02/09/2024
Publicado en
Diario de Navarra
Ricardo Fernández Gracia |
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
La serie que comienza hoy, con colaboraciones mensuales de distintos profesores universitarios y de otras instituciones culturales y académicas, va a tener como protagonistas a los maestros navarros que hicieron posible la realización de edificios, géneros escultóricos, órganos, pinturas y numerosas piezas de artes suntuarias.
Hace un siglo, entre 1919 y 1926, Julio Altadill, realizó una cadena de pequeñas colaboraciones para el Boletín de la Comisión de Monumentos de Navarra, que tituló “Artistas exhumados”. Desde entonces, el conocimiento y contextualización sobre ellos ha crecido enormemente, gracias a la realización de múltiples trabajos y, sobre todo, de tesis doctorales. Con el objetivo de sintetizar y difundir, desde la investigación, sus trayectorias y significado se tratarán las poliédricas figuras de algunos sobresalientes que orientaron el desarrollo de las artes en los diferentes periodos y estilos. También se encontrará el lector con el devenir profesional de otros que, por su papel en los gremios, o en su aprendizaje, o en otros aspectos, como el proceso de ejecución de las obras, aporten conocimiento sobre el rico acervo patrimonial navarro.
Entre las constantes que, a lo largo de los siglos pasados comprobaremos, en una sociedad muy cerrada, destacará la endogamia profesional. Padres, hijos y nietos que heredaban talleres, habilidades, destrezas, utillaje e incluso recursos, como estampas y libros. En el caso de faltar el heredero varón, la costumbre era que la hija del maestro casase con el mejor oficial del taller, para garantizar la continuidad.
Durante la Edad Media, algunos maestros apenas los conocemos por la obra más célebre que dejaron, en cambio las figuras de otros se perfilan con mayor claridad, especialmente a partir del siglo XIV. La llegada de la Edad Moderna aporta un mayor conocimiento de los artistas, puesto que las fuentes documentales son mucho más abundantes para poder reconstruir sus biografías, con partidas sacramentales, capítulas matrimoniales, cartas de aprendizaje y testamentos, procedentes de los archivos de protocolos notariales. Asimismo, la existencia de contratos, tasaciones y cartas de pago, como libros de cuentas en instituciones civiles y eclesiásticas y lo que es más importante, de ricos procesos judiciales, aportan numerosos datos para el conocimiento y devenir de muchos maestros y sus talleres.
Los gremios: crisol de las artes
En el Medioevo las denominadas artes liberales eran aristocráticas, propias de hombres libres e instruidos que implicaban un ejercicio mental, más que manual, (gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría, astronomía y música). En un rango inferior estaban las mecánicas, hoy denominadas plásticas. Los artesanos, por lo general, tenían escasísimo o nulo prestigio social. Tan sólo desde la época del Gótico y en las ciudades, encontraremos gremios de carácter corporativo, de auxilio, de control y de exigencia. Primero los albañiles y canteros y, más tarde, los escultores y pintores.
Hasta el Renacimiento el arte era una mera destreza manual y los artistas no tenían excesiva consideración social. Por ello surgen en este período artistas como Alberti o Leonardo, que reivindicarán la inclusión de su actividad, sobre todo de la pintura, dentro de las artes liberales. El artista debía dominar las matemáticas, la geometría y las humanidades (studia humatinatis), así como poseer un talento y habilidad especiales para crear. Esta autonomía progresiva del artista se iría acrecentando a medida que transcurrieron los siglos.
