03/12/2024
Publicado en
Diario de Navarra (suplemento)
Wenceslao Vial |
Profesor de los Programas de Formación Permanente 'Psicología y vida espiritual'
«¿Me podrías ayudar a conseguir un lugar para que vivan estas dos chicas? No tienen padre, su madre no aparece y no sabemos si volverá», me dijo llorando una doctora. Era tarde en el consultorio para adolescentes de un barrio degradado. Un grupo de estudiantes de medicina colaborábamos en lo que podíamos. Al terminar un agotador día de trabajo, me encontré con un problema no médico: la urgente necesidad de quienes no tenían donde dormir ni qué comer, hasta que alguien hiciera algo...
Siguieron largas horas acompañando a dos niñas solas y asustadas. Por fin encontramos una solución. El dolor y la tristeza de esas chicas pareció mitigarse y surgió una sonrisa agradecida. En mí, el cansancio dio paso a una curiosa sensación de bienestar: me sentía más contento.
¿Por qué atrae la solidaridad? ¿Por qué muchas personas se sienten movidas –y removidas– a dedicar su tiempo y energías a socorrer a víctimas desconocidas de una catástrofe, a los inmigrantes o a los más desvalidos? ¿Por qué ayudar y servir causa alegría?
Y caben otras muchas preguntas: ¿Ayudo para sentirme bien y recibir alabanzas o prima el deseo de servir? ¿Soy un buen samaritano solo con los desconocidos o también con los de mi casa y familia?
Hermandad, concordia, lealtad y amor son algunos significados de la palabra solidaridad. ¿Cuál de ellos me anima en mi acción de voluntariado?
Las respuestas dependen de la visión que tengamos del ser humano y la existencia. Hay quienes encontrarán satisfactoria una explicación tierra a tierra, con un más o menos revolucionario canto a la libertad, igualdad y fraternidad.
Otros acentuarán la unión de la solidaridad a la caridad cristiana, que ha sido y es la mayor fuente de voluntariado, y al testamento de Jesucristo: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 15, 12). Parece incluso que la palabra voluntariado reclama su relación con la caridad, pues el amor es el acto esencial de la voluntad; y ese buen hábito incluye el amor a Dios, a uno mismo y a los demás.
En cualquier caso, la reacción pronta y generosa ante el sufrimiento ajeno, así como el crecimiento personal que conlleva en creyentes y no creyentes, tiene una raíz profunda. La estructura de la persona y el desarrollo de la personalidad apuntan hacia los demás y a la donación.
La psicología del desarrollo observa que la madurez es un proceso autotrascendente de salida de uno mismo. El niño se hace consciente de que no existe solo él, abandona poco a poco el “mío, mío”. Después, el adolescente asegura su lugar en el mundo, alejándose aún más del egocentrismo infantil. Se abre paso una mayor capacidad de amar y de ser fieles.
La felicidad duradera no está en la búsqueda exclusiva del equilibrio, en no querer complicarse la vida o no sentir emociones. Hay algo que empuja hacia fuera de la persona o, mejor dicho, la sostiene desde fuera. Este dinamismo contrario al egocentrismo nos hace ser cada vez más conscientes del “nosotros”.
Como dijo Piaget, «la personalidad está orientada en el sentido opuesto al ego: si el ego es naturalmente egocéntrico, la personalidad es el ego descentrado». En la persona madura hay armonía entre la propia individualidad y la convicción de vivir con y para los demás. Esto lleva a superar el egoísmo y la indiferencia, a desear un mundo mejor, a unir fuerzas para una sinfonía global.
La meta no es el mundo feliz de Huxley en que la benevolencia es un gran valor, pero en manos del Estado, que reparte droga euforizante a ciudadanos convertidos en anónimos engranajes. No es posible ni atractivo ese universo ilusorio en que todos son de todos, donde Dios y la caridad no son necesarios.
Ser solidarios no es una utopía y va más allá de la compasión institucional. No se identifica con tener empatía o mostrarse cercanos a una buena causa. La solidaridad es una virtud social relacionada con la amistad, que sobre todo hace mejor a quien la ejercita. Se pone en práctica lo que Aristóteles llamaba «amor de benevolencia», querer el bien del otro. Prestarle ayuda es hacerle ver que nos importa, es descubrir su valor sagrado y confirmarle en ese valor.
De aquí la necesidad de fomentar una fraternidad también abierta a todos en esta «casa común». Es un motivo de optimismo ver en Navarra tantos estudiantes que desean cambiar el mundo, también a través de su estudio bien hecho; y tanta gente que se conmueve ante el sufrimiento ajeno; pues, como ha dicho el Papa Francisco, «quien no llora retrocede, envejece por dentro».
¿Por qué atrae la solidaridad? Porque existimos para donarnos, como manifiesta la estructura de nuestra personalidad y la experiencia del amor. Necesitamos amar y ser amados. Nadie desea prestarse ni ser prestado, sino que aspira a la donación, a salir de sí mismo por el bien de los demás. De continuo se confirma la intuición de Kierkegaard: «La puerta de la dicha no se abre hacia dentro (…), sino hacia fuera».