Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Patrimonio e identidad (38). Entre lo imaginario y lo cotidiano: Roncesvalles en la Edad Moderna (I)
La historia de Roncesvalles, la reconstrucción de cuanto supuso en la cultura medieval navarra y europea, es conocida gracias a los estudios de distintos especialistas. Como en otros casos, lo acaecido en los siglos del Antiguo Régimen ha pasado más inadvertido, pese a que las noticias son abundantísimas en el archivo de la colegiata y muchas fueron publicadas en la monografía de Javier de Ibarra, rica en datos, pero con escasas referencias a las fuentes documentales utilizadas. Desde Roncesvalles se seguía administrando un enorme y complejo patrimonio.
Se sucedieron muchos priores que ocuparon el cargo en su cursus honorum, para alcanzar obispados. Algunos fueron hombres de letras, otros coleccionistas de obras de arte, muchos pertenecieron a la nobleza, y algunos, quizás los menos, se sintieron enamorados espiritualmente de la colegiata. Como hoy, con un clima extremo, se recibían muchos peregrinos, con mayor o menor sentimiento religioso. En siglos de maravillosismo, como fueron los del Barroco, se fueron conformando definitivamente algunas leyendas, como la de su titular y se mitificaron insignes reliquias y recuerdos ligados al afamado Roldán. La vida cotidiana se desarrollaba con ritmos repetitivos y se salpicaba con las fiestas de unas romerías primaverales y una conmemoración renombrada, en septiembre, en honor a su titular. El transcurso del año contemplaba recompensas a cazadores de lobos y osos, suculentos banquetes a ilustres visitantes, que no faltaban en un lugar de paso y frontera.
Rigores invernales que llevaron a pensar en un traslado
Un refrán popular recogido ya a comienzos del Seiscientos sentenciaba: “Roncesvalles ocho meses de invierno y cuatro de infierno”, en alusión a la severidad del clima. También se mencionan, en las fuentes escritas, los “fuertes inviernos y tristes veranos”. El doctor Navarro, Martín de Azpilicueta, escribió que el santuario estaba “entre sus cumbres desiertas (de altos montes y peñas) cubiertas de nubes canas y blancas de nieves, con extremados fríos y ásperos hielos y de espesas y húmedas nieblas”. Diversos documentos dan testimonio de algunas nevadas históricas. Entre ellas, hay que mencionar la de 1600, responsable del hundimiento del viejo claustro. En el citado año se midieron con una pica, en Ibañeta, 19 palmos de nieve.
Los inviernos se describen, a comienzos del siglo XVII, como “casi intolerables, por la rigurosa inclemencia de la región, de fríos, hielos y excesivas nieves que suelen durar hasta el mes de mayo y algunos años hasta San Juan”. Respecto a los veranos se menciona “la calamidad de las nieblas, donde se suelen pasar veinte días y un mes sin ver la claridad del sol, rezumando tan extrañas humedades que fuerzan a estar sobre la lumbre, cuando en otras partes se abrasan de calor”. El subprior Juan de Huarte afirma que la vida en común era harto dificultosa en aquellas circunstancias, no pudiéndose utilizar el refectorio más que en verano, ya que en el resto del año era necesario comer junto al fuego, “pues suele haber golpes de nieve tan grandes que, con estar las casas casi al lado de la iglesia, no se puede alcanzar la entrada, respecto de cerrarse todas las callejuelas, subiendo la nieve hasta las ventanas, las cuales en semejantes temporales sirven de puertas para la iglesia, como ha sucedido el presente año de 1616, y el mayor trabajo que se pasa es lo uno no poder alcanzar agua, porque cierra como con tapia todas las fuentes y arroyos y estanca el molino y por falta de ella se derriten la nieve en calderas y sartenes para beber y para el servicio, lo otro, el descargar los tejados porque con el sobrado peso hundiría las casas, como muchas veces ha sucedido y como hundió el claustro el año de 1600, quebrando todas sus columnas y arcos, cuyo reparo costará más de 16.000 ducados”.
No todos los temporales de nieve fueron negativos. En noviembre de 1613 cuando los de Baigorry pretendían venganza sobre las tierras navarras, cayó de repente tanta cantidad de nieve “que fue de ocho palmos en todas aquellas sierras, con la cual cerró de tal manera todas las entradas, avenidas, portillos, caminos y sendas que fue imposible el poder entrar en Alduides ni en Navarra por los caminos reales y trillados y pareció negocio de milagro, porque los dos días anteriores hizo buen tiempo, con calor y claridad y luego la noche siguiente y al otro día, de repente, cayó la cantidad referida, lo que nunca se vio en las montañas de Navarra ni en Roncesvalles, con ser la madriguera de la nieve, asentar tal copia y cantidad en tan breve tiempo”. En 1622 y 1623, las nevadas dejaron los caminos impracticables y los canónigos no podían ir a la iglesia, debiendo descargar continuamente los tejados de sus casas para que no se hundiesen.
