02/12/2022
Publicado en
Diario de Navarra
Javier Andreu Pintado |
Catedrático de Historia Antigua y director del Diploma en Arqueología
Los griegos Heródoto de Halicarnaso y Tucídides de Atenas se disputan el honor de ser los primeros historiadores de Occidente, los iniciadores de la práctica de estudiar el pasado no sólo con un ánimo de vacía erudición sino como medio para la comprensión del presente. El primero, de hecho, hizo del recuerdo de las hazañas notables de los hombres el quicio de su actividad historiográfica y el segundo reivindicó que la Historia debía ser, siempre, una actividad no sólo para el entretenimiento –como lo son otras disciplinas que cultivan también el espíritu como la Literatura o el Arte– sino para la eternidad, para siempre. Los dos hicieron, además, una documentada historia local que, con el paso de los años, se ha convertido en una historia “útil” para, también, la denominada historia global.
En estos días, explicando Historia Antigua a mis alumnos del Diploma en Arqueología de la Universidad de Navarra, he comprobado el atractivo que tiene el estudio –incluso la contemplación– del pasado remoto de los territorios que nos son más próximos y, por tanto, también, que sentimos como propios. El descubrimiento en el monte Irulegi de una sensacional inscripción en bronce con más de 2.000 años de Antigüedad y, al parecer, con el testimonio léxico más antiguo escrito en “lengua vascónica” nos ha permitido a quienes tenemos el privilegio de enseñar Historia en esta histórica tierra de Navarra, palpar ese atractivo de la historia local que, acaso, nos interpela de un modo más directo y que, por tanto, sentimos como propio. Lo palpamos, también, cuando ofrecemos a nuestros estudiantes participar en excavaciones arqueológicas como la de la ciudad vascónica y romana de Santa Criz de Eslava donde sienten esa “materialidad de la Historia”. En las aulas de la Universidad de Navarra contamos con estudiantes llegados, prácticamente, de los cinco continentes, pero, también, y especialmente en la Facultad de Filosofía y Letras, con un buen número de estudiantes navarros que aprenden Literatura, Historia o Filosofía, Política y Economía pero que siguen materias de contenido histórico, quicio de toda formación humanística. Unos y otros, navarros y foráneos, disfrutaron con las explicaciones que, en la asignatura de “Mundo Clásico” improvisé en estas últimas semanas en relación a lo que la pieza broncínea de Irulegi permite concluir y, también, a lo que los medios y determinados sectores culturales de esta tierra han pretendido que concluya reavivando, en no pocas ocasiones, mitos del pasado que creíamos superados pero que siempre resultan interesantes.
Desde luego, la historia –no sólo la reciente, sacralizada en los últimos planes de reforma educativa en perjuicio de las épocas más pretéritas– se repite constantemente y nos demuestra de qué modo los argumentos históricos construyen sociedad. Eso hace absolutamente atractiva, apasionante, la labor del historiador que ha no sólo de escudriñar el pasado y, especialmente, los vestigios que de él nos han quedado, sino que también, ha de convertirse, como escribió Eric Hobsbawm, en recordador oficial de aquello que la sociedad quiere o desea olvidar y que, por su importancia, es necesario recordar. Huyendo de presentismos fáciles, la Historia es, efectivamente, la luz de los tiempos como recordara también hace veintidós siglos el filósofo y político romano Cicerón.
Si, como decían los griegos, la Historia exige la comprensión en profundidad de los hechos del pasado, qué duda cabe que un día como el de hoy constituye no sólo un elogio a la Historia de Navarra sino, también, a los valores que nuestra tierra ha considerado durante siglos propios de su experiencia, de su realidad y de su significación históricas. Así, cada 3 de diciembre nos encomendamos a alguien que hizo, de verdad, historia y que, además, contribuyó a llevar el nombre de Navarra por espacios totalmente inimaginados en el cambiante mundo del siglo XVI, San Francisco de Javier, el navarro más universal que, no lo olvidemos, se formó en los saberes humanistas antes de entregarse a la predicación de la fe cristiana. Un patrono entendido ya en el siglo XVII como patrimonio colectivo de todos los navarros, que demandaron convertirlo en co-patrono del reino junto a San Fermín. Ante una personalidad histórica de la talla de nuestro patrón –humanista y patrimonio de todos– y en un día como hoy compensa reflexionar sobre la riqueza patrimonial de nuestra tierra, sobre los valores sobre los que Navarra ha construido su historia local –al servicio de España y del mundo– y sobre las múltiples oportunidades que, a través de una adecuada política cultural y patrimonial, se nos ofrecen en cada rincón de Navarra para su contemplación, estudio y disfrute.
¡Feliz, e histórico, día de Navarra a todos los navarros!