Miguel Brugarolas, Profesor de Teología Sistemática de la Universidad de Navarra
¿Dónde se debaten los intelectuales cristianos?
Desde hace unas semanas está suscitando notable interés un debate que han abierto dos filósofos y columnistas Diego S. Garrocho y Miguel Ángel Quintana Paz y al que se han ido sumando muchas voces. ¿Dónde están los intelectuales cristianos, o dónde están “escondidos” esos intelectuales? Garrocho atestigua de modo difícilmente rebatible que “en la guerra por el relato hoy concurren todas las sensibilidades… están todos, absolutamente todos, en un ejercicio de afinación sinfónica, todos menos la intelectualidad cristiana”. Quintana Paz coincide con él en que ya nadie esgrime en público el valor filosófico, sapiencial o moral del Evangelio de Juan, el Eclesiastés o las cartas de San Pablo. Lo que él se pregunta —aunque tiene más de aguijón que de pregunta— es si de veras se están empleando los “enormes recursos” con que cuenta la Iglesia en el ámbito de la comunicación y de la educación, de modo que sea posible “ir bien pertrechados a la guerra intelectual”.
Lo primero que habría que tratar de aclarar es a qué nos referimos cuando hablamos del espacio público en el que la voz de la intelectualidad cristiana no se escucha. ¿Cuál es ese ámbito en el que se está librando la batalla cultural? Y no sólo cuál es el tablero de juego, sino también ¿cuáles son sus reglas. Podría ser que los cristianos estén desaparecidos, como se deduce del artículo de Garrocho, o escondidos como piensa Quintana Paz; pero también podría ser que los cristianos estén librando la batalla en otro tablero, o que las reglas convenidas para el juego no les permitan jugar sus bazas.
Que la plaza de la sociedad contemporánea, al menos en Europa, está caracterizada por la racionalidad postilustrada, resulta algo evidente a todas luces. En qué consiste esta racionalidad ya es otra cuestión. Para no alargarnos, podríamos aducir, por ser muy conocido, lo que dice Alasdair MacIntyre: a la mentalidad postilustrada no le interesa la verdad o el bien, sino las reglas de aprobación o reprobación y los sistemas de poder. Vivimos una época disfrazada de diagnóstico científico y social, pero en lo profundo esencialmente ideológica y anticultural. Quizá es Ratzinger uno de los que mejor lo ha sabido explicar. Cuando la relación de las cosas con la verdad ya no importa (llámese relativismo, postverdad o como se quiera), se acaba imponiendo otra relación: la de las cosas con el poder. Al principio, disimuladamente, bajo una ilusión de libertad, más tarde, con el carácter grosero con el que hoy se impone el pensamiento único. De modo elocuente, en alguno de sus últimos escritos, Ratzinger ya no habla de la “dictadura del relativismo”, sino de la “dictadura del tiempo presente”. Si no hay verdad, las distintas verdades no valen lo mismo; la que vale de verdad es la del poderoso. Por eso, la racionalidad hoy imperante no ha sido capaz de superar a Nietzsche; y por eso también, aludiendo a Erick Peterson, el monoteísmo seguirá siendo un problema político.
Este es, a mi juicio, el tablero de juego. Todo lo cristiano, o queda absorbido como un elemento más de la racionalidad postilustrada, o queda excluido del todo. Viene a la memoria el caso de Porfirio, que es el de un intelectual alineado con el poder. Hizo todo lo que pudo para combatir el cristianismo (entre otras cosas participó en el consilium principis tras el cual Diocleciano desató su terrible persecución), porque la pretensión cristiana de una verdad universal le resultaba inaceptable. Era preciso hacer de Jesucristo uno más de entre los dioses del imperio, absorberlo en las reglas marcadas por el helenismo ya entonces decadente, o eliminarlo por completo de la sociedad. Es verdad que han pasado muchos siglos, pero también ahora se exige al cristiano aceptar las reglas de la nueva (ir)racionalidad, en este caso no helénica sino postilustrada, o abandonar el espacio social que ocupa y quedar encerrado en el recinto de lo privado. Estos son el tablero y las reglas del juego, el mundo, aquel del que el Evangelio de Juan dice que Jesús encomendó al Padre: “No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno… que los santifiques en la verdad” (Jn 17,15-17).
