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Las Mujeres en las Artes y las Letras en Navarra (18). Escritura epistolar de mano femenina

03/06/2024

Publicado en

Diario de Navarra

Cristina Tabernero |

Catedrática de Lengua Española

Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda, mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, aspectos sobre la relación de la mujer con las artes y las letras en Navarra

Voces anónimas femeninas en la Edad Moderna (siglos XVII-XVIII)

No engañe el título al lector sobre el propósito de estas líneas, que, lejos de rememorar a mujeres navarras que ejercitaron su pluma con afán literario, quieren traer al recuerdo voces anónimas femeninas que, siglos atrás, aprovecharon la oportunidad que les brindaba la escritura como forma de comunicación. La mayor parte de ellas escogió uno de los escasos rincones que, por razón de sexo, les estaba permitido frecuentar, un espacio dialógico desde el que suplicar ayuda, pedir un favor y, sobre todo, compartir noticias, emociones o sentimientos: la carta. A ella se aferraron incluso las manos más torpes, transformándola en una ventana que abrió a las mujeres la posibilidad de salir del mundo doméstico en el que estaban confinadas.

Escritura epistolar

Desde la Antigüedad, fue este de la escritura un oficio necesario para desenvolverse en los foros públicos y, por lo mismo, sin relación con un mundo femenino carente, según se decía entonces, de la capacidad precisa para las tareas del intelecto. Estaba ampliamente aceptado que los espacios femeninos debían limitarse al ámbito privado, en el que de nada servía la habilidad escriptoria. El cambio social iniciado con la Edad Moderna quiso, sin embargo, que la escritura se convirtiera necesariamente en un bien común, de progresiva popularización, mediante el que mantener vínculos en la distancia, próxima o remota: de Artajona a Andosilla, de Estella a Zaragoza o de Sorlada a Pamplona, lo mismo que de San Sebastián a Venezuela.

El género epistolar fue poco a poco cobrando su protagonismo como canal entre ausentes gracias a la confluencia de múltiples factores que favorecieron la expansión de su uso a la denominada «gente común». Las cartas, que arrastraban ya en los albores del siglo XVI una larga tradición, se convirtieron en el único modo de mantener una relación en los casos en que la autoridad paterna prohibía el cortejo o cuando todo un océano interrumpía el contacto con quienes emigraron a un Nuevo Mundo. Si a esta reciente realidad unimos una paulatina expansión, aunque lenta, de la alfabetización y una mejora sustancial de la organización del correo, entendemos por qué suele calificarse a la Edad Moderna como "sociedad epistolar".

Escribir misivas se convirtió, así pues, en una práctica habitual, especialmente presente, por ejemplo, en la relación entre enamorados, como parte del cortejo, unas veces secreto y oculto en la más estrecha intimidad de los amantes; otras, a pesar de la privacidad de su destinatario, forma pública de confirmar la palabra dada. Fue precisamente este género el medio, casi el único y desde luego el más general, que permitió a las mujeres de aquellas épocas hablar desde la escritura. Los manuales epistolares, que proliferaron desde el siglo XVI, y los textos literarios crearon un clima de cultivo epistolar que acabó contagiando los usos populares y configurando una serie de modelos de los que bebieron enseguida mujeres socioculturalmente menos favorecidas. En un principio, es cierto, fueron las socialmente más privilegiadas quienes se asomaron a esta escritura epistolar; en el marco de la escasísima alfabetización femenina, eran ellas las primeras que accedían a este tipo de instrucción de la mano de preceptores particulares. Sin embargo, como ocurre con cualquier tendencia, esta moda epistolar se extendería después a los sectores menos elevados.

Mujeres navarras que redactaron cartas

Por el estudio de la correspondencia femenina conservada, por lo general la de las casas reales y nobles, hemos sabido que el papel mediador de las mujeres fue esencial en el entramado de las redes clientelares que caracterizaron la sociedad y la política de aquellos períodos. Pero también hemos podido acceder, desde la historia cultural, al pequeño mundo de otras muchas mujeres y entrar en la intimidad de sus casas, de sus costumbres o de la vida cotidiana de sus pueblos.

