Gerardo Castillo Ceballos, Facultad de Educación y Psicología
La crisis del patriotismo cívico
El patriotismo cívico o civismo patriótico ha estado presente desde la antigüedad en la historia de la mayoría de países, transmitido de generación en generación. Por eso es llamativo que en los dos últimos siglos esa idea y ese sentimiento se hayan ido disipando y entrando en crisis.
En el caso de España, en mi opinión, queda casi solamente un patriotismo ocasional. Es muy elogiable que muchos españoles se emocionen cuando se iza la bandera rojigualda y suena el himno nacional en el prólogo de una competición deportiva de carácter internacional; pero es una pena que su patriotismo acabe ahí, que no se sientan patriotas en el día a día, cumpliendo sus deberes de todo tipo. Además, algunos de ellos alardean de patriotismo y se lo atribuyen a sí mismos de forma partidista. En su afán de protagonismo suelen caer en la extravagancia.
Las deformaciones del patriotismo suelen ser reflejadas en las viñetas cómicas. En una de Máximo figura el siguiente texto: «Mi vecino es tan patriota, que en lugar de colocar en su balcón la bandera nacional, cuelga su declaración de Hacienda».
El patriotismo es un pensamiento y sentimiento que vincula a una persona con su patria, vista como la tierra natal, con sus padres, costumbres, historia, idioma y tradición cultural. La patria implica el orgullo de la pertenencia. Ese orgullo no debe entenderse como una idealización acrítica de la propia patria. Un buen ejemplo de orgullo sano es el soneto de Quevedo que empieza con el cuarteto «Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuertes ya desmoronados/ de la carrera de la edad cansados/ por quien caduca ya su valentía».
Es verdad que los españoles, a lo largo de la historia, hemos sido propensos más al enfrentamiento que a la unión, pero también es verdad que cuando España ha estado en serio peligro hemos sabido reaccionar con un esfuerzo conjunto. Así fue, por ejemplo, el 2 de mayo de 1808, y ahora mismo con la pandemia del coronavirus, que está despertando nuestro dormido sentido patriótico.
El problema de fondo es que -en términos generales- el patriotismo sano está dejando de considerarse un valor. Sus detractores alegan que es un sentimiento extremista, intolerante y excluyente. Esta descalificación se debe, según Georges Orwell, a la confusión entre patriotismo y nacionalismo: «entiendo por patriotismo la devoción por un lugar determinado y por una particular forma de vida que no se quiere imponer; contrariamente, el nacionalismo es inseparable de la ambición de poder.»
Miguel de Unamuno ya hablaba de la crisis del patriotismo español en 1900. Se lamentaba que el desapego a España creciera a la sombra de un cosmopolitismo abstracto y un regionalismo volcado en la exaltación del terruño natal. No veía en ese cosmopolitismo amor fraternal hacia el género humano, sino un ideal difuso que favorecía indirectamente al «patriotismo de campanario», donde las banderas se utilizaban para excluir al vecino del irrenunciable proyecto de una vida en común.
Quienes hoy descalifican el patriotismo y manipulan el significado del término, deberían leer a los grandes pensadores de la antigüedad griega y romana, entre otros a Cicerón. Para este último el patriotismo es »Pro legibus, pro libértate, pro patria». Es amor a la patria entendida como sinónimo de libertad y ley.
El filósofo Alasdair MacIntyre considera que el patriotismo es una virtud. La patria es el sitio donde se aprenden los principios morales que guían nuestros actos en las condiciones históricas y materiales concretas de cada época.
Urge reivindicar el patriotismo como virtud cívica, sin prejuicios ideológicos. Ese es el objetivo de José Luis González Quirós en su obra Apología del patriotismo (2.002). Este autor contrapone la fibra moral del patriotismo con el nacionalismo, al que considera una doctrina esencialmente política, que tiende a favorecer sentimientos de exclusión. En cambio, el patriotismo tiene un alto contenido ético desde el momento en que se identifica con la libertad política y el Estado de Derecho.
La virtud de la piedad tiene por objeto aquéllos seres con los que tenemos una deuda que nunca podremos pagar. A nuestros padres debemos la vida, su conservación y la educación. Y esa misma virtud también se extiende a la patria en que hemos nacido, y a la cual debemos herencias culturales y morales sin los cuales hubiera sido imposible nuestra vida.