Gerardo Castillo Ceballos, Profesor emérito de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra.
La agonía del liderazgo
Nunca se habló tanto de liderazgo como hoy y nunca hubo tanta carencia de auténticos líderes, sobre todo en el ámbito de la política. No encontramos ya líderes con la estatura intelectual y moral de Konrad Adenauer, Golda Meir o Winston Churchill. Con mucha frecuencia se llama líder a cualquiera que tenga poder, con independencia de cómo lo haya conseguido y de cómo lo use. Las recientes elecciones de mayo en España confirman una decadencia del liderazgo que se inició en Europa hace un siglo, con la crisis social de valores del posmodernismo. En ella lo consistente es sustituido por lo banal. Uno de sus «logros» sería la emergencia del hombre light o provisorio. El posmodernismo es una cultura decadente que provoca en el hombre la pérdida de convicciones y la desconfianza en la razón. Esto aclara por qué la mayoría de la gente ya no vota «a favor de», eligiendo racionalmente una ideología determinada, sino «en contra de», desahogando emocionalmente sus frustraciones.
Con el posmodernismo la «sociedad del bienestar» aspiró a sustituir a la «sociedad del bien ser». La «vida buena», conforme a la virtud, fue postergada en beneficio de la «buena vida». A esta última se le atribuyó nada menos que la felicidad, una felicidad que se podía comprar y vender. La inversión de valores impregnó de pragmatismo a la sociedad; en ella el valor supremo o el único sería lo útil. Se consideró que si algo es valioso y bueno es sólo en lo que tiene de útil. Desde la mentalidad pragmática o utilitarista lo único que importa es conseguir resultados prácticos y satisfacer necesidades materiales. Ese planteamiento ahogaría los grandes ideales.
De una cultura decadente sólo se podía esperar una cultura del liderazgo decadente, la que hoy sigue vigente. A falta de una visión estable de valores y de convicciones personales que sirvan de referencia a los gobernados, los líderes adaptan su mensaje a lo que anuncian en cada ocasión las encuestas. Esta falta de coherencia no era tan frecuente en el pasado: Drucker señala que los líderes por él observados se sometían a la «prueba del espejo», una autoevaluación con la que comprobaban si la persona que veían en el espejo por la mañana era la clase de persona que querían ser. Así se fortalecían contra una de las mayores tentaciones del líder: hacer lo que goza de la aprobación general en lugar de lo que es correcto.
Uno de esos líderes que se autoevaluaban ante el espejo fue Winston Churchill. En mayo de 1940 Europa seguía retrocediendo ante el imparable avance alemán e Inglaterra estaba expuesta a tener que defenderse sin ayuda en su isla. Si en ese momento el rey Jorge VI hubiera encargado a un líder light (transaccional) formar gobierno y ser Ministro de Defensa, Alemania se habría apoderado del continente. Afortunadamente el elegido fue Churchill, quien se dirigió a todo el pueblo desde la Cámara de los Comunes para infundirle coraje en la lucha y fe en la victoria con estas conocidas palabras:
«No tengo nada que ofrecer, excepto sangre, sudor, fatiga y lágrimas (…) Me preguntan: ¿cuál es nuestra política? Yo se la diré: es hacer la guerra por aire mar y tierra con todo nuestro poder y con todas las fuerzas que Dios nos puede dar. ¿Cuál es nuestro objetivo? Puedo responder con una sola palabra: victoria a cualquier precio, por arduo y largo que sea el camino a recorrer, porque sin la victoria no hay supervivencia».
Estando el país mal reparado para la guerra, tanto material como psicológicamente, Churchill supo presentar como un reto ilusionante la resistencia del ejército y del pueblo ante la invasión nazi. Logró la confianza de sus compatriotas y les persuadió de que la supervivencia era posible. Con su magnetismo personal consiguió que aceptaran el reto, mantuvieran alta la moral hasta el fin del asedio y no perdieran la fe en la victoria.
El liderazgo auténtico no se reconoce simplemente por la movilización de las masas y la consecución de muchos seguidores; esa característica la tiene también el liderazgo autocrático, que se limita a ordenar y a exigir obediencia. En cambio, la participación es lo propio del liderazgo democrático. Hay que precisar que la participación no es un fin en sí misma, sino un medio para buscar el bien común. El objetivo último perseguido debe poseer una superioridad moral. Del líder se espera que transmita su compromiso para actuar en función de valores y que lo haga con el coraje necesario para no retroceder ante las dificultades.