Kepa Solaun, Profesor de Economía de los Recuros Naturales, Universidad de Navarra
Tras la cumbre de Copenhague (II)...
La principal conclusión que extraen todos los medios de la Cumbre de Copenhague se puede resumir en un mensaje básico: no ha habido avances y los responsables políticos se han limitado a firmar una declaración de intenciones. Siendo esto cierto, como básicamente lo es, lo más preocupante es que no se haya conseguido poner los mimbres para evitar este tipo de situaciones en el futuro. Vamos a verlo, aplicando la teoría de juegos, como una variante del clásico dilema del prisionero.
Obviamente, desde un punto de vista económico amplio y a largo plazo, el cambio climático constituye una amenaza grave y real para todos y cada uno de los países, ya que todos se verían favorecidos por una reducción global de emisiones que reduzca la ferocidad del cambio climático. Sin embargo, ni siquiera los grandes emisores pueden por sí mismos poner freno al fenómeno con acciones domésticas. La cooperación internacional se hace necesaria.
No obstante, desde un punto de vista cortoplacista y atento a las repercusiones locales en la industria de cada país, el punto de partida de los distintos gobiernos será muy diferente.
Desde esta óptica estrecha, los países desarrollados, con Estados Unidos a la cabeza, serían los perdedores de un acuerdo internacional vinculante, dado que deberán limitar sus emisiones y hacer una contribución multimillonaria a la adaptación a los impactos del cambio climático en los países en desarrollo. Los llamados "países emergentes", como China, se encuentran en una situación análoga, dado que deberán limitar de alguna manera sus emisiones, pero es poco probable que reciban una gran contribución de estos fondos.
Por el otro lado, los países menos desarrollados serían ganadores. Primero, porque recibirán cuantiosas sumas de fondos para paliar los impactos del cambio climático, y segundo, porque no está sobre la mesa exigirles compromisos de limitación de emisiones.
Si analizamos los acontecimientos de Copenhague veremos que, tristemente, algunos de los grandes obstáculos durante la negociación encajan en este frío y un tanto simplificado molde conceptual.
Pero lo más preocupante es que este círculo vicioso pueda volver a repetirse sine die en todas las futuras negociaciones internacionales. Aunque se llegue a un acuerdo el año que viene sobre los compromisos a 2020, será preciso después establecer límites a 2050, y así sucesivamente.
Es, por tanto, indispensable que se establezcan cuanto antes parámetros objetivos sobre reducción de emisiones a largo plazo. Los científicos marcan la reducción global de emisiones necesaria y, a partir de ella, deben establecerse los límites a los distintos Estados. Tanto el criterio de asignación de CO2 per capita o por unidad de PIB son controvertidos y deben atender a pautas específicas de algunos países. Existen otras posibles fórmulas más imaginativas aunque más difícilmente verificables. Pero si no se tiene la valentía de optar pronto por ninguno de ellos, o por una combinación de los mismos, las negociaciones del clima de los próximos años van a estar marcadas por la hostilidad, el chauvinismo y la búsqueda de la rentabilidad local. Puede haber muchos más Copenhagues.