04/02/2022
Publicado en
Diario de Navarra
Mª Josefa Tarifa Castilla |
Universidad de Zaragoza
Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda, mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, aspectos relativos a las restauraciones e intervenciones en grandes conjuntos de nuestro patrimonio cultural.
La fundación y construcción del complejo monástico medieval
El monasterio de Santa María de la Caridad fue la primera comunidad cisterciense femenina que se fundó en la Península Ibérica a iniciativa del monarca García Ramírez con monjas procedentes del cenobio de Lumen Die en Favars (Francia), instalándose en 1147 en Tudela. Hacia 1157 fijaron la sede definitiva en Tulebras gracias a la donación real de Sancho VI el Sabio de esta pequeña villa navarra.
Desde mediados del siglo XII hasta la primera mitad de la centuria siguiente se acometió la construcción del cenobio medieval románico de acuerdo al esquema habitual cisterciense, formado por un claustro central en torno al cual se dispusieron los principales espacios, la iglesia, la sala capitular, el refectorio, la cocina y el dormitorio. De aquella fábrica medieval únicamente se ha conservado la fisonomía general de su planta, el templo abacial de una sola nave y cabecera semicircular en la parte de los muros perimetrales, y tres arcos pétreos del claustro románico correspondientes al ingreso a la primitiva sala capitular.
Las intervenciones en los siglos de la Edad Moderna
La presencia en el monasterio tulebrense de monjas pertenecientes a importantes linajes navarros posibilitó la edificación de nuevas dependencias gracias a los generosos donativos que aquellas familias y otros destacados protectores realizaron. Así, bajo el abadiado de Ana de Beaumont (1506-1524), hija de los señores de Monteagudo, Francisco el Darocano edificó en la década de 1520 un nuevo claustro de ladrillo cerrado con bóvedas de crucería. Por su parte, la abadesa María de Beaumont y Navarra (1547-1559), hija del IV conde de Lerín y condestable de Navarra, consiguió que el visitador general del Císter en la corona de Aragón y Navarra, Hernando de Aragón, arzobispo de Zaragoza, le otorgase 500 libras con las que se financiaron las elaboradas bóvedas nervadas de la nave de la iglesia, de cuyas claves centrales cuelgan los escudos de dicho benefactor. Su sucesora al frente del cenobio, Ana Pasquier de Eguaras (1559-1573) obtuvo una cifra similar del mismo prelado con la que el obrero de villa Pedro Verges concluyó el abovedamiento del templo entre 1563 y 1565, quien asimismo edificó una nueva sala capitular, la capilla de San Bernardo y el coro alto de la iglesia. El templo también fue engalanado con el retablo renacentista dedicado a la Dormición de la Virgen (1565-1570) que presidió la cabecera tras el altar hasta el siglo pasado, atribuido a Jerónimo Vicente Vallejo Cosida, pintor aragonés y asesor artístico de Hernando de Aragón.
En la década de 1620 las religiosas promovieron la construcción del sobreclaustro con objeto de hacer el monasterio más habitable y confortable, con cuartos individuales para remediar las condiciones insanas del dormitorio común, que al igual que el resto del cenobio se veía muy afectado por la humedad, en el que trabajaron Pascual de Horaa y Jerónimo Baquero. Asimismo, a mediados del siglo XVIII se acometió la renovación del palacio abacial, además de la hospedería y otros espacios, como la capilla de San Bernardo que fue cubierta con una cúpula con linterna decorada con yeserías de profusa vegetación, acorde a los gustos del barroco.
Intrépidas monjas obreras
Tras la desamortización de Mendizábal (1837) las religiosas quedaron privadas de todos sus bienes, por lo que tuvieron serias dificultades económicas para hacer frente al mantenimiento del complejo monacal, que a principios del siglo XX amenazaba de nuevo con desplomarse.
A partir de la década de 1970, con la Madre Isabel Íñigo (1963-1975) al frente de la abadía, animada por una joven monja gaditana, la hermana sor Margarita Barra, abadesa desde 1982 hasta 2007, la comunidad hizo posible la rehabilitación del conjunto arquitectónico, con objeto, por un lado, de acabar con el lamentable estado de deterioro en el que se encontraba el edificio, y por otro, de hacerlo más habitable y confortable de acuerdo a los nuevos tiempos, obras que concluyeron en 1996. Las distintas reformas del monasterio vinieron de la mano de las propias monjas, con el único criterio de restauración de devolver al edificio a su aspecto original medieval, aunque fuese a costa de eliminar parte de su pasado arquitectónico con varios siglos de historia. Una intervención que hoy hubiese sido inviable, tanto porque el cenobio fue declarado Bien de Interés Cultural en 1994, como por el hecho de que en la actualidad las restauraciones deben respetan todas las fases constructivas del monumento.
