Ramiro Pellitero Iglesias, Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
Palabra, Espíritu Santo y misión
Desde la Palabra, por medio del Espíritu Santo, a la misión. Así podrían sintetizarse las enseñanzas del Papa en estas semanas. Hoy esa Palabra sigue actuando, tanto en la liturgia como en la vida cristiana y en la misión de la Iglesia.
Esto se confirma con las intervenciones de Francisco al principio del Sínodo de Amazonia, y con la celebración del día de las misiones en el corazón del “mes misionero”.
Institución del “Domingo de la Palabra de Dios”
Aunque quizá haya pasado un tanto eclipsada por el sínodo de la Amazonia, la carta apostólica “Aperuit illis” (30-IX-2019) –con la que el papa Francisco establece el “Domingo de la Palabra de Dios”– es un paso más en la implantación del Concilio Vaticano II.
Cristo resucitado, especialmente en la liturgia, “abre para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable” (n. 2).
Por ese motivo –la presencia y la acción de Cristo– la tradición cristiana une la “mesa” de la Palabra a la “mesa” de la Eucaristía (cf. Dei Verbum, 21). El Papa exhorta a los pastores para que cuiden la homilía, que se esfuercen en prepararla con la oración personal, la brevedad y la concreción para que la Palabra de Dios alcance los corazones de los que escuchan y dé fruto.
Si bien los libros de la Biblia tienen un innegable fundamento histórico, “la Biblia no es una colección de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación integral –salvación del mal y de la muerte– de la persona” (n. 9). Para alcanzar esa finalidad salvífica, el Espíritu Santo, bajo la guía de la Iglesia, nos abre al sentido espiritual del texto. Así nos libera del riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito sin pasar a su significado, cayendo en una inspiración fundamentalista. El Espíritu Santo transforma la Escritura en Palabra viva de Dios, que tiene un carácter inspirado, dinámico y espiritual (cf. n. 7).
El Concilio explica además que la Palabra de Dios ha asumido nuestro lenguaje humano mediante la Encarnación del Hijo de Dios, en un contexto histórico y cultural determinado y con consecuencias para todos los tiempos y lugares. La Escritura se hace eficaz en quien la escucha, trata de compartirla con otros y hacerla vida. Nos enseña a recibir el amor de Dios y corresponder también con el amor a los demás y con la misericordia (cf. nn. 12-13). Y nos va identificando con Cristo glorioso, como sucedió con María.
“Jesús no vino a traer la brisa de la tarde, sino fuego a la tierra”
En su homilía durante la Misa de apertura del Sínodo sobre la Amazonia (6-X-2019), el Papa animó a los presentes –muchos de ellos obispos- a reavivar el don recibido. Ese don por excelencia, que es el don del Espíritu Santo, que nos hace servidores, como pastores de los fieles, sin buscar nada a cambio. ¿Cómo hacerlo fielmente?
“Jesús no vino a traer la brisa de la tarde, sino fuego a la tierra”. Y por ello es necesario acoger la prudencia audaz del Espíritu Santo, venciendo las inercias, las rutinas y los miedos; pues la prudencia no significa indecisión ni actitud defensiva, sino, al contrario, discernimiento para servir con sabiduría y sensibilidad a la novedad del Espíritu.
¿Cómo es este fuego del amor de Dios? Explicó Francisco que se trata de un fuego que ilumina, calienta y da unidad a la vez que diversidad y vida, pero no quema ni destruye. La evangelización no se compagina con los intereses propios, con las propias ideas o las del propio grupo cuando intentan imponerse para uniformarlo todo y a todos.
La clave –apuntó- es el testimonio y el anuncio del Evangelio: “El anuncio del Evangelio es el criterio príncipe para la vida de la Iglesia: es su misión, su identidad”. Y anunciar el Evangelio es “vivir la entrega, es dar testimonio a fondo, es hacerse todo para todos (cfr. 1Co 9,22), es amar hasta el martirio”.
