Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Patrimonio e identidad (23). Miscelánea en torno a la fiesta de Reyes
La fiesta de Reyes ha tenido una proyección poliédrica, no sólo en su celebración con los más pequeños, sino como un hito en el ciclo navideño que, dicho sea de paso, no terminaba hasta la Candelaria, como bien recoge el dicho: Hasta la Purificación, Pascuas son.
Iconografía de los magos, fiesta y diversión, rey de la faba, autos y representaciones, antes de la llegada de las cabalgatas en el siglo XX, conformaron unas vivencias muy profundas, en plenas fechas invernales, con ciertos rigores meteorológicos. El día de Reyes de 1830 la capital navarra registró 14 grados bajo cero y dejaron el agua bendita de las pilas de la catedral congelada. En 1885 y 1887 se suspendió la procesión claustral por las grandes nevadas y fuertes hielos. En 1895, ocurrió algo similar y en 1889, pese a la gran cantidad de nieve que se acumulaba en el claustro y la temperatura baja, se mantuvo la procesión y adoración de las reliquias.
Evocación a través de las artes
Tablas pintadas, relieves de escultura monumental, retablos, lienzos y grabados con imágenes de la Epifanía sirvieron, en el pasado, para evocar el pasaje que se celebraba con ilusión. El protagonismo en aquellas representaciones lo asumían los tres personajes con sus ricos y espectaculares atuendos, coronas, tocados y atributos de realeza.
Si alguna escena de la infancia de Cristo destacó, en las artes figurativas, en Occidente fue, precisamente, la de la Epifanía, en lógica con su significado de manifestación de Jesús. Mucho antes de que las cabalgatas se popularizaran en el siglo XX, los relieves y pinturas de la Adoración de los Reyes, presentes en claustros, portadas, retablos y pinturas de los templos, cobraban especial significado en las celebraciones navideñas. La palabra, glosando el evangelio de San Mateo, y aquellas imágenes se asociaban, en perfecta armonía.
La indumentaria primitiva de los magos fue en los primeros siglos vistosa y colorista, propia de los sacerdotes y sabios orientales, Más tarde, durante el Románico, se hizo más sencilla, al mismo tiempo que su tocado se sustituyó por la corona real. Al respecto, hay que recordar que el concepto de mago había ido adquiriendo un tono peyorativo, equiparándose al de brujo, y se quiso dignificar su imagen atribuyéndoles una posición real. En el arte de los siglos de la Edad Moderna, los Reyes Magos aparecen a caballo, con espectaculares cortejos, vistiendo como monarcas occidentales, con armiños y ricas capas, acompañándose de coronas y cetros. Los tres Reyes se asociaron durante algún tiempo con los tres continentes conocidos, aunque también se relacionaron con las tres edades del hombre.
Algo que debió llamar la atención a fines de la Edad Media, en pleno siglo XV, fue el color negro que se aplicó al rey africano, conocido como Baltasar. Las primeras representaciones en Navarra con la piel oscura para el mencionado rey son las del retablo mayor de la catedral de Tudela, obra de Pedro Díaz de Oviedo realizado a partir de 1487, otra tabla conservada en la catedral de Pamplona de fines del siglo XV, que estuvo en el presbiterio hasta la reforma de la catedral y la pintura del retablo de la Visitación de Los Arcos ya realizado para 1497. En obras escultóricas uno de los primeros ejemplos con el rey negro es una obra importada de los Países Bajos Meridionales, el Tríptico de la Epifanía de Artajona (1500-1510) de estética tardogótica.
La fiesta litúrgica en Pamplona, Tudela y Sangüesa
La celebración en la catedral de Pamplona estuvo siempre relacionada con el grupo escultórico de estilo gótico del claustro y las reliquias de los Reyes Magos, que cuentan con un relicario argénteo del último cuarto del siglo XVI. Los textos litúrgicos de la época del obispo Arnalt de Barbazán, de modo especial el Breviario de 1332, señalan a la Epifanía entre las fiestas de segunda categoría, denominadas como “Principales”. Las memorias manuscritas de hace tres siglos ya dejan constancia de la celebración de una procesión por los claustros con dos estaciones, la primera bajo el grupo escultórico de los Reyes y la segunda junto a la puerta del refectorio. La capilla de música cobraba un especial protagonismo por la interpretación de diversas composiciones, algunas de nueva creación, compuestas para la ocasión. El sermón lo encargaba el obispo. El frío hacía que el cabildo dispusiese la colocación de esteras en el templo y en el coro para mitigarlo. Incluso don Juan Ollo, deán de la catedral, refiere en 1976 que, años atrás, se seguían usando dos grandes esteras para atenuar el frío en el claustro durante el día de la Epifanía, en atención al público que venía a venerar la reliquia de los Reyes.
