Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Patrimonio e identidad (32). San Roque, protector popular contra la peste
Un breve repaso por las representaciones de san Roque en Navarra, mayoritariamente escultóricas, del siglo XVI o comienzos de la siguiente centuria, nos sitúa ante un santo muy popular contra las pestes históricas, particularmente la de 1599, una fecha que sería la que marcó definitivamente su notoriedad, desplazando incluso a san Sebastián, tradicional protector antipestífero. San Roque tenía a su favor el haber cuidado y curado a apestados y haber estado contagiado por aquel temible mal, en un contexto como el de la Contrarreforma, en que la ejemplaridad era un valor en alza en los modelos de santidad. En Navarra, a diferencia de otras tierras europeas, su culto no fue oscurecido por otro rival que fue el mismísimo san Carlos Borromeo, por su comportamiento modélico en Milán, durante la peste que asoló la ciudad entre 1576 y 1578.
Las imágenes de san Roque, además de servir para invocar su protección, también fueron un referente y ejemplo de su abnegación, entrega, altruismo y sacrificio en favor de los enfermos a los que cuidó, alimentó y curó. La tradición habla de las recuperaciones mediante la señal de la santa cruz, la misma que, según la leyenda, tenía en su propio cuerpo desde su nacimiento.
Una hagiografía legendaria
El padre Benito Feijoo, benedictino, ilustrado y polígrafo del siglo XVIII afirmaba, en su Theatro crítico universal (1746), que “San Roque es tan antiguo como la peste …. fue canonizado sólo por la voz del pueblo”. En el popular Año Cristiano de Jean Croisset (1656-1738), leemos: “Pocos santos comenzaron a tener culto tan presto como nuestro Roque. Desde el mismo día de su entierro comenzó la devoción particular a su sepultura…. luego comenzó Dios a manifestar la gloria y valimiento de su siervo con multitud prodigiosa de milagros, particularmente con aquellos que en tiempo de peste imploraban su poderosa protección. Por esta experiencia, la mayor parte de ciudades y de los pueblos le escogieron por uno de sus patronos, votando guardar como festivo el día de su muerte, que fue el 16 de agosto”.
Respecto a su vida, no hay unanimidad en el tiempo en que vivió. Tradicionalmente, se le situaba entre 1284 y 1319, pero esas fechas son retrasadas por otros autores hasta 1348/49 y 1378/79, con lo que su trayectoria vital habría contemplado las consecuencias de la peste negra de mediados del siglo XIV. En lo que coinciden sus hagiografías es en que nació en Montpellier, que era hijo del gobernador de la ciudad y que a los veinte años repartió cuanto pudo entre los pobres, dejando otros bienes que no podía enajenar en manos de su tío, que también fue gobernador de la ciudad. Desde su patria chica partió como peregrino hacia Roma, encontrando en su camino ciudades asoladas por la peste, como Acquapendente o Cesena, en donde cuidó afanosamente de los enfermos. En la Ciudad Eterna permaneció tres años, confesándose con el cardenal Britonico, logrando el fin de la peste y entrevistándose con Benedicto XI. Roque enfermó en Piacenza y se refugió en un bosque fuera de la ciudad para no contagiar a nadie, sobreviviendo gracias a una fuente milagrosa, a un ángel que le confortaba y curaba y a un perro que, diariamente, le traía un pan que sustraía de la mesa de su señor, Gottardo Pallastrelli, que tras observar el comportamiento del can durante varios días, descubrió a Roque, le ayudó y se convirtió en su discípulo. El final de su vida fue trágico ya que, al regresar a su tierra, fue confundido con un espía y falleció en la cárcel, sin que su tío el gobernador hubiese sido capaz de reconocerlo. Su sepulcro se convirtió pronto en lugar de peregrinación por los milagros obrados por su intercesión.
Culto en aumento desde fines de la Edad Media, corroborado en el XVI
Como viajero, héroe y taumaturgo llamó la atención de enfermos, poderosos, gentes sencillas, mecenas y artistas. Gozó de un gran culto en Europa, especialmente en su Francia natal. En el Borbonesado francés existieron, en el siglo XVI, 114 parroquias bajo su advocación.
El siglo XV fue decisivo en la proyección de su figura. Por una parte, el cese de la peste por su intercesión con motivo del Concilio de Constanza (1414) o del de Ferrara (1439), hizo que su culto se extendiese por el centro y sur de Italia, en donde 28 municipios llevan su nombre y cuenta con 3.000 iglesias dedicadas. El segundo hecho que popularizó su figura fue el traslado de parte de sus reliquias a Venecia, en 1485.
Desde fines del siglo XV, aparece junto a los catorce santos auxiliadores contra la peste y en muchos lugares sustituyó a san Sebastián en el patronazgo contra las grandes epidemias. La iglesia fue concediéndole honores litúrgicos y de culto, con la inclusión en el Misal Romano de su misa propia a fines del siglo XV. Gregorio XIII lo introdujo en el Martirologio romano en 1584 y Urbano VIII confirmó su culto inmemorial con el oficio y misa propios, en 1629.
