01/07/2023
Publicado en
Expansión
Juan Diego Molina Méndez |
Investigador del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra
Ya en el siglo XIX, el presidente estadounidense John Quincy Adams proclamó la famosa doctrina Monroe, que establecía que cualquier invasión por parte de los europeos en América sería vista por el gobierno de los Estados Unidos como una afrenta que requeriría su intervención, lo que convirtió a América Latina en una especie de “patio trasero”. Esta visión de la región la ha llevado a ser un actor pasivo en las decisiones geopolíticas y económicas que han acontecido en los últimos doscientos años.
La América al sur del Río Grande ha sido un territorio en disputa desde los tiempos de la Guerra Fría, cuando la Unión Soviética buscaba establecer puestos de avanzada dentro de ese patio trasero que los estadounidenses creían tener controlado. El enfrentamiento entre ambas potencias acabó favoreciendo conflictos civiles entre el poder legítimo y las guerrillas de izquierda, desde Guatemala, El Salvador y Nicaragua, hasta Colombia, Perú o Argentina. La tercera ola democratizadora, que se inició en los años ochenta y se extendió hasta los años finales del siglo XX, nos hizo creer que el triunfo de la democracia liberal era incontestable y que los presupuestos económicos planteados por el llamado “Consenso de Washington” estaban llamados a marcar el desarrollo de la región.
Hoy, treinta años después, podemos ver lo ilusa que fue la idea de que el triunfo de Estados Unidos y sus valores era definitivo. Actualmente la presencia de China significa un gran apoyo para dictaduras consolidadas como Cuba, Venezuela y Nicaragua, a la vez que colabora de manera activa al afianzamiento de liderazgos peligrosamente personalistas como los de Bukele en El Salvador, Petro en Colombia o Lula en Brasil, lo que representa una afrenta a la débil cultura democrática de la región. Las relaciones construidas por el régimen chino con países latinoamericanos se habían planteado inicialmente desde una perspectiva puramente comercial, pero desde la llegada de Xi Jinping al poder en 2012 se han abandonado las líneas maestras de política exterior trazadas por Deng Xiaoping, centradas en ocultar la fuerza china y nunca tomar la delantera, como una manera de no mostrar sus verdaderas capacidades.
Es evidente que la política exterior china ha evolucionado desde entonces y ha pasado a ser mucho más agresiva, sin quedarse fuera del juego de las grandes potencias y buscando un replanteamiento del orden internacional existente. Ante el aparentemente menguante poder político y económico de Occidente, China se presenta como una alternativa, aunque no es la única porque una serie de potencias medias como India e Irán buscan también marcar su territorio. Sin embargo, el poder económico que Pekín ha amasado gracias a sus capacidades industriales y manufactureras le permiten hoy en día tejer su red de alianzas alrededor del mundo a través de compra de deuda de terceros países, inversiones estratégicas en economías en vías de desarrollo y ahora con el fortalecimiento de su presencia militar en el mundo.
La guerra de Ucrania ha evidenciado el debilitamiento del poder estadounidense en América Latina. Basta con repasar las declaraciones de López Obrador, Petro o Lula para constatar un viraje de las potencias regionales hacia posiciones cada vez más enfrentadas a las estadounidenses. Detrás del apoyo chino a la invasión rusa de Ucrania se esconde la intención de legitimar la invasión de países vecinos para mantener una antigua unidad territorial, con el objetivo de legitimar ante el mundo su política de “una sola China” que busca acabar con la independencia de Taiwán para integrarla dentro del territorio chino. Conviene recordar que el número de países que reconocen a Taiwán como un país independiente ha descendido significativamente en los últimos años; casos relevantes son el de El Salvador, que en 2018 abandonó una larga relación con la isla, y lo mismo ha hecho este año el gobierno hondureño. Este cambio diplomático no es gratuito, de hecho, el gobierno salvadoreño negoció la inversión china en la construcción de un estadio, una biblioteca nacional, proyectos turísticos en la costa y la construcción de un nuevo muelle en el puerto de La Libertad, todo esto a pesar de que la importancia del mercado salvadoreño para China es irrelevante.
Para los gobiernos latinoamericanos, el surgimiento de un nuevo socio diferente a Estados Unidos representa la posibilidad de abandonar los principios de la democracia liberal, entre los que destacan la libertad de prensa, el estado de derecho y el libre mercado. La búsqueda de Xi Jinping de establecer un nuevo orden geopolítico significa el rechazo a las cortes y organizaciones internacionales creadas por Estados Unidos y sus aliados en la posguerra, lo que implica también el rechazo a los Derechos Humanos. Esta es una muy cómoda situación para gobiernos que sistemáticamente violan los derechos de las personas con el fin de garantizar que el liderazgo político no sea contestado.
Esta telaraña, que ha sido cuidadosamente tejida por la potencia asiática, nos ha llevado a un mundo cada vez más inestable. El cortoplacismo de los líderes políticos latinoamericanos ha facilitado el trabajo para China. Hace pocos días The Wall Street Journal publicaba un reportaje sobre como el régimen de Pekín ha utilizado Cuba como base de operaciones para espiar a Estados Unidos, y pocos días después, el mismo medio filtraba negociaciones para establecer una base de entrenamiento sino-cubana en la isla, cocinándose así una situación parecida a la vivida durante la Guerra Fría con la Unión Soviética.
América Latina ha pasado de ser ese patio trasero gobernado por políticos favorables a las disposiciones estadounidenses a estar gobernada por otros prestos a vender barata su soberanía. De cara al futuro, resulta clave para la región contar con la cooperación política y económica de países dispuestos a construir una relación de iguales con los gobiernos latinoamericanos y que contribuyan también a impulsar sociedades libres y democráticas.