Ramiro Pellitero Iglesias, Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
Evangelización e inculturación en la familia de Dios
Cuatro audiencias generales, un importante discurso del Papa sobre la formación de los laicos y la celebración de la tercera Jornada Mundial de los Pobres, aportan elementos abundantes para destacar dentro del magisterio de Francisco. En el próximo número de la revista nos referiremos a sus enseñanzas durante el viaje pastoral a Tailandia y Japón.
Evangelización, inculturación y familias cristianas
El miércoles, 23 de octubre, el Papa presentó la misión de Pablo y Barnabé y el concilio de Jerusalén (cf. Hch 14, 27), como modelo para el impulso actual a la evangelización y la sinodalidad.
Todo el libro de los Hechos “narra el largo viaje de la Palabra de Dios”, que debe ser anunciada por todas partes. El viaje comienza como consecuencia de una fuerte persecución (cf. Hch 11, 19), que se convierte en una oportunidad para que la Iglesia “en salida” esparciera la Palabra de Dios por todas partes, para que todos puedan entrar en su espacio.
También por eso “las iglesias deben tener siempre las puertas abiertas porque ese es el símbolo de lo que es una Iglesia: siempre abierta”.
Y su apertura a los gentiles suscitó el primer Concilio de Jerusalén, mostrando que “el método eclesial para la resolución de los conflictos se basa en el diálogo hecho de escucha atenta y paciente y en el discernimiento hecho a la luz del Espíritu”, enseñando a comprender y practicar la sinodalidad.
El miércoles siguiente (30 de octubre) Francisco destacó el protagonismo del Espíritu Santo como promotor de la llegada de la fe a Europa (cf. Hch 16, 9). A través de Macedonia, san Pablo llega a Filipos, donde comienza el proceso de la inculturación en Europa. Primero la conversión y el bautismo de Lidia y de su familia, y luego –por haber exorcizado a una esclava explotada por sus amos– el encarcelamiento de Pablo y de Silas que conduce providencialmente a la conversión del carcelero también con su familia, muestran el protagonismo del Espíritu Santo en la misión, precisamente a través de las familias.
En la misma línea la audiencia general del 6 de noviembre evocó la predicación de san Pablo en el Areópago (cf. Hch 17, 23) como ejemplo de inculturación de la fe en Atenas.
Pablo observa aquella cultura y ambiente, no con indiferencia o desprecio, sino con “mirada contemplativa”, con ojos de fe. Y se convierte en “pontífice”, constructor de puentes (cf. Homilía en Santa Marta, 8-V-2013) con aquella cultura, de modo que un hombre y una mujer –Dionisio y Dámaris– se sienten removidos y se convierten al Señor.
Finalmente, el 13 de noviembre, se refirió a la hospitalidad que encuentra san Pablo en la casa de Aquila y Priscila como “Iglesia doméstica”, lugar donde “vivir la comunión y ofrecer el culto de la vida vivida con fe, esperanza y caridad”. Y pidió a los matrimonios cristianos que, como Aquila y Priscila, “abran las puertas de sus corazones a Cristo y a sus hermanos y hermanas y transformen sus hogares en iglesias domésticas”.
Formar a los laicos desde el corazón de la Iglesia madre
El 16 de noviembre el Papa dirigió un discurso a la primera Asamblea Plenaria del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida. Se centró en dos imágenes: “sentir con el corazón de la Iglesia” y “tener una mirada de hermanos”.
Para sentir con el corazón de la Iglesia, animó a los miembros y consultores de ese Dicasterio, en primer lugar, a superar una perspectiva meramente local, para asumir cada vez más la catolicidad de la Iglesia, es decir, una visión magnánima y universal. Además de valorar las propias experiencias y competencias, es preciso ir más allá de ese contexto y ponerse en la situación de la “Iglesia madre”, que siempre busca la concordia y la colaboración entre sus hijos, su crecimiento y madurez, junto con la custodia de la tradición viva de la familia, y la respuesta a los desafíos actuales con vistas al futuro.