Un sacerdote francés exiliado en 1797, José Branet, nos describe la función del día en la iglesia de los Franciscanos de Tudela, del siguiente modo: “Tres hermanos grandes singularmente vestidos, y uno de ellos con la cara embadurnada de negro, entraron en la iglesia al principio de la misa. Iban precedidos de un farol, o linterna de cristales muy brillante, colgando en el aire, que imitaba la estrella, y la seguían. Llevaban en sus manos los presentes oportunos que iban a ofrecer al Niño recién nacido. Bailaron parte de la misa, lo mismo que otros muchos niños, al son del órgano, en el cual se tocaba una gallegada o contradanza. Terminaron por comulgar en dicha misa. Así terminó esta ceremonia donde había muchos espectadores”.
En Sangüesa, Iribarren relata cómo se celebraba la fiesta con gran protagonismo de los auroros o rosarieros, que iban cantando hasta el portal de Carajeas en donde estaba el Niño, al que dirigían improvisaciones en verso y prosa, finalizando con un buen almuerzo. Con el tiempo se literaturizó la escena y desde 1967 se representa el Auto de los Reyes Magos con participación de numerosas personas, que representan la composición versificada en 1900 por el capuchino José de Legarda para los auroros de la localidad. Las calles de la localidad se convierten en escenarios a lo largo de un recorrido que termina en la iglesia de Santiago en una misa presidida por los protagonistas del auto.
Recordando a los reyes de Navarra hasta 1899 en la catedral de Pamplona
Las más antiguas relaciones de la fiesta en la seo pamplonesa dan cuenta de otra singularidad que consistía en la colocación en la capilla mayor de una tumba o túmulo, en memoria de los reyes, que permanecía durante toda la octava. Se trataba de un pequeño catafalco cubierto por un paño que las crónicas denominan “el manto real”, que no sabemos si hemos de identificar con un “rico paño encarnado de seda y terciopelo”, utilizado con el mismo fin durante la segunda mitad del siglo XIX.
En uno de los manuscritos decimonónicos se da cuenta detallada de aquella costumbre, del siguiente modo: “Según práctica antigua de esta Iglesia, se pone en el plano del presbiterio una especie de tumba cubierta con un paño de terciopelo encarnado-oscuro, cuya cabeza o extremo más próximo al altar descansa sobre la primera grada del replano. Dicha tumba está desde las primeras Vísperas de la Epifanía hasta terminar la octava de la fiesta. El origen de la referida tumba parece ser, según me explicó mi compañero don Fermín Ruiz Galareta, beneficiado salmista que fue de esta Santa Iglesia y persona muy conocedora de las antigüedades y prácticas de la misma, que antes había en el presbiterio un mausoleo o sepulcro de Reyes, y a fin sin duda, de dejar más expedito aquel sitio, convinieron en quitarlo de allí y que se colocara esta tumba durante la octava de la Epifanía, así como en el día de los Fieles Difuntos. La piedra o lápida que cubría aquel sepulcro es, según dicho del Sr. Galarreta, la que hoy se halla incrustada encima de la puerta del claustro alto”.
El informante citado, don Fermín Ruiz de Galarreta Lavilla falleció en 1882 y aparece como maitinante en 1836 y como capellán en 1839. En 1855 se le invitó a aceptar la sochantría primera, algo que aceptó. Su expediente de jubilación, tras cuarenta años de servicio, se fecha en 1879.
La tumba aludida no es otra que la cubierta de un sepulcro empotrado sobre la puerta del sobreclaustro, que se ha identificado como perteneciente a doña Blanca, hija de Carlos III y fallecida en Olite en 1376 o a la princesa doña Magdalena, madre y tutora de Francisco Febo, hipótesis ésta de Arigita. Estilísticamente, Martínez de Aguirre pone la obra en relación con la escultura francesa de la órbita de Reims y la producción de Jean de Liège.
Más allá de la identificación del personaje real de la tumba y si ésta es la que hoy se encuentra en la puerta del sobreclaustro, lo verdaderamente importante es la constatación de que en la capilla mayor había al menos una sepultura pétrea de la casa real navarra, lo cual abre caminos e hipótesis en relación con la monarquía y el primer templo diocesano.
