3 de julio de 2024
Publicado en
Expansión
Gonzalo Villalta Puig |
Catedrático de Derecho Internacional Público de la Universidad de Navarra
En estos tiempos de polarización ideológica vacíos, con imprudente frecuencia, de rigor filosófico y de compromiso formativo, resulta oportuno reflexionar sobre el significado y la importancia de la libertad económica tal como es concebida por el pensamiento liberal clásico anglo-británico, desde John Locke a Friedrich Hayek.
Esta escuela de pensamiento define la libertad económica como la capacidad del ciudadano para trabajar, emprender, realizar transacciones, poseer propiedades y utilizarlas. Presupone el reconocimiento estatal de esos derechos cívicos en pro de la actividad económica autónoma y de la propiedad personal y productiva, ambos garantes de la libertad de producir y distribuir bienes y servicios. En última instancia, es la libertad conjunta de propiedad privada y de contrato o, más sencillamente, la libertad de elección tanto en propiedad como en contrato.
Así definida, la libertad económica se traduce en la libre agencia económica en el mercado que, a su vez, lleva a la prosperidad y, a través de la prosperidad, a la estabilidad en paz social. No sólo permite que “la gente buena haga el bien”, como escribió célebremente Milton Friedman junto con su mujer Rose en Libre para eligir, sino que también incentiva a la gente mala a hacer igualmente el bien. La libertad económica es buena porque favorece al bien común en la prosperidad y estabilidad. Este pensamiento se sostiene en la idea del orden espontáneo, entendiendo que la interacción voluntaria e interesada entre agentes económicos minimiza el desperdicio, maximiza la producción, efectúa una distribución óptima y eficiente de los recursos, promueve la innovación creativa y facilita la interdependencia sociopolítica.
La libertad económica, en definitiva, facilita la felicidad particular en el bien común – principio central e integrador de la ética social – que, a su vez, se define como el pleno desarrollo de la personalidad humana, es decir, la realización integral y sostenible tanto para el individuo como para la comunidad. La libertad económica es, por tanto, un medio para un fin en el sentido de condición necesaria, aunque no suficiente; es parte de la suma de aquellas condiciones de la vida social, como la paz, la justicia, la abundancia, la salud y la seguridad, que permiten a los individuos y a las comunidades un acceso completo y rápido a su propia realización.
Entendida así, la libertad económica no niega que los derechos individuales de propiedad privada, tan importantes para la dignidad humana y su desarrollo, son susceptibles de regulación por parte de la autoridad pública en interés de la comunidad: es más, el Estado tiene una función legítima en la administración de esquemas de justicia distributiva en aras de la equidad en la medida en que no revocan sistemáticamente la libertad económica. El bien de la comunidad política legitima la regulación de la actividad económica para corregir los monopolios y otras fallas y fraudes del mercado. También la tributación; bien para financiar subvenciones en efectivo, la provisión compasiva – justa, en definitiva – de bienes públicos esenciales (salud, vivienda, educación), o apuntalar la dignidad humana básica, especialmente la de aquellos que, involuntariamente, son incapaces de representar su propia agencia económica.
Tomando de patrón el liberalismo clásico y la economía del laissez-faire, para el constitucionalismo de libre mercado – free market constitutionalism – la autoridad pública tiene como obligaciones fundamentales: la conservación de la ley y el orden, la protección de la propiedad privada, la aplicación de las leyes, el cumplimiento de los acuerdos contractuales, la promoción de la competencia leal, la integridad del dinero, la liberalización del comercio y la provisión de un bienestar mínimo para una vida digna, todos ellos valores constitucionales determinantes para la preservación y promoción de la libertad económica. La autoridad pública tiene otra obligación fundamental: abstenerse en la medida de lo posible de una gestión demasiado estrecha de las vidas de los residentes como agentes económicos y de una intervención demasiado proactiva en el proceso de mercado a través de políticas macroeconómicas, industriales o de redistribución del ingreso.
Ante este modelo político-constitucional prevalece lo individual frente a lo colectivo, el laissez-faire frente al intervencionismo, el emprendimiento frente al “bienestarismo”, la libertad frente a la igualdad. Es destacable que aquellas sociedades con legado anglo-británico como es el caso de Singapur, Nueva Zelanda, Estados Unidos, Irlanda, Australia, Canadá y, muy lógicamente, Reino Unido, son economías todas que, para el Fraser Institute, aparecen entre las diez más libres del mundo. Ofrecen todas un mercado dinámico y diverso, creativo e innovador, emprendedor y seguro, donde sus residentes – individual y colectivamente – pueden ejercer su agencia económica, organizando sus talentos y recursos con la mayor libertad del mundo. Para The Heritage Foundation, España no aparece entre las economías libres del mundo, ni siquiera entre las mayormente libres; sino entre las moderadamente libres.
Sin libertad económica no puede haber prosperidad y sin prosperidad no puede haber estabilidad.