Para mantener una mirada de hermanos, les exhortó a promover –en la formación de los fieles laicos– el encuentro con Cristo en la oración y la vida sacramental, así como el acompañamiento personal, también el realizado con la ayuda de los laicos mismos.
Les animó a “empatizar con aquellos cristianos que viven experiencias diferentes a las vuestras”: como los que tienen pocas oportunidades de formación, viven en contextos multi-religiosos, o cultivan exclusivamente la religiosidad popular o la oración en familia. También les señaló que debían realizar su tarea de modo creativo y realista, teniendo en cuenta que la finalidad de la formación de los laicos es ayudarles a “vivir con alegría, convicción y fidelidad la pertenencia a Cristo, siendo discípulos misioneros, protagonistas en la promoción de la vida, en la defensa de la recta razón, de la justicia, de la paz, de la libertad, al favorecer la sana convivencia entre los pueblos y culturas”.
Finalmente, subrayó el Papa la importancia de la mujer en la Iglesia, “más allá” de la funcionalidad, es decir, de las cuestiones de la organización eclesial, por importantes que estas sean. “La mujer –observó Francisco– es la imagen de la Iglesia madre, porque la Iglesia es mujer; no es ‘el’ Iglesia, es ‘la’ Iglesia. La Iglesia es madre. (...) Es ese principio mariano propio de la mujer; una mujer en la Iglesia es la imagen de la Iglesia esposa y de la Virgen”.
De esta manera perfilaba Francisco el papel de la mujer en el horizonte señalado ya por san Juan Pablo II desde el modelo de María: el hecho de que a la mujer se le confía especialmente la persona humana, como mujer, madre y esposa, en la Iglesia y en el mundo.
Los pobres: “porteros del Cielo”
La tercera Jornada Mundial de los Pobres se celebró el domingo 17 de noviembre. En su homilía Francisco fijó su mirada en las “realidades últimas” que nos abren a la vida eterna. No hemos de quedarnos aprisionados por las “cosas penúltimas” de nuestra vida en la tierra. Es necesario vencer la tentación de la prisa, que nos cambia el “para siempre” por el “ahora mismo”. Así nos quedamos en las nubes que pasan y perdemos de vista el cielo, sin tiempo para Dios ni para los hermanos que viven a nuestro lado. Como antídoto, propuso la perseverancia: fijar los ojos en lo que no pasa: Dios y el prójimo.
Un segundo engaño es la tentación del yo, que conduce a los caprichos y al egoísmo, al fingimiento y a la hipocresía. En cambio, el cristiano debe preguntarse: “¿Ayudo a alguien de quien no podré recibir? Yo, cristiano, ¿tengo al menos un pobre como amigo?”
Y exclamaba el Papa: “¡Qué hermoso sería si los pobres ocuparan en nuestro corazón el lugar que tienen en el corazón de Dios!”
Enlazando con la perspectiva de la vida eterna, observaba: “Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús, comprendemos qué es lo que permanece y qué es lo que pasa”.
En medio de las cosas que pasan, Jesús quiere recordarnos hoy la verdaderamente última, la que quedará para siempre:
“Es el amor, porque «Dios es amor» (1Jn 4,8), y el pobre que pide mi amor me lleva directamente a Él”.
Y concluía Francisco: “Los pobres nos facilitan el acceso al cielo; por eso el sentido de la fe del Pueblo de Dios los ha visto como los porteros del cielo. Ya desde ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la Iglesia, porque nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une cielo y tierra, y por la que verdaderamente vale la pena vivir: el amor”.
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En suma, la evangelización y la inculturación se realizan al ritmo del crecimiento de la familia de Dios, hacia fuera y hacia dentro. Y en ese crecimiento hoy hemos de prestar una atención especial, de un lado, a los fieles laicos, que son la mayoría del pueblo santo de Dios, responsables directos de la transformación del mundo en la línea de la paz y la convivencia. Al mismo tiempo atender a los pobres, porque nos sitúan precisamente ante la realidad del amor, que es el centro y a la vez el horizonte de la vida auténticamente cristiana.