Las inclemencias del tiempo se reflejaban asimismo en los rayos y centellas de las tormentas. Una de las más grandes, referenciadas en los textos, fue la del 2 de septiembre de 1617, a las cinco de la tarde. En la misma hubo que lamentar algunas desgracias personales en Burguete, cuando ante la piedra y el bochorno un grupo de cinco hombres, dos mujeres -de nombre Dominica e Inés- y un par de bueyes con el carro de leña, se refugiaron bajo una gran haya. Cuando se disponían a regresar al pueblo, un trueno hizo temblar a Roncesvalles y Burguete y un rayo que se describe como “de vivo fuego que había encendido los edificios, causando terrible espanto y temor” descargó en el árbol y mató a las dos mujeres y a los bueyes.
Todos esos rigores climáticos y el lugar de frontera, que no posibilitaba la quietud y el recogimiento de una comunidad religiosa con vida regular, hicieron pensar en el traslado del cabildo al interior de Navarra, algo que no se hizo por los grandes gastos que ocasionaría la fábrica del complejo arquitectónico. Sin embargo, también se especuló con pedir al rey uno de los “suntuosos palacios” de Olite o Tafalla, dotados de numerosas construcciones, argumentando que para el monarca no suponían más que gastos, o trasladarse a San Salvador de Sangüesa. En aquel supuesto, en Roncesvalles quedaría el hospital con un canónigo y otro clérigo, con el personal para atender la institución y un pueblo con vecinos naturales con su alcalde, todos sujetos al prior y cabildo donde quiera que estuviesen.
De lo legendario: de Roldán a la aparición de la Virgen y un relicario insigne
El dibujo, a toda página, que incorpora la historia manuscrita de Roncesvalles, redactada por el licenciado Huarte entre 1609 y 1624, es toda una prueba gráfica acerca de un contexto y de una visión del pasado de la colegiata a comienzos del siglo XVII. Está datado en 1617 y realizado a plumilla, con acuarelas de colores. Contiene tres escudos y una inscripción en latín, cuya traducción es: “Estas tres insignias resplandecen más que los cetros de los reyes, porque representan los trofeos de la santa fe y las sacras leyes”. El primero de ellos representa a la Virgen en un trono de abolengo renacentista, que copia de un grabado de otra advocación mariana del siglo XVI. A sus pies, un peregrino se encomienda arrodillado, acechado por sendos lobos, que retrotrae a la fundación del hospital en el segundo cuarto del siglo XII. El segundo escudo presenta las cadenas de Navarra y la cruz verde de la colegiata, emblemas del reino y de Roncesvalles. El tercero es más complejo y en él se representan dos cornetas de marfil, la mayor de Roldán y la menor de Oliberos; junto a ellas sendas mazas, la espada Durindana de Roldán “que en estos tiempos la tiene el rey de España en su armería real”, según el autor del manuscrito, y el estribo del arzobispo Turpin. Todos esos objetos figuraron secularmente en el altar mayor de Roncesvalles, entre sendas lámparas y eran visitados por caballeros franceses, embajadores y otras personas de rango que “las hacen bajar y las veneran besándolas, y he visto llorar de ternura a algunos por la sola memoria y representación de cosas tan insignes y tan antiguas”.
Todo lo relativo a la leyenda de la aparición de la Virgen cobró carta de naturaleza cuando el relato se escribió e incluso se publicó, a fortiori, desde que el padre Villafañe la incluyó en su famosa obra de las imágenes marianas españolas, en 1740. Pero ya en el siglo XVII los canónigos Huarte y Burges trataron del tema. El primero, recogiendo las informaciones de los viejos canónigos, así como la descripción de unas pinturas muy antiguas del claustro de la iglesia de Sancti Spiritus, recrea el pasaje en la fuente, con el ciervo con sus luminarias en la cornamenta, los ángeles cantando la salve y los campesinos que escuchan y acuden, un poco antes que la reina doña Oneca, que habría hecho forrar la imagen de plata. Martín Burges y Elizondo, estudiado por Carlos Ayerra y Eloy Tejero por haber biografiado a Martín de Azpilicueta, añade el detalle de la presencia del obispo de Pamplona, que habría sido avisado de la aparición por un ángel mientras dormía. Un dibujo del hecho, en la Fuente de los Ángeles, se encuentra en su obra manuscrita.
