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La abolición del Temple (1312)

2/12/2021

Publicado en

El Obrero

Julia Pavón |

Catedrática de Historia Medieval e investigadora del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra

En este mundo globalizado es difícil encontrar un lugar idóneo para hablar de Historia y no contar “historias” de la Historia. De una forma y otra, los nuevos instrumentos de comunicación que remedan el traje de la divulgación social y del entretenimiento que “han venido para quedarse” dificultan la construcción de un andamiaje fundamental del conocimiento histórico: ¿dónde queda el verdadero acervo del pasado? ¿con qué criterios debemos asomarnos a hechos pretéritos? ¿qué es eso de la “Historia”? Sino, lancemos una mirada a lo que se conoce en relación al episodio vivido por la orden del Temple a comienzos del siglo XIV.

Lejos de cualquier juicio de valor inicial, la historia de esta institución sigue siendo a día de hoy una de las grandes desconocidas entre el gran público, al estar contaminada de todo tipo de errores interpretativos que campan a sus anchas en el imaginario popular. Qué duda cabe que los ingredientes de su abolición, el 22 de marzo de 1312, orquestada como un movimiento de pinza entre el monarca francés Felipe IV el Hermoso (1285-1314) y un manipulado papa Clemente V (1305-1314), han alcanzado el mediático protagonismo de lo que podría ser una exitosa serie de Netflix o una laureada novela de éxito: riquezas, poder, procesos inquisitoriales, hogueras, corrupción y juicio político. Con ello, podría afirmarse que la ficción ha operado un sorpasso a la realidad, ya que mientras descienden notablemente los números de los estudiantes que optan por graduarse en Historia, aumentan los que aspiran a elaborar blogs históricos o novelas divulgativas y producir o trabajar en series de ficción histórica. Una muestra, la abundancia de material tergiversado que circula sobre los templarios en las redes.

La muerte del maestre del maestre de la orden del Temple Jacques de Molay y de Geoffroi de Charney, preceptor en Normandía, en la hoguera el 18 de marzo de 1314, tras un tormentoso proceso inquisitorial de interrogatorios marcados por la sospecha criminal de sodomía, práctica de ritos heterodoxos, adoración satánica y corrupción económica, supusieron el fin de una etapa dorada de una institución que escribió una de las más interesantes páginas de consecuciones de la historia europeo-occidental. De nada le sirvieron, entonces, su activa participación en las cruzadas protegiendo los icónicos Santos Lugares o desplegando una conexión de personas y bienes entre la Cristiandad Latina y el Próximo Oriente como no se conocía desde los tiempos de mayor esplendor del Imperio Romano.

A partir de 1305 la orden venía siendo puesta en evidencia en el entorno papal y en la corte francesa, acusaciones que desembocaron en un rápido y duro proceso de persecución con confesiones ilegales obtenidas bajo tortura, cuyos jalones más importantes se documentan el 13 de octubre de 1307, con el arresto de los templarios en todo el reino de Francia, y el 22 de diciembre de ese mismo año, con la publicación de la bula Pastoralis Praeeminentae, que ratificaba el encarcelamiento y ponía sus bienes bajo el nombre de la Iglesia. A pesar de que en estas semanas el monarca y el inquisidor general Guillaume de Paris habían actuado contra derecho, la maquinaria propagandística regia para aportar cuantas pruebas falsas fueran necesarias se había activado. Ante esta situación, el papa Clemente V apenas pudo maniobrar conforme a los cánones eclesiásticos, ya que la tensión política era creciente. De hecho, la mencionada bula de finales de 1307 y la posterior del Concilio de Vienne Vox in excelso, que disolvía la orden sin condenarla, fechada el 22 de marzo de 1312, evidenciaba una disputa entre la corte capeta y la curia papal por el control del proceso. De nada había servido la suspensión del inquisidor de París en 1308, la proclamación de inocencia de 54 freires templarios que perecieron en la hoguera el 12 de mayo de 1310 o el eco que tuvo la situación gala en los concilios regionales de Alemania, Italia y los reinos hispánicos, que proclamaron la exculpación de los miembros de la orden.

Prisionero de la situación, Clemente V, no pudo ni parar la teopolítica del rey de Francia ni articular una defensa, a pesar de que así lo había intentado en contadas ocasiones desde 1308, ya que la institución templaria como otras, nacidas en los tempranos tiempos de las cruzadas tenían el aval y garantía del papado, pues eran religiosos exentos en el conjunto de la Cristiandad y dependían directamente del primado de la Iglesia. La supresión de la orden, por vía de provisión, y la entrega de sus bienes a los caballeros del Hospital de San Juan de Jerusalén, con las bulas Ad providam y Considerantes (salvo en la Península Ibérica, excepto en Navarra), resultado de la acción de marzo de 1312, situaba en una posición delicada a los integrantes de una institución, sacrificada por razones políticas e ideológicas. Felipe IV impuso el principio de la preeminencia del poder real, carisma soberano que anunciaba el fin del modelo vicarial sacro de la Edad Media y avanzaba la razón de Estado. Porque, aunque el juicio político diera al traste con el Temple, ni el rey se enriqueció con sus “golosas” propiedades, ni sus miembros formaban parte de una oscurantista asociación. Bien lo sabemos quiénes conocemos algo de esta historia.

Por desgracia o por fortuna, actualmente la principal vía de conexión con el mundo que nos rodea es “emocional”, de forma que, entre otras cosas, se da pie a que se produzca un efecto llamada a identificar en los relatos populares del pasado (novelas, series de televisión, podcast) con lo que ocurre en el presente, en nuestras vidas, en nuestro ámbito relacional. Se busca, por un lado, y satisface, por el otro, todo aquello que genera, en un bucle consumista de impresiones, realidades salpimentadas por las intrigas, lo mágico, los intereses partidistas y la corrupción, o incluso el idealismo. Todo ello atenta contra el verdadero relato de la Historia que facilita la comprensión intelectual revalorizada de un pasado, no exento de complejidad y campo idóneo para comprender las expresiones culturales, intelectuales, sociales, políticas y religiosas de quienes nos precedieron en el tiempo. Ahora más que nunca se impone el deber de conformar la identidad de un pasado y un presente a la medida del ser humano, no de sus construcciones o intereses ideológicos y emocionales. Y el proceso del Temple, según se desprende de estas líneas, nos abre la puerta a ello.