03/10/2024
Publicado en
El Debate
Alfonso Sánchez-Tabernero |
Rector de la Universidad (2012-2022)
La vida de Alejandro Llano ha estado llena de paradojas. Tal vez su singular capacidad analítica le impedía imaginar un mundo de buenos o malos, de verdades o mentiras, de belleza o fealdad. Era consciente de la existencia de una amplia gama de grises, que pasa oculta para quienes se contentan con un tuit, un eslogan o un titular de prensa.
El profesor Llano detectaba dos perfiles psicológicos opuestos: los desaprensivos –siempre imperturbables- y los patéticos, a los que les afectan en extremo las malas noticias. Aunque él se ubicaba entre estos últimos –era, ciertamente, un tipo sufridor- en sus años de gobernante universitario tomó decisiones llenas de coraje sin que le temblara el pulso.
Fue, a la vez, un pensador y un hombre de acción. Muy pronto los libros se convirtieron en compañeros inseparables, pero asumió con naturalidad el cargo de Rector de la Universidad de Navarra, y antes el de Decano de su Facultad de Filosofía y Letras. El gran devorador de novelas, monografías, ensayos y artículos también aprobó presupuestos e impulsó proyectos que requerían cuantiosos recursos, como la construcción de la magnífica Biblioteca del campus de Pamplona.
En los debates políticos, no quedaba claro si apoyaba los postulados socialistas o si abrazaba el credo liberal. Su corazón estaba siempre cerca de los más desfavorecidos; aun así, entendía que la creación de riqueza necesitaba el incentivo de la libertad. En esa tensión entre el Estado y el mercado, rechazaba tanto la planificación paralizante como la codicia de las personas e instituciones sin propósito.
Alejandro Llano fue un católico cabal, miembro del Opus Dei desde su juventud. Sin embargo, parecía particularmente interesado en conversar con los que no pensaban como él. No quería refugiarse en un entorno próximo a sus ideas, quizás porque prefería aprender de otros. Sin duda, también pretendía ayudar a quienes veía un tanto extraviados.
Las aparentes contradicciones acaban ahí. Porque en otros aspectos, Llano no negociaba con sus convicciones. La más evidente era su afán de trabajar a conciencia, que le convirtió en un escritor tan profundo como prolífico. Algunos de sus textos, como Fenómeno y trascendencia en Kant, Metafísica y Lenguaje o El enigma de la representación, surgieron tras años de paciente investigación; otros, como La vida lograda, Humanismo Cívico, o La nueva sensibilidad responden a su empeño por hacer más asequibles sus hallazgos intelectuales; finalmente, sus dos libros de memorias -Olor a yerba seca y Segunda navegación- recogen los episodios más destacados de su vida y muestran sus excepcionales habilidades narrativas.
Su atención se dirigió a los problemas centrales de la existencia humana. Le interesó, sobre todo, entender la capacidad humana para el conocimiento de la verdad. Estudió a los clásicos, se replanteó sus dudas, empleó la metodología analítica para abordar con rigor los permanentes dilemas metafísicos. Se opuso con firmeza al cinismo y al empecinamiento ideológico.
Alejandro Llano fue un catedrático dedicado a sus alumnos, a los que ofrecía su tiempo con generosidad: escuchaba sus inquietudes, sugería lecturas, preguntaba con destreza y no imponía su criterio. Decía que la misión de los profesores no era colonizar las mentes de los estudiantes, introducirles en un molde preestablecido, sino ayudarles a descubrir la verdad de su propia vida. Sus interlocutores se sentían comprendidos y alentados a comportarse con magnanimidad. Quizás por esa razón dirigió 89 tesis doctorales y muchas personas en Europa y América le consideran su maestro.
Las ciudades en las que habitó marcaron su personalidad: sus raíces son asturianas, pero su mentalidad cosmopolita se afianzó en Madrid; Valencia influyó en su carácter abierto y Bonn en su espíritu reflexivo; durante su larga estancia en Washington ahondó en las fisuras culturales del capitalismo; y de Navarra –la tierra en la que pasó la segunda mitad de su vida- absorbió la franqueza y la lealtad.
En 2015 le diagnosticaron un Alzheimer que, poco a poco, deterioró su capacidad cognitiva. Al principio sólo olvidaba los nombres y las fechas, pero el trastorno neurológico fue avanzando sin piedad. Aun así, cuando ya no podía razonar, en cierto modo seguía siendo él mismo: nunca dejó de comportarse con una simpatía admirable y una educación exquisita; agradecía cualquier ayuda; rezaba mucho, con frecuencia agarrado a su rosario; y mantuvo su actitud irónica y, a la vez, esperanzada hasta el final.