Por si todo eso fuera poco, unas señeras y legendarias reliquias, siempre a la altura del santuario, se recogían en el denominado ajedrez de Carlomagno, una pieza de mediados del siglo XIV de los talleres de Montpellier, que según la crónica fueron reunidas por don Francisco de Navarra, prior de la casa y futuro arzobispo de Valencia. Algunas de aquellas piezas insignes se exhibieron en un armario relicario, en la cabecera del templo hasta bien entrado el siglo XX.
La colegiata presumía también de guardar, junto a los restos de Sancho el Fuerte, las entrañas y corazones de varios monarcas. El subprior Huarte afirma en una de sus obras: “advierto aquí una antigüedad: que los reyes de Francia y Navarra y otros muchos príncipes guardaban una costumbre y era que, en acabando de morir embalsamaban los cuerpos, mayormente cuando se había de llevar lejos a enterrar y hacían repartición del corazón y entrañas, llevándolas a las iglesias que el difunto tuvo más devoción …, en las cuales se celebraban misas y otros sufragios por las ánimas el día que se trasladaban o depositaban”. Incluye, entre otros ejemplos, lo sucedido con la reina doña Juana, mujer de Carlos II, fallecida en 1374, enterrada en Saint Denis, cuyo corazón fue a la seo pamplonesa y sus entrañas a Roncesvalles.
Peregrinos de diversa índole
De nuevo, es el mencionado Juan de Huarte, formado en la Universidad de Salamanca, el que a comienzos del siglo XVII y con experiencia de décadas como canónigo, entre 1598 y 1625, quien nos proporciona una descripción ajustada sobre los peregrinos que llegaban a la colegiata y su hospital. Concretamente, distingue cuatro tipos. En el primero incluye a los verdaderos, pero advierte de la gran diferencia de los antiguos “y los de estos tiempos, porque los antiguos, como verdaderos cristianos y celosos de la salvación de sus almas, hacían sus peregrinaciones santamente, movidos por santos fines, con medios proporcionados para conseguirlos, unos por penitencia de sus pecados, otros por venerar los lugares píos en los cuales hubiese Dios mostrado sus misericordias en socorro de los fieles y confusión de los infieles, obrando milagros; otros por honrar a la Virgen Madre de Dios, a los santos apóstoles, visitando sus sepulcros y reliquias, y de otros muchos santos, y sobre todo el del Santo Sepulcro de Jerusalén con los demás lugares santificados con la presencia de Cristo, nuestro Señor. Bien entiendo que todavía en estos tiempos habrá muchos peregrinos que harán sus peregrinaciones por alguno de estos santos fines o por todos ellos, pero son muy raros”.
En la segunda clase engloba a vagabundos, holgazanes, baldíos, inútiles, malos trabajadores, viciosos “que ni son para Dios ni para el mundo” y desterrados de sus tierras. Con una media sotanilla, una esclavina, zurrón, calabaza y bordón, junto a una socia, fingiendo estar casados, “discurren por toda España, donde hallan la gente más caritativa que en otras partes de la cristiandad”. En el mismo tipo alista a aquellos que andan toda la vida con título de cautivos, engañando a las gentes sencillas con relatos de lo que padecieron en Argel, Constantinopla o Marruecos, en tierras de turcos y moros, fingiendo siempre mil mentiras.
La tercera corresponde a los labradores que vienen de Francia y del norte de Europa. Recuerda que, si vienen de Bearne, nunca lo indican, afirmando que son de tierras cristianas de Francia. No vienen con verdad de peregrinación, sino sólo por sustentarse en España y acompañados de mujeres e hijos. Los identifica con labradores que, acabada la sementera para no gastar en sus casas o no tener, se dedican a ir cantando coplas y canciones donosas hasta el tiempo de la cosecha. Reúne en este mismo apartado a los buhoneros franceses, llamados merchantes, “una gente muy lucida como ortigas entre yerbas, entre cristianos son cristianos y entre herejes, como ellos”. Se acompañan de cascabeles y sonajas y con colgantes por los cuellos llenas de dijes y de cosas baladís.
Por último, en cuarto lugar, estaban los más perniciosos “por ser herejes”, tanto principales como plebeyos. Los primeros movidos por la curiosidad de ver España, por su condición de espías en tiempos de guerra y disfrazados con hábitos de frailes y con bordones y esclavinas. Nunca entraban a la iglesia, ni se quitaban el sombrero delante del templo y si lo hacían era por mera curiosidad “por ver las antiguallas de Roldán y Oliberos”, simulando ceremonias de cristianos para acogerse en el hospital. Los segundos eran muchos y de diversos grupos: labradores, cavacequias, paleros, guadañeros y ganaderos, generalmente bearneses que llegaban a Castilla y Aragón. Cuando terminaban de cortar los henos volvían a su tierra con el dinero ganado. Tanto a la ida como a la vuelta paraban en Roncesvalles, en cuyo hospital recibían raciones.