En este contexto es en el que escribieron cartas muchas mujeres navarras de los siglos XVII y XVIII. Son textos de mujeres anónimas a los que difícilmente tenemos acceso hoy. El anonimato de sus redactoras y su intrascendencia histórica han facilitado su desaparición, salvo que estas letras hubieran resultado vitales, por ejemplo, para el cumplimiento de una promesa. Este es el caso de las cartas recuperadas por J.M. Usunáriz, catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Navarra, entre los procesos por ruptura de palabra matrimonial conservados en el Archivo Diocesano de Pamplona. Las redactoras de estas misivas son mujeres navarras y guipuzcoanas que, en unos casos, la mayoría, reclamaron a sus prometidos el compromiso adquirido y, en otros, fueron objeto de denuncia por la misma razón.

Entre las navarras, Isabel de Errazquin (Estella, 1672), Francisca de Baigorritegui (Andosilla, 1717), María Rosa Donado (Urroz Villa, 1718), Juana María de Idoy (Pamplona, 1724), María Agustina de Ustáriz (1730, Elizondo), Martina de Irigoyen (1737, Huarte), Narcisa de Haro (1758, Estella), María Miguel de Berango (1765, Tafalla), Juana Antonia Chavarría (1766, Sorlada-Arróniz), María Bautista de Berro (1766, Sorlada), Josefa de Espuche (1772, Areso) o Ignacia de Olóriz (1783, Falces) son las manos que firman gran parte de estas misivas. Es cierto que algunas de ellas procedían de casas acomodadas o de familias de alcurnia venidas a menos, pero en ningún caso pertenecían a la alta nobleza sino a ese grupo social intermedio que agrupaba a los miembros del clero y de la baja nobleza, fundamentalmente rural, o de la burguesía urbana (bachilleres, licenciados, médicos, mercaderes, maestros, etc.).

Isabel de Errazquin es una monja profesa de 27 años, a la que su enamorado y primo hermano ayudó supuestamente a huir del convento de Santa Clara de Estella. María Agustina, comprometida con Juan Francisco de Arizcun, es hija de los dueños de un palacio de cabo de armería, que manifiesta la instrucción que había recibido escribiendo sus misivas con letra clara y bien segmentada. Aunque poco sabemos en otros casos sobre la procedencia de estas mujeres, la buena caligrafía, las capitales historiadas y la correcta separación de palabras llevan a pensar que alguna de ellas, por ejemplo, la tafallesa María de Berango, habría recibido una buena educación y formaría parte de una familia bien situada. Las pertenecientes a la burguesía urbana, en cambio, tan pronto dan muestra de la pulcritud de escritura que proporciona el aprendizaje como, entre renglones torcidos, declaran con humildad retórica su escasa destreza escriptoria: «pero encargo a Vmd enseñe esta a nadie porque lo sentiré en el alma, pues solo por Vmd ubiera tomao la pluma, pues no he echo otro tanto en mi bida» (Narcisa de Haro, 17 de septiembre de 1757).

La popularización de la escritura epistolar

Fuera de algunas representantes de estos grupos, la mayoría de estas mujeres son criadas o «viudas sin caudales», cuyas familias tienen por lo común oficialmente reconocida la condición de pobreza, lo que no implicaba necesariamente el desconocimiento de la lectura y de la escritura. Junto a las que apenas se manejaban en la escritura, tanto en su materialidad como en la construcción de un texto coherente y conforme a las convenciones de la retórica epistolar, las hay que se mueven con relativa soltura y ofrecen muestras de cierta habilidad: separan correctamente las palabras o conocen las abreviaturas al uso de las cartas –Vm, Sª, Q.S.M.B. («Que su mano besa»), Nro. Sr le Ge Ms As («Nuestro Señor le guarde muchos años»). Haber disfrutado en un momento anterior de mejor situación económica y social, la gratuidad de la escuela elemental para los «pobres de solemnidad» o el interés de las señoras por que sus criadas poseyeran cierta instrucción -leer, escribir y contar-, necesaria para ayudar en el gobierno de la casa, son algunos de los motivos por los que, en contra de lo que se puede esperar, estas mujeres poseen competencia escrita; en cambio, es el género el que determina que, al contrario, la buena posición no asegure la alfabetización de sus mujeres y la consiguiente destreza en el manejo de la escritura. Esta posibilidad es tanto más acusada cuanto más retrocedemos en el tiempo, pues el considerable aumento de los niveles de alfabetización que representa el siglo XVIII afectó también al sexo femenino, siempre, eso sí, con valores considerablemente más bajos que en el caso de los varones.