El 11 de mayo de 1970, con gran entusiasmo y sin ninguna ayuda, las monjas comenzaron la reparación de la iglesia, a la que despojaron de los recubrimientos y añadidos para recuperar la austeridad propia del Císter, saliendo a la luz el ábside románico y la mesa del altar original situada bajo el retablo mayor. Un cantero navarro y otro gallego fueron los únicos oficiales de una obra hoy impensable, sin arquitecto ni aparejador. Para esta empresa las religiosas extrajeron la piedra de la cantera situada en el lugar denominado Cabezo de la Tejería, perteneciente al término de Tulebras, para lo cual usaron pólvora traída por ellas mismas del Fuerte de San Cristóbal de Pamplona.
Fotografías anteriores a esta reforma conservadas en el archivo fotográfico de la comunidad religiosa de Tulebras, permiten comprobar que un muro dividía la nave de la iglesia en dos coros, el de las monjas, ubicado delante el presbiterio y comunicado con la puerta que las conducía al claustro; y detrás de esa pared un segundo coro destinado a las conversas, un ámbito más reducido desde el que se accedía al corredor que las llevaba a sus dependencias. Las religiosas modificaron el espacio interior del templo suprimiendo el coro de las conversas y disponiendo a los pies de la nave la única sillería de coro de roble (1972) en la que todas las monjas se emplazan para celebrar la liturgia, además de un órgano nuevo (2001). Asimismo, se suprimió el coro alto edificado por Pedro Verges sobre el coro bajo, en el que se había dispuesto la sillería renacentista acometida por el escultor Bernal de Gabadi (1589-1591), retirando también el retablo mayor que presidía el templo desde el último tercio del siglo XVI, ya que, como es propio de la regla cisterciense, tan solo se mantuvieron aquellos elementos indispensables para el culto.
También dejaron al descubierto la piedra medieval de los muros de la iglesia, suprimiendo los escudos de yeso del prelado Hernando de Aragón que habían sido fijados en la parte superior y la inscripción que rememoraba el nuevo abovedamiento financiado por él. Igualmente se quitó la cal aplicada en las bóvedas de ladrillo y yeso, que fue sustituida por una decoración pictórica que simula el despiece pétreo de sillares de acuerdo con el gusto renacentista.
La reforma del templo también es visible al exterior. Antes de la remodelación de fines del siglo XX había una serie de añadidos que ocultaban totalmente el muro norte de la iglesia, hasta el punto que se accedía al templo por una pequeña puerta abierta al lado de la medieval, entonces oculta, cubierta ésta por un altar. Todo cayó bajo la implacable piqueta de las monjas y retirados los escombros se sacó a la luz la portada románica, muy deteriorada, por lo que algunos capiteles fueron sustituidos por otros nuevos. Todo el lateral norte de la nave de la iglesia tuvo que ser reconstruido en su totalidad, consiguiendo las monjas la autorización del Gobernador Civil de Navarra para obtener pólvora con la que abrieron una pequeña cantera situada a pocos kilómetros del monasterio, de donde tomaron la piedra con la que labraron los sillares necesarios para la reparación.
También se reformó el ábside, devolviéndole su aspecto medieval y eliminando los contrafuertes que se le habían añadido en el siglo XVI para contrarrestar el peso de la bóveda nervada, manteniéndose únicamente el estribo orientado al sur, contrafuertes que ocultaban una de las estelas funerarias discoideas medieval que hoy se exhibe en el museo del monasterio.
Por su parte, el claustro erigido en el siglo XVI era un espacio completamente cegado en el siglo XX, en el que era imposible advertir las arquerías del mismo. Tras la intervención se recuperó la fábrica de ladrillo con sus arcos apuntados y vanos con celosías de influjo mudéjar, que han sido cerrados con cristal, así como las dos puertas románicas de acceso al templo desde el claustro que estaban ocultas, uno para las monjas de coro, vano que había sido convertido en una especie de cajón-confesionario, y otra puerta para las conversas, más sencillo con un arco de medio punto con dovelas.
A todo ello sucedió la reforma de las dependencias monacales, como la nueva sala capitular que sustituyó a la renacentista, el palacio abacial y la hospedería, estos últimos con la ayuda de la Institución Príncipe de Viana, y la creación de un museo en el espacio del antiguo dormitorio y la torre romana con objeto de hacer accesible al público las obras de arte conservadas en su interior, que las mismas monjas explican con entusiasmo a todos aquellos que se acerquen a visitarlo.
En nuestros días el monasterio, constructivamente hablando, goza de buena salud, gracias a la voluntad y esfuerzo de las religiosas que acometieron la rehabilitación del edificio motu propio a partir del último tercio del siglo XX con ejemplar y paciente entrega, llevando hasta sus últimas consecuencias la máxima del ora et labora de la regla benedictina en el empeño de conservar el patrimonio arquitectónico heredado de sus predecesoras, restaurando con sus propias manos el complejo monacal que han habitado ininterrumpidamente desde su fundación en el siglo XII hasta nuestros días.