Publicador de contenidos

Volver opinion_2023_01_02_tres_encuentros

Tres encuentros con Joseph Ratzinger

02/01/2023

Publicado en

Francisco Varo |

Profesor del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea

El 11 de febrero de 2013 el papa Benedicto XVI anunció su renuncia al Pontificado, que se hizo efectiva el 28 de febrero de ese mismo año, convirtiéndose así en el primer papa en renunciar en 598 años de historia. Desde entonces llevó una vida retirada de oración en el Monasterio Mater Ecclesiae, dentro los muros de la Ciudad del Vaticano.

Su reciente fallecimiento evocó en mi memoria la tarde del 19 de abril de 2005 en la que pudimos recibir a través de la televisión la primera bendición apostólica del hasta pocas horas antes Cardenal Joseph Ratzinger. Su elección me impresionó de modo singular, ya que era la primera vez que el nombramiento de Obispo de Roma recaía en alguien a quien había conocido personalmente con anterioridad.

A los pontífices anteriores, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y también Juan Pablo II, que son aquellos de los que tengo memoria (cuando murió Pío XII yo acababa de cumplir los tres años, y no me acuerdo) siempre los conocí como “el Papa”, pues no era consciente de haberlos visto ni en foto antes de su elección. Esta vez era muy distinto. Aquel hombre de talla media, un poco tímido en primera impresión, muy atento y delicado en el trato, inteligente y cordial contertulio, era desde entonces el Santo Padre.  Nunca había tenido antes la experiencia de que fuese Papa alguien con quien había charlado en un pasillo entre ponencia y ponencia de un congreso, o con quien había compartido sobremesa en la cafetería de una universidad.

Me lo presentaron en el vestíbulo de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra el 1 de febrero de 1998. Se interesó por mi trabajo. Le dije que me dedicaba a la Sagrada Escritura y comenzamos a charlar de pie, en una conversación improvisada, a la que se fueron sumando otras personas, sobre la traducción de la Biblia en la que estaba trabajando en esos momentos. Fue un cambio de impresiones lleno de cordialidad y buen humor. Desde allí nos dirigimos a un aula en la que mantendría un coloquio informal con los profesores de la Facultad. Llamaba la atención su capacidad para escuchar y hacerse cargo de las opiniones manifestadas por sus interlocutores sobre las cuestiones que iban saliendo en el diálogo, donde hubo un fuerte intercambio de ideas con gran espíritu de apertura.

Durante los días que pasó en Pamplona vivió como un universitario más en el Colegio Mayor Belagua. Conversó con muchos estudiantes y con profesores. Tenía ganas de hablar y saber de primera mano qué pensaban, qué inquietudes tenían o qué problemas se planteaban esas chicas y chicos jóvenes durante unos años decisivos de su vida. Bastaba escuchar sus palabras para percibir su aguda la percepción de la realidad, y su apertura a la verdad libre de prejuicios. Un universitario cabal. Pero nada teórico ni lejano a lo que sucede. Al contrario, bien atento a los más intereses y problemas de las personas. También quiso abrir un hueco en su agenda de actividades para visitar a los enfermos de la Clínica Universidad de Navarra, interesándose por ellos y llevándoles el consuelo del afecto y la oración.

El discurso que pronunció en el Aula Magna con motivo de su nombramiento como doctor honoris causa fue una obra maestra de concisión y claridad, con un exquisito rigor académico y una pizca de ironía: ¿Cómo puede una universidad, que es un lugar donde se cultiva la ciencia, otorgar una distinción al “inquisidor”? dijo bromeando, en alusión a los calificativos con los que algunos se despachaban al hablar de su cargo de prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe.