Para ello es preciso permanecer en el amor humilde, sabiendo que el único modo de poseer de verdad la vida es perderla por amor. Así lo vemos mirando a Jesús crucificado. Y así lo han vivido muchos hermanos nuestros misioneros en Amazonia, que han gastado su vida y lo siguen haciendo, y necesitan que caminemos con ellos.
Al día siguiente, en el saludo previo (7-X-2019) al comienzo de los trabajos del sínodo sobre la Amazonia, en cuyo lema se expresa su objetivo: “Nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral”, Francisco se ha referido a cuatro dimensiones de este sínodo, que podrían serlo también de otros: dimensión pastoral, dimensión cultural, dimensión social y dimensión ecológica.
La dimensión pastoral o evangelizadora –afirmó– es la esencial y la más abarcante. El Papa la describe así: un mirar la realidad de la Amazonia con corazón cristiano y ojos de discípulo, porque no existen miradas o hermenéuticas neutras, y nuestra “opción previa” es la de discípulos y misioneros. Cabe recordar que esta mirada a la realidad con ojos de discípulos misioneros –cristianos evangelizadores- fue ya la clave del documento de Aparecida.
Luego vienen las otras dimensiones: cultural, social y ecológica. Miramos la realidad de esos pueblos “respetando su historia, sus culturas, su estilo del buen vivir”, su propia identidad y sabiduría. Esto es, sin reducir su idiosincrasia, sin establecer distancias, sin proponer medidas simplemente pragmáticas, sino partiendo de la contemplación y de la admiración ante muchas cosas verdaderas y buenas que poseen y pueden enseñarnos.
Como en ocasiones similares, Francisco invitaba a la oración y a la reflexión, al diálogo y a la escucha, a la humildad, la valentía y la fraternidad, al discernimiento como método del proceso sinodal, a la sabiduría, el servicio y la comunicación.
En el corazón del mes misionero
El día 20 de octubre se celebró el Domingo de las misiones. Se cumplían 100 años de la Carta apostólica Maximum illud de Benedicto XV, con la que este Papa deseaba dar un fuerte impulso a las misiones.
En el mensaje que Francisco había enviado para ese día afirmaba: “Una Iglesia en salida hasta los últimos confines exige una conversión misionera constante y permanente”. Esto no afecta solamente a los que en la Iglesia tienen el encargo oficial de misioneros, sino a todos los cristianos: “Cada uno de nosotros es una misión en el mundo porque es fruto del amor de Dios”. Y la realizamos ofreciendo la salvación cristiana en el respeto de la libertad personal de cada uno, y en diálogo con las culturas y las religiones de los pueblos.
En este día Francisco escogió, para su homilía, la imagen bíblica de la montaña, como lugar de grandes encuentros entre Dios y el hombre. Así es desde el Antiguo Testamento (Isaías, Sinaí, el monte Carmelo) y se manifiesta con Jesús (el monte Tabor, el monte de los Olivos, el Calvario, etc.)
El monte nos acerca a Dios y a los demás, aunque subir nos cueste esfuerzo. Nos eleva para darnos más perspectiva y mostrarnos más belleza, para que podamos descubrir lo que más cuenta. “¿Qué es lo que cuenta para mí en la vida? ¿Cuáles son las cumbres que deseo alcanzar?”
Para subir es necesario andar ligero. Para anunciar es preciso renunciar, “renunciar a muchas cosas materiales que empequeñecen el corazón, nos hacen indiferentes y nos encierran en nosotros mismos”. Desde ahí siguen las preguntas: “Cómo es mi subida? ¿Sé renunciar a los equipajes pesados e inútiles de la mundanidad para subir al monte del Señor?
En eso consiste la misión cristiana: llevar aire puro, altitud, alegría y paz a todos: “testimoniar, bendecir, consolar, levantar, transmitir la belleza de Jesús”. Esa es la propuesta que nos hace Francisco en nombre de Jesús: “Ve con amor hacia todos, porque tu vida es una misión preciosa: no es un peso que soportar, sino un don para ofrecer”.
También a todos nos preguntaba a la hora del Angelus: “¿Rezo por los misioneros? ¿Rezo por los que van lejos para llevar la Palabra de Dios con el testimonio?”