Y los cristianos, a todo esto, ¿qué dicen? En el siglo XX, la teología católica ha redescubierto el sentido de estos versículos joánicos, leyéndolos a la luz de la llamada universal a la santidad y de una positiva teología del mundo. El cristiano se encuentra ante la misión de transformar las realidades humanas desde dentro para devolverles su genuina orientación hacia Dios. Ahora bien, por seguir con la misma comparación, ¿cuáles son las bazas con las que los cristianos pueden jugar esta partida?
La escritora Natalia Sanmartín Fenollera ha apuntado que, en este debate, no contamos únicamente con intelectuales contemporáneos, sino con “siglos de pensamiento donde elegir”. Quien no sabe historia no sabe nada, repetía machaconamente uno de mis maestros. Ciertamente es posible aprender de lo que hicieron en la Antigüedad quienes se defendieron de la intelectualidad asociada con el poder (antes he aludido a Porfirio… pero ejemplos no faltan). Grandes pensadores como Orígenes o Gregorio de Nisa identificaron muy bien cuáles eran los “enormes recursos” que poseían para la construcción de una cultura cristiana: la absoluta primacía de Dios y la relación con Jesucristo que, como ese fermento en la masa, toma todo lo humano y lo transforma. Los cristianos de los primeros siglos estaban desprovistos de los recursos materiales que Quintana Paz ve imperdonablemente dilapidados. Y, sin embargo, eran conscientes de poseer la única riqueza estrictamente necesaria para construir una cultura cristiana: la fe que fecunda la inteligencia y la caridad, el amor en vertical hacia Dios, del que nace el amor en horizontal hacia los hermanos. No malbarataron sus fuerzas tratando de ganarse el favor o el resguardo de los poderosos, no buscaron a cualquier precio acomodar sus convicciones a los dogmas de la época.
Los cristianos de los primeros tiempos (como tantísimos otros) jugaron muy bien sus bazas “puertas adentro”, por utilizar la expresión de José María Torralba en su diagnóstico del problema; lograron ser personas de hondísimas convicciones. Poseían una inquebrantable comprensión teológica del mundo y del hombre. Tenían claro que, si el hombre excluye lo trascendente, se ve abocado a hacerse un dios a la medida humana, y esto comporta despreciar al hombre en su más alta capacidad y posibilidad. Con estos recursos (¿enormes, exiguos?) construyeron puertas afuera una civilización cristiana. Su principal riqueza no estaba en los medios materiales, sino en la altura y profundidad de su ser cristiano. Por eso pudieron, sin despreciar nada de lo humano, mostrar al mundo con eficacia la sabiduría encerrada en la Escritura, la hermosísima coherencia de la fe cristiana y el sentido que todas las cosas humanas adquieren a la luz de Jesucristo.
Mons. Luis Argüello, Secretario de la CEE, ha expresado el deseo de que este debate sirva de revulsivo, de interpelación. La pregunta quizá no sea entonces dónde están los intelectuales cristianos, qué espacios ocupan, sino qué medios estamos poniendo para que lo sean de verdad. Instituciones educativas que, preocupadas por ocupar espacios en los rankings y por su presencia en las agencias de reputación, descuidan su alma. Diócesis que, por llegar a todas las parroquias esparcidas geográficamente por la España vaciada, olvidan la gran parroquia de la cultura y de la formación intelectual. Programas de enseñanza de la fe y de la teología —a todos los niveles— que acaban reconvertidos en planes de estudios descafeinados, incapaces de poner en vibración la vida espiritual de estudiantes y profesores. Es momento de repensar estas cosas, es tiempo de jugar nuestras bazas, las que son más auténticamente nuestras y que el mundo (en el sentido que le da Juan) no puede arrebatarnos.