03/10/2023
Publicado en
Omnes
Ramiro Pellitero |
Profesor de la Facultad de Teología
El Papa Francisco realiza un viaje apostólico a Mongolia del 31 de agosto al 4 de septiembre. En su audiencia del miércoles 6 de septiembre, a su regreso, Francisco se preguntó: “¿Por qué el Papa va tan lejos a visitar un pequeño rebaño de fieles?” (de hecho, hay unos 1500 fieles católicos).
Dos días antes, en el vuelo de regreso decía que estaba contento al menos por este motivo: “Para mí, el viaje era conocer a este pueblo, entrar en diálogo con este pueblo, recibir la cultura de este pueblo y acompañar a la Iglesia en su camino con mucho respeto por la cultura de este pueblo”.
Los primeros misioneros llegaron a Mongolia en el siglo XIII y se mantuvieron un siglo. Una segunda etapa comenzó a mediados del siglo XIX, cuando se estableció la primera jurisdicción católica; pero terminó pronto, con la instauración del régimen comunista.
La tercera y definitiva recomenzó en 1991: Juan Pablo II no pudo visitar el país y en 2011 Benedicto XVI recibió en audiencia al presidente de Mongolia. Además, el Papa señaló la efeméride de los 860 años del nacimiento de Gengis Kan.
En la audiencia del mismo miércoles, explicaba Francisco en alusión a su viaje que “es justo allí, lejos de los focos, donde encontramos a menudo los signos de la presencia de Dios, que no mira las apariencias, sino el corazón” (cfr. 1 Sam 16, 7). De hecho, continuaba, tuvo la gracia de encontrar en Mongolia “una Iglesia humilde pero feliz, que está en el corazón de Dios”.
La inculturación del Evangelio se realizó siguiendo la estela del servicio y de la caridad en aquella tierra de tradición budista. Y también, de hecho, al final de su visita pastoral el Papa inauguró la Casa de la Misericordia, un lugar abierto a todos donde los misioneros acogen a la gente que acude.
Esperar y caminar juntos
La visita comenzó el sábado, 2 de septiembre, en el encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático (cfr. Discurso en el Palacio de Gobierno de Ulán Bator, 2-IX-2023). Tras evocar el comienzo de las relaciones entre Mongolia e Inocencio IV (1246), de cuyo documento traía copia auténtica Francisco, se refirió a la sabiduría de ese pueblo representada por la Ger, la casa tradicional, abierta a los espacios inmensos del campo y del desierto, y su tradición respetuosa por la vida y por la tierra.
Aquí señaló el Papa: “Lo que para nosotros cristianos es la creación, es decir, el fruto de un benévolo designio de Dios, ustedes nos ayudan a reconocerlo y a promoverlo con delicadeza y atención, contrastando los efectos de la devastación humana con una cultura del cuidado y de la previsión, que se refleja en políticas de ecología responsable”. Además, Mongolia está comprometida con el progreso moderno y la democracia, los derechos humanos (incluida la libertad de pensamiento y de religión) y una paz libre de amenazas nucleares y de la pena capital.
“En la contemplación de los vastos horizontes, poco poblados por seres humanos”, ponderó el sucesor de Pedro, “se ha afinado en vuestro pueblo una propensión al aspecto espiritual, al que se accede otorgando valor al silencio y a la interioridad”. Esto es un antídoto contra el “peligro que representa el espíritu consumista de hoy en día, que además de crear muchas injusticias, lleva a un individualismo que olvida a los demás y a las buenas tradiciones recibidas”.
Y añadió: “Las religiones, por el contrario, cuando se inspiran en su patrimonio espiritual original y no son corrompidas por desviaciones sectarias, son a todos los efectos soportes fiables para la construcción de sociedades sanas y prósperas, en las que los creyentes no escatiman esfuerzos con el fin de que la convivencia civil y los proyectos políticos estén siempre al servicio del bien común, representando también como un freno a la peligrosa carcoma de la corrupción”.
De hecho, los actuales acuerdos de Mongolia con la Santa Sede van en la línea del desarrollo humano integral, de la educación, la sanidad, la asistencia, la investigación y la promoción cultural. Y “dan testimonio del espíritu humilde, del espíritu fraterno y solidario del Evangelio de Jesús, el único camino que los católicos están llamados a recorrer en el itinerario que comparten con todos los pueblos”.
De esta manera comenzaba la propuesta correspondiente al lema elegido para este viaje: “Esperar juntos”; caminar los católicos junto con los demás ciudadanos, bajo la magnanimidad y estabilidad del cielo de Mongolia.
