03/02/2022
Publicado en
El Norte de Castilla
Salvador Sánchez Tapia |
Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Navarra
La pregunta parece obligada estos días en tertulias y discusiones: ¿habrá invasión rusa? Queda la respuesta para los arúspices; estas líneas se limitarán a esbozar algunas claves del momento que vive el Este de Europa, dejando que cada cuál derive de ellas las conclusiones que considere más plausibles.
Conviene comenzar señalando la importancia que, para Rusia, tiene su vecino occidental. Ucrania ocupa un lugar central en la memoria colectiva rusa, pues fue en Kiev donde se estableció el Rus que inició la andadura histórica de la Rusia actual; Catalina la Grande incorporó -rusificándolo- el territorio al imperio ruso; y en el siglo XX, constituyó una parte importante de la Unión Soviética hasta que Moscú, impotente y humillada, tuvo que asistir a su independencia en 1991.
Por encima de cuestiones sentimentales, Ucrania ha sido históricamente la puerta de entrada de invasiones que han tratado de alcanzar Moscú desde el Oeste, y una parte esencial, por tanto, del glacis de seguridad ruso. Además, el control de la península de Crimea le da, a través del importante puerto de Odessa, un acceso vital a las calientes aguas del Mar Negro, y le acerca a la región moldava de Transnistria, bajo el control de Rusia.
Demográficamente, por mor de la política de rusificación practicada por algunos de los gobernantes que Rusia ha tenido a lo largo de su historia, Ucrania cuenta con un 18% de población rusa, concentrada en su mayoría en la región sudoriental del país y en la península de Crimea.
Todas estas cuestiones convierten a Ucrania en una pieza clave de la identidad de Rusia y de su sistema de seguridad. Mantener al país dentro de lo que Moscú considera como su “esfera de influencia” resulta, por tanto, un interés vital para el país, que no puede permitir que Kiev escape de su control.
Desde que la URSS colapsó, Rusia, heredera de la Unión, ha contemplado con creciente frustración el desmoronamiento del cinturón de seguridad que la protegía. Uno tras otro, los países que componían el Pacto de Varsovia, y algunas de las repúblicas ex-soviéticas, fueron escapando de la órbita rusa para entrar en la occidental, a cuyas instituciones se adhirieron en busca de prosperidad y seguridad.
Eso es, precisamente, lo que estaría tratando de hacer el gobierno de Kiev después del intento de acercamiento a la OTAN y a la UE que se ensayó en 2014 y que terminó con la ocupación rusa de Crimea y de la región del Donbas, y lo que habría provocado el despliegue por Moscú de más de cien mil hombres y de numerosos medios de combate en la proximidad de la frontera de Ucrania con Rusia y Bielorrusia para exigir a Occidente garantías firmes de que Ucrania nunca formará parte de la OTAN lo que, para Rusia sería, casi con total seguridad, un casus belli.
Si, en aquella ocasión, Rusia intentó conjurar esa posibilidad con acciones cuya autoría directa negó -con poca credibilidad -, ahora eleva la puja haciendo una demostración indisimulada de fuerza junto a su frontera con Ucrania para convencer a Kiev y a Occidente de lo serio de sus intenciones, y para plantear una demanda maximalista que Estados Unidos y la Alianza se han apresurado a rechazar como inaceptable por violar el derecho de Ucrania a su soberanía.
Ante las exigencias rusas, Occidente presenta un frente fracturado. La Unión Europea, internamente dividida sobre la cuestión, adopta un papel secundario, con el presidente Macron buscando una salida negociada que no ponga en peligro el suministro de gas del que la UE tanto depende. La OTAN, no vinculada legalmente con la seguridad de Ucrania, no tiene apetito por intervenir directamente en su favor -lo que, por sí solo, habla elocuentemente sobre la importancia que para los aliados tiene la seguridad ucraniana-, de modo que el esfuerzo disuasorio, liderado por Estados Unidos, se centra en el refuerzo militar de Ucrania, para que trate de defenderse sola, y en la promesa de duras sanciones económicas a Rusia, sobre las que tampoco hay consenso entre los aliados occidentales.
El tiempo transcurrido desde que se inició la crisis, y la propia actitud y retórica de Vladimir Putin, argumentando que no tiene intención de invadir, invitan a pensar que aún queda un estrecho margen para el entendimiento. Sin embargo, ha planteado su envite en unos términos que hacen difícil pensar en una desescalada que, si se produjera sin más, dañaría seriamente su reputación y credibilidad.
No resulta descabellado pensar en la posibilidad de que, a puerta cerrada, se acordara conceder a Rusia algún tipo de garantía que satisficiera suficientemente sus necesidades de seguridad, y que pudiera venir acompañada de algún gesto público del gobierno de Ucrania o, incluso de alguna acción militar rusa de alcance limitado que asegure su control de la zona rusa de Ucrania y que, cabe imaginar, sería tolerada por Estados Unidos, no sin protestas, claro está.
A medida que pasa el tiempo, el mundo contiene la respiración, mientras Rusia y Ucrania intensifican su actividad militar en la zona fronteriza. Mientras se aguarda una salida negociada al conflicto, conviene proceder con suma cautela para no empeorar la situación, con la esperanza de que no se produzca ni un incidente, ni un accidente, que pudiera precipitar una situación tan inestable como la que se vive hoy en la región.