Rafael Domingo Oslé, Profesor de la Facultad de Derecho
Abocados a la Europa de Hamilton
LA GRAVE crisis política, económica e institucional que está atravesando la joven Unión Europea recuerda en muchos aspectos a la que sufrieron los Estados Unidos de América poco después de aprobar su todavía hoy vigente Constitución de 1787. Superado un primer momento de euforia revolucionaria y mesianismo político -encarnado en la persona de George Washington-, y asumida ya como una cuestión de hecho la independencia de las 13 colonias, los ciudadanos americanos tuvieron que decidir, completamente endeudados por el alto precio de la Revolución, cuál iba a ser el modelo político y económico más propicio para construir una nación democrática integrada por un puñado de estados totalmente diferenciados.
Se inició por entonces un intenso debate público al respecto protagonizado por dos grandes colosos de la política: Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Independencia americana, y Alexander Hamilton, gran defensor de la Constitución y arquitecto de la estructura económica y financiera de la flamante nación. Las vidas de ambos founding fathers fueron selladas por la Revolución Americana. Sin esta, Jefferson y Hamilton hubieran pasado del todo inadvertidos. Sin ellos, la Revolución, de seguro, no hubiera gozado de la potencia intelectual y atractivo político que la marcó desde sus inicios.
Ambos admiraron, con distinta intensidad y matiz, al inefable comandante en jefe George Washington y ambos lo tuvieron, de por vida, por el verdadero hacedor de la nueva nación. Ambos formaron parte de su primer gabinete: Jefferson, como secretario de Estado; Hamilton, como secretario del Tesoro. Y fue entonces precisamente cuando Jefferson y Hamilton comenzaron a rivalizar y a considerarse enemigos políticos defendiendo visiones totalmente opuestas sobre el desarrollo constitucional e institucional de los Estados Unidos. Sendos programas políticos fueron el germen del Partido Federalista, liderado por Hamilton, y el Partido Republicano, dirigido por Jefferson.
El debate político entre federalistas y republicanos ha ejercido un impacto tan profundo en la historia americana que todavía, en cierta manera, continúa estando presente y dividiendo a los propios ciudadanos. Y es que se trata de un debate que afecta a la misma identidad de la nación y que, por tanto, no puede perder vigencia en una democracia bien constituida. De ahí que pueda tener también una actualidad extraordinaria en nuestra tambaleante Europa.
Hijo de la unión no matrimonial de un mercader escocés venido a menos y una muchacha divorciada descendiente de hugonotes franceses, Alexander Hamilton había nacido en Charlestown, la capital de la isla de Nieves, una colonia británica ubicada en las Antillas, probablemente en 1757. Abandonado por su padre y huérfano de madre, el joven Alexander comenzó a trabajar en una empresa de exportación hasta que pudo costearse el viaje para hacer sus Américas. Su profundo sentido del honor, su extraordinaria capacidad intelectual y su ambición política pronto llamaron la atención de George Washington, que lo nombró ayudante de campo en 1777. Desde entonces y hasta la muerte del general en 1799, Hamilton fue uno de sus más leales colaboradores.
Ávido lector de Hobbes y Montesquieu, amante de la eficiencia, el realismo político, el orden y la organización, al no estar vinculado por nacimiento a colonia alguna, Hamilton representaba mejor que nadie la necesidad de un poder federal centralizado y fuerte, así como la defensa de los intereses mercantiles e industriales de los puertos marítimos y la importancia de las grandes ciudades, como su querida Nueva York.
Hamilton deseaba emplear, y de hecho lo consiguió, toda la potencialidad del poder federal para modernizar la joven nación americana. Soñaba con una nación industrializada, que ocupara un peso específico en el concierto de las naciones del orbe. Por eso, como primer secretario del Tesoro del presidente Washington, Hamilton apostó por el apoyo a las industrias nacientes, por el establecimiento de tarifas arancelarias moderadas, por las restricciones a la importación y por el fomento de las relaciones comerciales con Gran Bretaña.