Vale la pena
El mismo sábado, día 2, tuvo lugar el encuentro con los obispos, sacerdotes, misioneros, consagrados, consagradas y agentes pastorales (cfr. Discurso en la Catedral de Ulán Bator, 2-IX-2023).
El sucesor de Pedro parafraseó las palabras del salmo 34 mirando a los presentes, “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (v. 9): “‘Gastar la vida por el Evangelio’: es una bella definición de la vocación misionera del cristiano, y en particular del modo en que los cristianos viven esa vocación aquí”.
Y ¿por qué gastar la vida por el Evangelio?, se preguntaba Francisco, para responder: “Porque se ha gustado ese Dios que se hizo visible, tangible, perceptible en Jesús (cfr. Sal 34). Sí, es Él la buena noticia destinada a todos los pueblos, el anuncio que la Iglesia no puede dejar de llevar, encarnándolo en la vida y ‘susurrándolo’ al corazón de cada individuo y de cada cultura”.
Se trata muchas veces –explicó– de un proceso lento mediante el cual el lenguaje de Dios –a partir de la contemplación del rostro del Señor y el encuentro con Él en la Palabra y en la Eucaristía y en los necesitados– es luz que transfigura el rostro y lo hace a su vez resplandeciente.
Les animó el Papa a seguir y renovar ese mirar, y caminar en la alegría del Evangelio, que brota de la adoración. De la adoración que hemos perdido en esta época de pragmatismo. Pero el rostro de Jesús es nuestro tesoro (cfr. Mt 13, 44), la perla preciosa por la cual vale la pena gastar todo (cfr. Mt 13, 45-46).
Además, Jesús envió a los suyos a “testimoniar con la vida la novedad de la relación con su Padre, para que fuese ‘Padre nuestro’ (cfr. Jn 20, 17), activando de esa manera una concreta fraternidad con cada pueblo”.
En este punto se detuvo Francisco, para observar que “la Iglesia no tiene ninguna agenda política que sacar adelante, sino que solo conoce la fuerza humilde de la gracia de Dios y de una Palabra de misericordia y de verdad, capaz de promover el bien de todos”.
A esto sirve la estructura sacramental de la Iglesia y también sus ministros, concretamente los obispos. Estos no gobiernan con criterios políticos espirituales, buscando la unidad sobre la base de la fe (de la fidelidad) y del amor a Cristo, con oración, sencillez y sobriedad, y con cercanía y misericordia hacia las personas. Y así la comunión eclesial es ya anuncio de la fe y contribuye a la inculturación de la fe y a mantener la esperanza en medio de las dificultades de la vida.
“Por esto”, concluía el Papa, “la Iglesia se presenta ante el mundo como una voz solidaria con todos los pobres y los necesitados, no calla ante las injusticias y con mansedumbre se compromete a promover la dignidad de cada ser humano”. De ahí que sea necesario ir adelante, sin depender de los éxitos o las estadísticas, sin cansarse de evangelizar, con oración y fidelidad, con creatividad y alegría.
Un patrimonio de sabiduría
Al día siguiente, domingo 3, tuvo lugar un encuentro ecuménico e interreligioso en el Teatro Hun de la capital (cfr.Discurso 3-IX-2023).
Alabó Francisco la armonía existente en la cultura de Mongolia –ampliamente extendida, inmensos parajes entre el cielo y la tierra–, capaz de asimilar credos y perspectivas culturales distintas; pues “por el modo en que logremos la armonía con los demás peregrinos sobre la tierra y en la forma que consigamos transmitir armonía, allí donde vivimos, se mide el valor social de nuestra religiosidad”. Una armonía que es casi sinónimo de belleza y de sabiduría.
Esa sabiduría brilla en Asia y concretamente en Mongolia: un “gran ‘patrimonio de sabiduría’ que las religiones que aquí se difundieron han contribuido a crear, y que quisiera invitar a todos a redescubrir y valorar”.
De este patrimonio, el Papa enumeró diez aspectos muy necesarios en la situación actual: la buena relación con la tradición; el respeto por los ancianos y los antepasados; el cuidado por el medio ambiente; el valor del silencio y de la vida interior; un sano sentido de frugalidad; el valor de la acogida; la capacidad de resistir al apego a las cosas; la solidaridad; el aprecio por la sencillez; y un cierto pragmatismo existencial, que tiende a buscar con tenacidad el bien del individuo y de la comunidad.