En el ámbito de la construcción, hasta tiempos recientes, se han venido utilizando métodos tradicionales y seculares para la extracción de la piedra en sus canteras, mediante la introducción de cuñas hinchadas con agua y varas metálicas. Las piezas terminaban en los sillares que conformaban los muros lisos de las construcciones, bien visibles en los exteriores de los edificios. Por lo general, a pie de cantera se realizaba un primer desbaste, con el fin de transportar sillares regulares y no perder las energías ni el tiempo con materiales desechables. Los canteros, ayudados de la escoda, finalizaban la talla de los sillares, terminándolos con gran regularidad. La mencionada herramienta era de mango y tenía forma de hacha de doble filo aplanado. Su huella todavía es perceptible en numerosos sillares de otros tantos edificios, en los que se pueden seguir los surcos paralelos en la misma dirección.
A pie de obra se daban cita, en tiempos medievales, obreros y artesanos de diversas especialidades, junto a leñadores, forjas y hornos de cal. Los carpinteros resultaban indispensables por ser los encargados de armar andamios, escaleras y poleas. Los herreros reparaban todo el utillaje realizado con el hierro, grapas, cuñas y herraduras de los animales. Los cordeleros se hacían cargo de las sogas necesarias para subir todo tipo de materiales.
La legislación gremial, que hasta fines del siglo XVIII y comienzos de la siguiente centuria, estuvo en vigor, dejó en manos de aquellas asociaciones todo lo referente a la ejecución de las obras, la posibilidad de ejercer los oficios, así como el aprendizaje de los mismos.
A partir del siglo XVI se configuraron definitivamente en Navarra importantes talleres de distintas especialidades artísticas, muchos de los cuales estarían presentes en los siglos siguientes y en manos de las mismas familias, entre las cuales no faltarían hijos o yernos para dar continuidad al taller, de acuerdo con la endogamia profesional propia del sistema gremial.
La carta de aprendizaje constituyó la forma habitual de acceder al oficio a través del examen de maestría. Durante los años que duraba, los aprendices residían en las casas de sus maestros y recibían de éstos alimentos y vestuario. La nómina de aprendices de cada maestro la hemos podido seguir bastante de cerca a través de escrituras notariales y sobre todo de una fuente manuscrita apenas utilizada por los historiadores del arte, los libros de matrícula de las diferentes parroquias, que nos proporcionan, junto a los nombres de la familia del artista, los de aquellos aprendices que compartían techo y comida con el maestro. Más dificultad plantea el hallazgo de los contratos, dado que los hijos que aprendían con sus padres no suscribían contrato alguno.
El periodo de aprendizaje oscilaba entre los cinco y los siete años, aunque lo más usual era de cinco años. En algunas ocasiones, los recién nombrados maestros quedaban trabajando en el taller de sus maestros. La edad de los jóvenes aprendices solía rondar los dieciséis años y, aunque no se suele especificar este extremo en la mayor parte de las escrituras que hemos manejado, lo hemos comprobado por declaraciones posteriores en bastantes casos.
A mediados del siglo XVIII la creación de la Real Academia de San Fernando ofreció a los aprendices otro modo de formarse y, a fines de la misma centuria, la liberalización de las artes (1785) y la creación de la Escuela de Dibujo abrieron otras nuevas perspectivas cara a los siglos venideros.
De artesanos y artistas
Pese a los esfuerzos de los tratadistas y algunas minorías cultas, aquellos maestros que se denominaban imagineros, pintores o arquitectos tenían por norma general el mismo status social que cualquier artesano de otros oficios manuales y sólo algunos sabemos que tuvieron cierta cultura. Los contratos nos sitúan ante unos artífices a los que se les obligaba a utilizar medidas, iconografías y materiales; se les señalaban plazos, precios, tasadores e incluso algunas indicaciones estilísticas. En este último aspecto, recordemos cuando se pide a los maestros que corrijan sus trazas o proyectos en aras a revestir las estructuras con más decoración, en plena fase castiza de nuestro Barroco, o viceversa, cuando se les exige una depuración al imponerse modelos más clasicistas.