Hamilton diseñó un eficaz sistema de crédito nacional con el fin de garantizar el desarrollo industrial, la actividad comercial y las operaciones del gobierno. Para Hamilton, el interés general y la creatividad humana eran los verdaderos garantes de toda economía: "La deuda nacional, si no es excesiva, será para nosotros una bendición nacional", repetía una vez y otra con palabras que escandalizan, entre otros, a su colega Jefferson.
En efecto, muy poco tiene que ver con lo descrito hasta ahora la figura del autor de la Declaración de Independencia y tercer presidente de los Estados Unidos. De insaciable curiosidad intelectual, amante de la libertad política y del cultivo de las virtudes republicanas, de su querida Virginia y de su preciosa finca en Monticello, Thomas Jefferson era unos cuantos años mayor que Hamilton. Aristócrata ilustrado, con la vida ya resuelta desde su primer aliento y casado con una joven viuda rica, Jefferson representaba el poder de los estados coloniales en defensa de una república agraria descentralizada.
Como secretario de Estado del presidente Washington, Jefferson no cuestionaba la importancia de un gobierno central fuerte en las relaciones exteriores, pero no quería en modo alguno trasladar ese esquema a la política interna de los Estados Unidos. Jefferson advertía a sus paisanos que no era amigo de un gobierno federal "con mucha energía", y aborrecía cualquier idea que pudiera sonar lo más mínimo a tiranía. Por origen, trayectoria, ideología y carácter, el choque entre Jefferson y Hamilton era constante, por más que Washington intentara mediar.
Cuando Hamilton presentó su proyecto de ley para establecer un banco nacional, Jefferson se opuso firmemente. Erigido en representante de los defensores de los derechos de los estados, Jefferson afirmó que la Constitución expresamente enumeraba todas las competencias del gobierno federal reservando las demás a los estados. En ninguna parte se decía que alguien estuviera facultado para establecer un banco nacional.
HAMILTON defendió una posición contraria basada en una interpretación de la norma constitucional más elástica y flexible, acomodada a las necesidades políticas y sociales. Y fue la que prevaleció, marcando un importante precedente en la interpretación constitucional expansiva de las competencias del gobierno federal. Gracias a su aprobación por el Congreso, las medidas adoptadas por Hamilton alentaron y estimularon el comercio y la industria, y sirvieron para poner las bases del espléndido desarrollo económico de los Estados Unidos como potencia mundial. De haber seguido la política democrática jeffersoniana, otro hubiera sido el camino recorrido por esa gran nación americana. Muy otro, sin duda.
La profunda crisis que nos aflige es un momento privilegiado para preguntarnos seriamente por el modelo de Europa que deseamos. Ese modelo condicionará por decenios la política económica y financiera que deba llevarse a cabo desde la Unión Europea. Y también nuestras democracias. La respuesta es compleja, tanto técnica como políticamente. Pero si algo no cabe es una respuesta esquizofrénica, como la actual.
No se puede soñar con la Europa de Hamilton aplicando la política de Jefferson: no se puede aspirar a una Europa institucionalmente fuerte, desempeñando un papel importante en nuestro orbe globalizado, defendiendo, al mismo tiempo, la plena soberanía de los estados miembros de la Unión. Pero tampoco se puede soñar con una bucólica Europa jeffersoniana, si queremos salir de la crisis económica a corto o medio plazo.
A estas alturas, se quiera o no, estamos abocados a la construcción de una Europa hamiltoniana, es decir, al establecimiento de un modelo económico y financiero sólido sobre el que se puedan apoyarse las instituciones democráticas europeas y los estados miembros de la Unión. Y una respuesta hamiltoniana exige medidas hamiltonianas. El precio político y social que hay que pagar es muy alto: cesión de soberanía estatal en un marco de ausencia de legitimidad democrática por falta de responsabilidad política. Pero, aunque me cueste decirlo porque mi corazón es jeffersoniano, no hay otra salida. Dos siglos después, Hamilton sigue venciendo a Jefferson. También en Europa.