Josep-Ignasi Saranyana , Profesor de Teología, Universidad de Navarra
Hacia una reforma
Juan José Tamayo critica con acidez a Juan Pablo II y a Benedicto XVI, sobre todo a este, acusándolos de haber "secuestrado" el concilio Vaticano II. Su artículo, publicado en El País,ha tenido amplio ecoy no puede ignorarse. El ensayo se apoya, además, en el manifiesto de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, difundido por el mismo diario. Ambos textos se erigen en agoreros de la verdad, frente a la Gran Iglesia, parangonando una expresión grata a los patrólogos, o ante la Gran Tradición, como dicen los historiadores de la teología, aunque no sean lo mismo una que otra.
Es indiscutible que estamos en un momento de sobresaltos, provocados por hechos condenables, aireados profusamente por los medios. La fotografía de la Iglesia, ahora más que nunca, muestra que ésta se compone de pecadores, cuyos pecados son, a veces, más patentes. Aquí yace justamente el misterio y el milagro: que durante dos mil años esa misma Iglesia, "oscura pero hermosa" (como dice el Cantar), compuesta por pecadores, ha sido camino de salvación para los pecadores (que todos lo somos, porque nadie es santo sino después de morir, si es que lo es).
La discusión no versa tanto sobre talo cual comportamiento (habrá que tomar medidas para que no se repitan los crímenes denunciados y para se aplique la ley con todo el rigor), sino sobre la interpretación del Vaticano II, como bien lo ha entendido Tamayo.
Juan Pablo II dijo que la recepción del concilio era su gran objetivo pastoral para el siglo XXI. Benedicto XVI ha subrayado, además, que todo depende de su correcta comprensión. Por eso mismo, nadie puede arrogarse la exclusividad de su exégesis: ninguna asociación ni nadie en particular. Es preciso admitir que toda la Iglesia, en comunión con el Papa, tiene mucho que decir. Y no por respeto a las mayorías, sino porque el Espíritu se manifiesta en el sensus fidelium,o sea, en esa intuición de la verdad que radica en el pueblo fiel, cuando acuerda con el Papa.