Aunque en aquellos siglos era de uso común la circulación de los manuales epistolares mencionados más arriba, no es en sus páginas donde estas mujeres navarras de nivel sociocultural medio o bajo aprendieron la redacción epistolar. Fueron precisamente las cartas los modelos sobre los que se instruyeron en la escritura y fue a través de la transmisión popular como conocieron las fórmulas de saludo y despedida o el modo oportuno de comenzar o terminar una misiva. Con todo, salvo las más avezadas en el uso de la escritura (pongamos por caso, nuestra Agustina de Ustáriz), el resto se limitaba a repetir una nómina aprendida de fórmulas epistolares, con escaso índice de variación; el cuerpo de la carta se encargaba de poner de manifiesto lo limitado de la instrucción de estas mujeres, que escribían según los moldes de la conversación: «estarás con Bicente y le dirás que una carta que te inbié por el coreo, que si la ha recebido y me lo enbiarás a decir. Y aquí no hay nobedá ninguna pero anda mucha enfermedá por el lugar» (Antonia Chavarría, 1766, Sorlada-Arróniz). Estas mujeres carecían de la libertad que otorga el dominio de esta destreza a quienes, más instruidos, podían permitirse la licencia de alterar las fórmulas sin miedo a equivocarse: mujeres nobles o una buena parte de los varones de su misma condición.

¿Escritura femenina?

El caso es que por este cultivo femenino del género se ha venido repitiendo, como una verdad incontestable, la «superioridad del talento epistolar en las mujeres», pensando que es la carta el lugar idóneo para las manifestaciones prototípicamente femeninas, como la cortesía o la expresión de los afectos. Está claro que hombres y mujeres escribieron cartas; si lo hicieron de diferente manera, se debió sobre todo a la distancia que separó sus mundos durante mucho tiempo y, por ello, a la imagen social que se esperaba de cada género.

Es difícil aventurar si la forma de redactar cartas de estas mujeres difería de las de los varones de su misma condición, a menudo destinatarios de sus misivas. Como muestra de un carácter natural o aprendido, las cartas de Isabel, Agustina o María son más corteses, se entretienen más en el relato de los acontecimientos, proporcionan la información con más detalle o a menudo ratifican el propio discurso con la autoridad de la experiencia general de sentencias y refranes. En cualquier caso, hay un elemento que destaca por encima de todo el resto: una lengua más propia de la conversación que de la escritura como producto de una competencia escrita más limitada en el caso de la mano femenina, que, sobre otros factores, cabe achacar principalmente al diferente nivel de alfabetización.

Por encima de estas diferencias, lo que importa es que estas mujeres, desde sus niveles de instrucción, eran conscientes de lo que significaba el acto de escritura epistolar, de acuerdo con el papel que, según su género, les había sido atribuido por nacimiento. La misma asunción de un rol es la que las lleva a comportarse con arreglo a las normas establecidas y manifiestar formulariamente la esperada represión de sus sentimientos: «Yo, que soy mujer, no me está bien el echar flores a quien le quiero bien y estimado su fabor» (María Josefa de Suescun, 1741). A pesar de su torpeza lingüística, estaba claro que habían aprendido a manejar los códigos de la cortesía y a servirse de los recursos que el lenguaje les ofrecía para comunicar sus emociones a través de la escritura.