02/01/2023
Publicado en
La Razón
José Bernal Pascual |
Profesor en la Facultad de Derecho Canónico
En torno al año 2000, y con mayor intensidad en el año 2002, muchos medios de comunicación dieron a conocer abundantes casos de supuestos abusos de menores por parte de sacerdotes u otros ministros de la Iglesia Católica de los Estados Unidos. Se dio noticia de miles de denuncias y se aseguraba que la cantidad de menores que habían padecido este tipo de traumas era muy alta. Durante el periodo que va desde 1950 a 2002, 4.392 sacerdotes fueron acusados de estar envueltos en sucesos de abusos sexuales a menores. El 78 por ciento de las víctimas tenían edades comprendidas entre los 11 y los 18 años. Con el tiempo se descubrió que algo semejante había sucedido en Irlanda, Alemania, Malta y otros países. Es difícil imaginar una crisis peor en la Iglesia, por la perversidad de las conductas implicadas. La toma de conciencia de lo sucedido por parte de los fieles de la Iglesia Católica supuso una auténtica pesadilla. Benedicto XVI, tanto como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe como Romano Pontífice, afrontó el problema con firmeza.
Una de las primeras preocupaciones de Benedicto XVI, claramente manifestada en el mes de febrero de 1988, fue una cuestión de principios. Muchos de esos clérigos abusadores abandonaban el estado clerical mediante medidas de gracia, a través de la dispensa de sus obligaciones sacerdotales. Pero sin un justo proceso penal que concluyera con el castigo de los culpables, no se restablecía la justicia gravemente violada, con el daño que eso suponía para las víctimas y la Iglesia en su conjunto. Esta fue una de las primeras reclamaciones de Ratzinger, que entonces estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En este contexto se sitúan las palabras que Benedicto XVI dirigió a los sacerdotes de Irlanda que habían cometido tales crímenes: “Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos” (Carta a los católicos de Irlanda, año 2010, nº 7).
Para hacer efectiva la tutela de las víctimas y del bien común de la Iglesia, el papa alemán debía dar respuesta a dos inquietantes problemas. Los verdaderos responsables de perseguir y castigar tales conductas eran los obispos de las diócesis, a los que el Código de Derecho Canónico concedía un amplio ámbito de discreción a la hora de tratar tales casos. Una de las facetas más dramáticas de la crisis fue la inhibición o las malas prácticas de gobierno de muchos obispos. Ante repetidas denuncias de los fieles, en ocasiones se limitaban a trasladar de parroquias a los sacerdotes ofensores o a someterlos a programas de rehabilitación clínica de dudosa eficacia. El resultado era frecuentemente, por desgracia, que los abusos volvían a repetirse. Les decía a los obispos de Irlanda en el año 2010: “No se puede negar que algunos de vosotros y de vuestros predecesores habéis fallado, a veces gravemente, a la hora de aplicar las normas, codificadas desde hace largo tiempo, del derecho canónico sobre los delitos de abusos de niños. Se han cometido graves errores en la respuesta a las acusaciones” (Carta a los católicos de Irlanda, nº 11).
Por otra parte, Benedicto XVI vio muy clara la necesidad de establecer procedimientos más sencillos y eficaces para tratar contundentemente estos delitos. Había que respetar el derecho de defensa de los acusados, pero de un modo equilibrado que hiciera posible, a su vez, la verdadera tutela de las víctimas y el bien común.
Todo lo anterior exigía necesariamente importantes reformas en el Derecho de la Iglesia. Y empezaron a sucederse con rapidez. El 28 de junio de 1988 Juan Pablo II promulgó la Const. Ap. Pastor Bonus, por la que se reorganizaba la Curia Romana, órgano central que ayuda al Romano Pontífice en el gobierno de la Iglesia Universal. Por iniciativa de Ratzinger se introdujo en este documento una norma, en su artículo 52, que reservaba a la competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe los delitos más graves contra la moral. Así se posibilitaba a esa Congregación actuar prontamente en esos casos. Posteriormente, y para garantizar el efectivo y pleno cumplimiento a la disposición del citado artículo 52, promulgó el Motu Propio “Sacramentorun Sanctitatis Tutela”, de 2001. Se delimitó esa categoría de delitos al cometido contra el sexto mandamiento del Decálogo por un clérigo con un menor de 18 años. Ese documento fue revisado en el año 2010, equiparándose al menor la persona que habitualmente tiene un uso imperfecto de razón (piénsese, por ejemplo, en personas de edad biológica más o menos avanzada, pero con una grave disfunción mental) e incluyéndose otra figura delictiva: la adquisición, retención o divulgación de imágenes pornográficas de menores de 14 años. En todos los supuestos se preveía el castigo más severo, la expulsión del estado clerical del clérigo condenado, aparte del resarcimiento de los daños producidos a las víctimas. En las normas procedimentales se introdujeron modificaciones para garantizar y agilizar el castigo de tales comportamientos.
Como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, promovió la elaboración y promulgación de una serie de facultades especiales para perseguir y castigar una serie de delitos, expresión de conductas gravemente inmorales por parte de clérigos, en territorios de misión. Esto era importante, pues los territorios de misión suponen un porcentaje elevado del orbe católico. Dado que se trataba de comunidades eclesiales en un estado de desarrollo más bien embrionario, apenas disponían de medios y personal adecuados para tratar esos crímenes. Estas normas aportaron los instrumentos imprescindibles para llevar a cabo esa tarea. Una vez elevado a la Cátedra de San Pedro, Benedicto XVI confirmó tales facultades especiales y las amplió. Algo semejante se podría decir de otras facultades especiales concedidas a la Congregación para el Clero, del año 2009.
A estas medidas de carácter penal hay que añadir otras de tipo disciplinar y pastoral, y, desde luego, una especial solicitud por las víctimas. El Papa Benedicto se reunió y escuchó a muchos que habían padecido tales maltratos. Lloró con ellos y les pidió perdón en nombre de toda la Iglesia. Podemos decir que el enorme esfuerzo realizado por Benedicto XVI ha acabado por controlar el problema, haciendo posible pensar hoy en su erradicación.