La segunda ocasión en que coincidí con Joseph Ratzinger fue el 16 de febrero del año 2000 en Madrid, con motivo de un Congreso sobre la Encíclica “Fides et ratio” organizado por la Facultad de Teología “San Dámaso”. También en aquel momento, en un contexto muy solemne, era patente su sencillez, cercanía y a la vez claridad para expresar su pensamiento de modo adecuado y amable. Recuerdo que entonces le escuché un ejemplo que muchas veces me ha dado que pensar. Trajo a colación el mito platónico de Thot, el “padre de las letras” y el “dios del tiempo”, que visitó al rey egipcio Thamus de Tebas. Instruyó al soberano sobre diversas artes inventadas por él, y especialmente sobre el arte de escribir. Ponderando su propio invento, dijo al rey: “Este conocimiento, oh rey, hará a los egipcios más sabios y vigorizará su memoria; es el elixir de la memoria y de la sabiduría”. Pero el rey no se dejó impresionar porque preveía el efecto contrario: “Esto producirá olvido en las almas de los que lo aprendan por descuidar el ejercicio de la memoria, ya que ahora, fiándose a la escritura exterior, recordarán de un modo externo; no desde su propio interior y desde sí mismos”. En efecto, vino a decir, no es cuestión de acumular información, sino de estar atentos a la verdad y asimilarla para vivir conforme a ella. Si el hombre prescinde de la verdad, entonces ya sólo puede dominar sobre él lo arbitrario, y esto a la larga es destructivo para el propio ser humano. Por eso es un deber de la humanidad proteger al hombre contra la dictadura de lo coyuntural convertido en absoluto y devolverle su dignidad.

De algún modo, pienso que ahí se retrata también algo de su personalidad. Es un hombre muy culto y erudito, pero lo que realmente le importa es la verdad. Frente a dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas, Ratzinger mantiene que hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de las interpretaciones, sino que puede y debe interesarse por la realidad. Si el primer encuentro con él en Pamplona me dejó la huella de su sencillez, simpatía y profunda humanidad, el simposio de Madrid me mostró al Ratzinger pensador audaz que busca soluciones hondas y coherentes, verdaderas, a los problemas que hoy afligen al hombre.

La tercera vez fue pocos días después, el 27 de febrero, en Roma. En esa ocasión se trataba de un Congreso que reunía en el Vaticano a un centenar de teólogos de todo el mundo para estudiar juntos el modo en que se habían ido poniendo en práctica las enseñanzas y orientaciones del Concilio Vaticano II desde su terminación hasta el año 2000. El Cardenal Ratzinger trató largamente acerca de la Constitución Dogmática Lumen gentium acerca de la Iglesia. Allí dejó caer un comentario bien significativo. Se trata del documento del Concilio sobre el que más se ha escrito, especialmente acerca de la constitución misma de la Iglesia, de la misión de los laicos, de los sacerdotes, de los obispos y del Romano Pontífice, así como de las relaciones entre Iglesia universal e Iglesias particulares. Reconociendo el gran interés teológico que tiene la reflexión en la Iglesia acerca de sí misma, se preguntó si en estos momentos no sería más importante fijarse en la primera frase de ese documento, tal vez la menos desarrollada en los años del post-concilio: Lumen gentium cum sit Christus… (Puesto que Cristo es luz de las gentes…). Es decir, ¿en vez de mirar hacia adentro para debatir quién manda o puede mandar en la Iglesia, o para defender las propias cuotas de poder, por qué no miramos más a ese mundo que tenemos por delante para llevarle esa luz que necesita para iluminar sus caminos, esa luz que es Cristo? Ese es el tesoro que la Iglesia puede aportar hoy a la humanidad: dar a conocer a Jesucristo, el Hijo de Dios, verdadero hombre.

A la ya rica personalidad que había ido conociendo en las anteriores ocasiones, el encuentro de Roma me permitió añadir los rasgos de un hombre de comunión, que no separa ni disgrega sino que integra, ayudando a superar las diferencias para redescubrir lo verdaderamente importante para un cristiano, que es tener la mirada puesta en Jesús, de modo que nos anime la santa inquietud de llevar a todos el don de la fe y de la amistad con Cristo.

Han pasado muchos años, pero es imborrable la huella que deja la cercanía, aunque sea breve, casi instantánea, de un hombre de Dios. Muchos otros tendrán más detalles que rememorar y agradecer. Pero, en mi caso, el paso de los años sólo ha servido para que valore y aprecie mejor esos tres breves encuentros, que me dejaron poso innegable.