense escrita por el jesuita aragonés José Antonio Butrón, otra de sus fuentes para la composición de los jeroglíficos.
Avancemos hasta los funerales de Carlos III en 1789, cuya relación de exequias elaborada por Ambrosio San Juan y Vicente Rodríguez de Arellano describía así el último jeroglífico:
“Todo el desconsuelo de la Nación se representaba en una bellísima Dama, vestida de insignias Reales, recostada sobre el Escudo de Armas de Castilla. En la mano tenía una calavera coronada, a la que miraba llorosa diciendo: Attendite, et videte si est alius dolor sicut dolor meus (Mirad, y fijaos bien si hay otro dolor parecido al dolor que me atormenta, variación de Lm 1,12).
La descripción se ajusta fielmente al jeroglífico conservado, cuya pictura protagoniza la alegoría de España sedente y portando las insignias reales, cuyo dolor por la muerte del monarca manifiesta con insistencia: “Carlos ha expirado. ¡Ay triste de mí!”, reiteran las coplillas del epigrama en el que la nación derrama lágrimas por “la más bella Lis que produjo el jardín”, en clara alusión a la dinastía Borbón del monarca difunto.
El poder destructor de la Parca
Una vez ha quedado constancia del dolor por la muerte del rey o reina, resulta ineludible una reflexión sobre el acontecimiento que lo provoca: el tiempo que todo lo consume. Sepulcros, esqueletos y calaveras protagonizan una buena parte del discurso fúnebre, a los que acompañan otras metáforas de la caducidad de la vida como el reloj de arena, la flor que se marchita, la vela que se apaga o la puesta de sol.
Fijemos nuestra atención en dos jeroglíficos. Uno de ellos corresponde al nº 24 de las exequias de Bárbara de Braganza, en el que un esqueleto asoma de un sepulcro y extiende sus brazos para alcanzar a la reina que, sorprendida, corre a refugiarse a la puerta del palacio. En el diálogo que se establece entre ambos, proclama la Muerte: Nemine Parco (A nadie perdono). A lo que contesta la reina: Nec mihi? (¿Ni a mí?). El epigrama, inspirado nuevamente en la Armónica vida de santa Teresa, abunda en el poder igualador de la muerte cuyo rayo fulminará a todos por igual, de manera que ni los reyes ni los grandes de la tierra están a salvo de su imperio.
El siguiente jeroglífico es el nº 3 de las exequias de Isabel de Farnesio, y en él comprobamos cómo la muerte ya ha cumplido su amenaza. Lleva por título Quod es fui; quod sum eris (Lo que eres fui; lo que soy serás), y su pictura muestra un sepulcro abierto con la lápida apoyada en un costado, de manera que deja a la vista su interior. En él reposa el esqueleto de la propia reina, todavía con la corona sobre su cabeza como símbolo de su efímero poder. La décima del epigrama recuerda la caducidad de los logros de este este mundo y la lección que debían extraer los asistentes a la ceremonia al “escuchar” las palabras que les dirigía la reina desde su tumba: “Tú has de ser lo que yo soy, pues yo fui lo que tú eres”. En el escenario enlutado de la catedral pamplonesa, el mensaje y la visión de los despojos regios debían resultar sobrecogedores.
Vencer a la muerte desde la virtud
Hasta este momento el programa iconográfico parece conducir irremisiblemente a la victoria de la muerte. Pero en una sociedad que cree en la vida eterna, la muerte no puede triunfar ante un poder superior capaz de vencerla y otorgar al monarca difunto el paso de la esfera terrenal a la celestial. Será una vida virtuosa la que garantice a nuestros reyes y reinas la eternidad y los convierta en modelo de conducta para sus súbditos. No faltan, en consecuencia, las alegorías de sus virtudes.
Nos sirve como ejemplo un jeroglífico de las exequias de Felipe V, inspirado, al igual que el resto, en los que compuso el artista madrileño Sebastián Herrera Barnuevo para los funerales de Felipe IV celebrados en 1665 en el convento de la Encarnación de Madrid, incluidos en la Descripción de las honras que se hicieron a la Catholica Magestad de D. Felipe quarto (1666). El anónimo mentor de los emblemas pamploneses manejó con profusión la relación de exequias hispana más importante del siglo XVII que detalla los funerales por el “Rey Planeta”.
El jeroglífico tiene por lema: Deducet te mirabiliter dextera mea (Que tu diestra te enseñe a hacer proezas, variante de Sal 45 (44),5). En su pictura, encerrada en una corona de laurel, aparece la Fe conforme a uno de sus tipos iconográficos más característicos: vestida de blanco, con los ojos vendados y el cáliz y la Sagrada Forma en su mano izquierda, en tanto que extiende la derecha para ser guiada por el brazo de Felipe V que surge de una nube. El rey se condujo en vida guiado por la Fe, y tras su muerte continuará guiando a su pueblo en la Fe desde la gloria del cielo.
La cuarteta que compone el epigrama abunda en esta idea: “Siempre andará sin recelo / la Fee aunque ciega se muestra / por que Felipe la adiestra / con su mano desde el cielo”. Aunque leemos Felipe porque fue el nombre escrito originalmente, ahora aparece el de Luisa. ¿A qué obedece el cambio? A la reutilización de este mismo jeroglífico en los funerales celebrados en la catedral de Pamplona en febrero de 1819 por María Luisa de Borbón-Parma, esposa de Carlos IV. Obviamente, se hacía necesario un reajuste que permitiese su uso, de manera que sobre el nombre de “Felipe” se colocó una etiqueta con el de “Luysa” que ocultó el anterior. Es un buen ejemplo de la pervivencia de la cultura simbólica en Navarra a comienzos del siglo XIX, si bien no generaba nuevos materiales, sino que reaprovechaba los ya existentes.
Otras virtudes regias se concretan en alegorías femeninas, como la naturaleza pacífica de Bárbara de Braganza con la Paz acompañada del arco iris, y la constancia de Carlos III en medio de la variable fortuna, esta última sobre su rueda y con sus alas extendidas. En definitiva, el protagonismo femenino no faltó en los programas iconográficos fúnebres del Regimiento pamplonés en memoria de nuestros reyes y reinas del siglo XVIII.