En 1899 el cabildo acordó no continuar con aquella práctica secular, con la protesta airada del canónigo e historiador don Mariano Arigita, que dejó escrito: “Yo reclamé en nombre de la historia, pero no se me hizo caso”.
El rey de la faba y otras diversiones populares
Entre las costumbres heredadas de la Edad Media, destaca la del rey de la faba, por la que un niño era elegido “rey” mediante el reparto de una tarta, dentro de la cual se había escondido una “faba” o haba.
Las primeras noticias documentales sobre su celebración se datan en el reinado de Carlos II el Malo (1349-1387) y los registros de comptos del siglo XV dejan constancia de los donativos al “chico rey” de dinero y trigo para su familia a costa de las arcas reales. Los monarcas vestían al niño elegido con camisa, calzas, cota, sobrecota, ceñidor, bolsa, manto, birrete y zapatos, corriendo con los gastos de la fiesta. En algunas ocasiones llegaron a dotar al pequeño rey con dinero para sus estudios. Misión de aquel “chico rey” era regocijar y recrear a la Corte.
El festejo se popularizó posteriormente. En Fitero, según publicó Jimeno Jurío, a lo largo del siglo XVI, se le conocía con el nombre de “el emperador”, al igual que en otras localidades como Tafalla, en época en que lo era Carlos I de Castilla. El niño elegido y coronado era considerado como máxima autoridad del municipio de señorío abadengo, durante el día, presidiendo los júbilos populares y dando órdenes a sus vasallos, incluido al abad del monasterio fray Martín Egüés al que ordenó danzar “a la morisca” con una mujer de la localidad.
La coronación del “rey de la faba” fue recuperada por Ignacio Baleztena y la peña Muthiko Alaiak de Pamplona, hace un siglo. Organizada por esta entidad, se celebra anualmente en una población navarra.
De otros regocijos populares nos da cuenta un bando publicado por orden del Real Consejo el 31 de diciembre de 1765, exhumado por Ignacio Baleztena. De su tenor se concluye acerca de los alborotos que se producían en la noche de Reyes. Su contenido es el siguiente: “Teniendo presente el Consejo que con motivo del regocijo y festividad de la víspera y día de Pascua de Reyes, se ha estilado en esta ciudad y barrios extramuros el disparo de armas de fuego, voladores, buscapiés, ruedas y otros artificios de fuego por las calles, saliendo en cuadrillas de noche por ellas, vitoreando a quien eligen por rey, con voces desentonadas e impropias del misterio que se celebra en ambos días, que sólo sirven de alboroto e inquietud en el pueblo”, con el deseo de desterrar tales festejos “por las malas resultas en que comúnmente terminan” se prohibió salir por las calles, disparar armas y cohetes, tocar músicas y alborotar, bajo la importante pena de cincuenta ducados.
El texto del bando hay que contextualizarlo dentro de la política de los ilustrados de época de Carlos III, en donde lo popular se contemplaba como expresión de atraso. Poco después vendría la prohibición de los disciplinantes en Semana Santa (1770) y de los gigantes en procesiones y diferentes actos religiosos, por considerarlos una distracción ante la fe (1780).
José María Iribarren recoge diversas variantes de la fiesta popular en distintas localidades y valles. La fiesta de Reyes se precedía por una noche en que se repetían año tras año, algunos ritos familiares, como hacer sonar cencerros, poner zapatos en las ventanas, hacer regalos y “echar el reinau”. Esto último tenía lugar al terminar la cena del día 5 de enero, cuando el cabeza de familia repartía las cartas de la baraja y el agraciado con el rey de oros era aclamado como “rey de la casa” para un año, siendo vitoreado por los familiares presentes, al son de instrumentos de percusión y almireces, coberteras, cencerros y collares de campanillas.
En Allo y otras localidades de Tierra Estella, en la víspera de Reyes, los mozos escribían en papeletas los nombres de solteros y solteras del pueblo, mezclándolos en dos bolsas. Extraídas las céculas alternativamente, se hacían asociaciones de “parejas”, en muchos casos disparatadas, exponiéndose públicamente para conocimiento del vecindario. Las parejas debían bailar por la tarde del día 6, en un ambiente burlesco y guasón, al modo de las bodas de “Mayo y Maya” de la literatura clásica.