A su defensa contra la peste hay que añadir, también en Navarra, su protección a los animales domésticos a quienes salvaguardaba contra las epizootias y a la vid, por inmunizarla contra la filoxera, razón ésta por la que el santo procesiona en Aibar, Abárzuza o Los Arcos con parras y uvas.
Cofradías, ermitas y votos
Contra lo que podríamos suponer, sus cofradías no fueron abundantes en Navarra, contabilizándose unas pocas estudiadas por Gregorio Silanes. En la ermita pamplonesa existía una de ellas al menos desde 1612. En Viana se fundó otra, por acuerdo municipal, en 1567, tras el azote del año anterior. La de Peralta databa de 1678 y la de Lesaca estaba formada exclusivamente por labradores, porque al santo se le tenía también como protector de los animales de trabajo del campo. Esteban Orta ha estudiado la de Murchante, fundada en 1602 y aprobada por la autoridad eclesiástica al año siguiente. Los libros de actas conservados dan cuenta del número de cofrades, cultos y costumbres como la de la “copa del santo”, en alusión al refrigerio que ofrecían anualmente los mayordomos, pese a las reticencias de las autoridades religiosas.
Algunas localidades contaron con ermita de su advocación, la mayor parte desaparecidas. Mencionaremos las de Aibar, Arano, Astrain, Cabanillas, Cintruénigo, Lezáun, Monteagudo, Pamplona y Valtierra. Las más destacadas históricamente fueron, sin duda, las de Pamplona y Cintruénigo. La primera de ellas fue erigida en 1600 a iniciativa del regimiento de la capital navarra, tras superar la peste de 1599, en la que las autoridades municipales se habían encomendado al patrón san Fermín, a san Sebastián y san Roque. Se construyó con el proyecto de Francisco Fratín, ingeniero de obras reales. El precio de la construcción se fijó en 460 ducados, con la condición de utilizar piedra labrada a la romana, quedando por cuenta de las autoridades municipales la designación de sus ermitaños. El edificio fue derribado en 1797, aunque las procesiones votivas continuaron hasta 1836.
La de Cintruénigo se derribó hace más de cuatro décadas, era de grandes dimensiones, y existía al menos desde 1570, aunque su última fábrica se reconstruyó casi por completo en 1638 por los maestros Pedro Gómez y Francisco Saldueña, conservando únicamente los pilares de la antigua. El crucero y la fachada se añadieron en 1677. A la misa del día de la fiesta del santo acudía el Ayuntamiento y en la víspera se cantaba allí una Salve.
Los votos y patronatos de algunas localidades propiciaron la existencia de muchas de sus imágenes, siendo fenómenos paralelos los hechos históricos y las representaciones del santo. En Olite, el voto data de 1566, cuando se acordó en concejo y a son de campana guardar su fiesta con procesión.
En Cascante era día votivo desde una fecha imprecisa del siglo XVI y el hospital de la localidad estaba bajo su advocación. En 1599, su concejo proclamó por patronos al citado santo, a santa Ana y a san Francisco de Paula, pidiendo, “a Dios Nuestro Señor aplaque su ira y levante el castigo”. En 1606, se produjo, en Cascante, el llamado Milagro de san Roque, que el vicario anotó así: “Año 1606, a 16 de agosto se corrió una sortija (sorteo) de el agua en la plaza del hospital de Cascante, y al otro día el mismo año dijeron muchos vecinos del lugar que estando muerta la lámpara de la capilla del dicho hospital, cerradas las puertas se halló de repente encendida por obra de Dios”.
En Corella, en 1602, tras la peste que la asoló hubo necesidad de “tomar 2.000 ducados a censo sobre sus propios y rentas para pagar con ellos los salarios del médico, cirujano, boticario y enterradores”, a la vez que el ayuntamiento hizo juramento solemne de tener a san Roque por patrón y abogado prometiendo “por nosotros y en nombre de toda esta villa de guardarle perpetuo su santo día y fiesta como el día del domingo y hacer en el dicho día procesión solemne y procuraremos se haga una ermita, retablo o bulto como más pareciere que convenga”. En virtud de ese acuerdo, se construyó la capilla y retablo en la parroquial del Rosario, del que queda la antigua escultura tardorromanista, amén de la dieciochesca que preside su retablo.
En Valtierra, para agradecer su protección, se iba anualmente a su ermita. El profesor Esteban Orta al estudiar las pestes en la Ribera pone de manifiesto que, en otras poblaciones, como Cabanillas, Murchante, Buñuel y Monteagudo, se le proclamó como patrón principal.