En realidad, lo que hoy denominamos artistas y que tendrían, por tanto, capacidad para crear y diseñar obras, en los siglos del Antiguo Régimen, se denominaba como inventar y no lo poseía más que una minoría, el resto eran menos artesanos, más o menos hábiles y con mayor o menor calidad en su producción. En el campo de la arquitectura, la diferencia entre unos y otros era la capacidad de trazar. En las artes figurativas y a la hora de diseñar un programa iconográfico -civil o religioso-, si el maestro no poseía la suficiente formación, se acudía a una persona de alto nivel cultural para que actuase como verdadero mentor. En la mayor parte de los casos el procedimiento para la realización de una obra era el encargo, generalmente protocolizado ante un escribano.
En la lucha por la consideración de las artes, contamos con distintos ejemplos, de los que señalaremos algunos. Los pintores, como en el resto de España, fueron los primeros en reivindicar su estatus como ejercitantes de un arte liberal y no manual. El caso de Vicente Berdusán, que apenas acudió al notario para contratar sus obras, por cierto, firmadas, puede ser un ejemplo de autoafirmación como artista. El caso de los organeros también resulta llamativo, tal y como ha estudiado Eduardo Morales.
En cuanto a los géneros escultóricos citaremos tres casos. En primer lugar, el de Bernal de Gabadi, buen escultor formado fuera de Navarra, que denunció la contratación de un retablo a Francisco Ceballos, sin ser escultor, sólo carpintero. En segundo lugar, lo ocurrido en 1697 con un escultor que residió en Pamplona y Corella, Martín de Tovar y Asensio, denunciado por el alcabalero de Tudela por no querer pagar el impuesto al introducir en la capital de la Ribera unas cuantas esculturas. Ello dio lugar a un litigio El argumento que esgrimía para la exención no era otro que “los bultos y pinturas que mi parte vendió en la ciudad de Tudela son trabajados y pintados por mi parte, y en este caso es exento de pagar alcabala por ser, como es, la pintura, liberal y exenta de pagarla, por costumbre inmemorial…”. Un tercer ejemplo nos lo proporciona otro litigio de 1738 entre el escultor José Ximénez y al gremio de San José de Tudela, que no le dejaba trabajar en su “arte” y le había incautado un bulto de San Miguel.
La ejecución de las trazas
El camino hacia la arquitectura y el diseño de canteros y otros artífices fue, como recuerda Fernando Marías, el abandono del trabajo entre las piedras y pasar a la práctica en la mesa para dibujar un plano o una montea. Aquel cambio no debió ser fácil en aquella sociedad tan cerrada y hemos de presumir que sólo aquellos mejor dotados lo consiguieron
De todas las profesiones relacionadas con las artes, parece que fueron los más prolíficos en realizar trazas los denominados entonces arquitectos, muy por encima de los pintores. Al respecto, hemos de recordar que con el término “arquitecto” se equiparó en España desde mediados del siglo XVI, fuera del contexto teórico-artístico de algunas minorías, al de un ensamblador de calidad, capaz de diseñar y plantear un retablo, una caja de un órgano, un tornavoz de púlpito o una sillería de coro. Además del exquisito manejo de las gubias, fueron capaces de trazar y plantear mediante un diseño, la organización bidimensional o tridimensional de otras tantas obras. No hemos podido documentar, como ocurrió por ejemplo en la Corte, diferencias y choques entre pintores y arquitectos, a causa de la intromisión de aquéllos a la hora de contratar ciertas obras, habida su familiaridad con los recursos técnicos y ornamentales.
Todas estas trazas tuvieron una función primordial de garantía y control. Las capítulas de los contratos insisten hasta la saciedad en que todo se haría según la traza acordada. En documentos como fianzas también se suele incorporar la consabida fórmula y, por supuesto, en las tasaciones a la hora de dar por buena la obra o señalar defectos o mejoras. Ni que decir que a los diseños trazados se alude en todos los pleitos ante la jurisdicción civil o diocesana en cuanto había cualquier tipo de desacuerdo sobre plazos, materiales, formas o calidad.