Les confirmó el Papa que la Iglesia católica desea caminar en esa línea del “diálogo en un triple nivel”: el diálogo ecuménico, el diálogo interreligioso y el diálogo cultural. Un diálogo basado en la encarnación del hijo de Dios. Un diálogo que no es contrario al anuncio y que no elimina las diferencias, pero “ayuda a comprenderlas, las preserva en su originalidad y las hace capaces de confrontarse en pos de un enriquecimiento franco y recíproco”, mientras caminamos con esperanza entre el cielo y la tierra. Como decía el filósofo, “cada cual fue grande según el objeto de su esperanza: uno fue grande en la que atiende a lo posible; otro en la de las cosas eternas; pero el más grande de todos fue quien esperó lo imposible” (S. A. Kierkegaard, Temor y temblor, Buenos Aires, 1958, 12).
Nómadas, peregrinos de Dios
Más tarde, en la Misa celebrada en el Steppe Arena (cfr. Homilía del domingo, 3-IX-2023), volvió Francisco sobre el camino como imagen de la vida cristiana: “camino de amor” que recorremos con el agua viva del Espíritu Santo, que apaga la sed de nuestra alma (cfr. Jn 4, 10).
Como Abrahán, los creyentes somos “‘nómadas de Dios’, peregrinos en búsqueda de la felicidad, caminantes sedientos de amor”. Hemos de “dejarnos amar por Dios para hacer de nuestra vida una ofrenda de amor. Porque solo el amor apaga verdaderamente nuestra sed. No lo olvidemos: solo el amor apaga verdaderamente nuestra sed”. Por tanto, apunta Francisco, nuestra sed no se apaga con el éxito, el poder o la mentalidad mundana. De hecho, Jesús nos dice que para seguirle hay que abrazar la cruz.
Por eso, “cuando pierdes tu vida, cuando la ofreces sirviendo con generosidad, cuando la arriesgas comprometiéndola en el amor, cuando haces de ella un don gratuito para los demás, entonces vuelve a ti abundantemente, derrama dentro de ti una alegría que no pasa, una paz en el corazón, una fuerza interior que te sostiene”. Insistió el obispo de Roma: “Solo el amor apaga la sed de nuestro corazón, solo el amor cura nuestras heridas, solo el amor nos da la verdadera alegría. Y este es el camino que Jesús nos ha enseñado y ha abierto para nosotros”.
Una Casa con cuatro columnas
El último día en Ulán Bator, el Papa se encontró con los operadores de la caridad e inauguró la Casa de la Misericordia (cfr. Discurso, 4-IX-2023). Allí reafirmó, como en otros lugares a lo largo de estos diez años de pontificado, lo que suele llamar “el gran protocolo”, la escena de Jesús como pastor-juez en el juicio final (cfr. Mt 5, 35): “La dimensión caritativa funda la identidad de la Iglesia”.
Subrayó que también en Mongolia, como sucedió desde el principio con la Iglesia, esta se apoya sobre “cuatro columnas: comunión, liturgia, servicio, testimonio” (cfr. Hch 2, 42): en su pequeñez, “vive de la comunión fraterna, de la oración, del servicio desinteresado a la humanidad que sufre y del testimonio de la propia fe”. Esto se viene haciendo aquí desde que llegaron los primeros misioneros, hace treinta años: dieron un gran valor a la caridad. Y se sigue haciendo como ayuda concreta que la sociedad civil reconoce, aprecia y agradece.
También el Papa lo agradeció, mientras inauguraba la Casa de la misericordia de Ulán Bator, como expresión del servicio de la prefectura apostólica –como nombre de la Iglesia misma– que camina en Mongolia. A esta casa están invitados todos, para colaborar en el voluntariado que hace posible su labor gratuita. Si bien necesita cierta profesionalidad en quienes la mantienen y organizan, el motivo principal para trabajar, especialmente por los más necesitados, debe ser el amor.
Por ello el Papa quiso concluir recordando un conocido episodio de la vida de Teresa de Calcuta. Un periodista, al verla inclinarse sobre la herida maloliente de un enfermo, le dijo: “Lo que ustedes hacen es hermosísimo, pero personalmente no lo haría ni por un millón de dólares”. Y ella le respondió: “Tampoco yo lo haría por un millón de dólares; ¡lo hago por amor a Dios!”. Pidió Francisco que ese estilo de gratuidad fuera el valor agregado de la Casa de la Misericordia.