Las imágenes: del Tardogótico al Barroco
Las esculturas del santo abundan, de modo muy especial, en los retablos del siglo XVI. Su número supera el centenar y algunas son de sobresaliente calidad. De ordinario se le colocaba, por obvios motivos de protección sobre la peste, junto a san Sebastián o haciendo pendant con él, como ocurre en retablos de uno u otro o en numerosos retablos mayores que presiden los templos. Así ocurre, entre otros casos en Iturgoyen, Puente la Reina, Abárzuza, Armañanzas, Desojo, Etayo, Uztárroz y Viana.
Además de los retablos de sus ermitas, numerosos templos contaron con altares propios dedicados al popular taumaturgo, como ocurrió en las parroquias de Abaigar, Abárzuza, Armañanzas, Lapoblación, Murchante, Rosario de Corella, Eraul -hoy en el Museo de la Encarnación de Corella- y la basílica del Yugo de Arguedas.
Un gran número de esculturas -algunas para procesionar- y alguna pintura han llegado hasta nuestros días. Iconográficamente, posee unos atributos generales de los peregrinos, como el atuendo, la esclavina, el sombrero de ala ancha, el bordón, la calabaza y el zurrón, y otros particulares como el bubón pestilente -en ocasiones sustituido por una llaga profunda-, el perro con el pan, el ángel que le auxilia, la llaga y, en ocasiones las llaves cruzadas -generalmente en el sombrero- que hablan de su peregrinaje a Roma, aunque en algunas esculturas luce las conchas del peregrino compostelano, por préstamo iconográfico de las imágenes de Santiago. El perro nos recuerda al animal que le socorría diariamente con un pan que arrebataba de las cocinas de su dueño Gottardo Pallastrelli. A veces, el perro lame su llaga por paralelismo con la parábola evangélica del pobre Lázaro. El ángel figura en sus hagiografías, tanto avisándole de que iba a contraer la peste, como confortándole en el bosque. Frecuentemente, se convierte en un ángel enfermero que cura su herida. Su presencia junto a las representaciones del santo es tardía, generalizándose ya en pleno siglo XVI. En la práctica totalidad de su rica iconografía, el santo se remanga su túnica o manto para mostrar la úlcera en su pierna, que sus biógrafos sitúan en la ingle, pero que por decencia se trasladó al muslo.
De particular interés son las primeras tallas tardogóticas de Eguiarreta y Bargota, las expresivistas del segundo tercio del siglo XVI de San Martín de Unx, Cintruénigo, Valtierra o el delicado relieve de Abaigar. La escultura romanista dejó el mayor número de representaciones con un esquema muy repetido de cabeza pequeña y anatomías muy trabajadas, especialmente en Tierra Estella, de la mano de los Imberto, Pedro de Gabiría o Martín de Morgota. Entre los ejemplos más sobresalientes, podemos mencionar los de Cabredo, Andosilla, Arróniz, Desojo, Garísoain o Etayo. De mediados del siglo XVII son las tallas de Genevilla, Olejua o San Pedro de Puente la Reina y plenamente barrocas, del siglo XVIII, las de Los Arcos, Sesma, Cárcar y Santiago de Puente la Reina.
La pintura ha dejado algunas representaciones destacables, desde las tablas de los retablos renacentistas de Cizur Mayor, Elcano o Cadreita al cuadro de la parroquia de San Lorenzo de Pamplona, rubricado por el pintor valenciano Bienvenido Bru, en 1885, año de la gran epidemia de cólera. En algunos cruceros renacentistas como el de Irurre o la Taconera de Pamplona también aparece su imagen, mientras que sus reliquias se encuentran en piezas argénteas de Legarda y Muruzábal, así como en el pie forrado de plata de la imagen de Los Arcos.
Un pequeño ciclo de su vida en su retablo de Abárzuza
En Navarra, el único ciclo con cuatro escenas de la vida del santo se puede ver en los relieves del retablo de su advocación de la parroquia de Abárzuza, obra de los maestros establecidos en Estella Juan Imberto I y su hijo Pedro, de 1565. De izquierda a derecha se suceden cuatro pasajes: el cuidado de los apestados ante el administrador del hospital de Acquapendente; la confesión en Roma con el cardenal Britonico y el papa suplicándole oraciones cuando Roque le visitó. El cuarto presenta al santo en una choza del bosque, junto al dueño del perro, Gottardo Pallastrelli, ante el castillo en el que éste último residía para evitar el contagio. Junto a las escenas, se encuentran varios relieves de alegorías, en los netos que, en su mayor parte, se avienen a la vida y obra del santo: justicia, prudencia, penitencia, fe, oración, fortaleza o constancia.
Desde estas líneas queremos dejar constancia del agradecimiento a las personas que nos han proporcionado amablemente sus fotografías para ilustrar este artículo, de modo especial a María Jesús Munárriz, de Abárzuza, por sus continuas atenciones.