Ana Marta González, Investigadora del proyecto 'Cultura emocional e identidad' y profesora del Departamento de Filosofía.
¿Qué queremos cuando queremos familia?
Desde hace algunas décadas existe un consenso ideal sobre la bondad de la familia, incluso aunque no exista consenso sobre su realidad. La familia —o tal vez, un aspecto de ella— persiste idealizada en el imaginario colectivo, a pesar de que cada vez más personas vivan solas, al menos en sociedades occidentales; y a pesar, también, de que cada vez escuchemos con más frecuencia casos de violencia doméstica que desafían y erosionan ese ideal.
En su ya clásico libro El control emocional en la historia de los Estados Unidos , Peter y Carol Stearns se referían al ideal de familia generado en el marco de la revolución industrial, que todavía hoy gravita sobre nuestras mentes, según el cual la familia sería un «refugio» seguro frente a un mundo (laboral) hostil.
Esa división férrea entre familia y trabajo, desconocida hasta entonces, hizo que el mundo laboral se comprendiera como el reino de la racionalidad eficiente, mientras que la familia era una comunidad de amor y solidaridad. No siempre había sido así, sobre todo por lo que se refiere al amor. Con todo, la descripción de la familia como una comunidad solidaria entre personas unidas por lazos de parentesco vale tanto para la familia nuclear —predominante en las sociedades industrializadas— como para las familias extensas —propias de sociedades tradicionales y primitivas—, de las que se ocupa la antropología social.
Sin duda, nuestra realidad social se ha transformado desde entonces, y, como ha ilustrado en diversos trabajos la socióloga Arlie R. Hochschild, también las relaciones entre trabajo y familia . Sin embargo, a pesar de todos los cambios que trajo el siglo xx, o tal vez precisamente por ellos, persiste el hecho de que el individuo moderno —más individuo que nunca— no puede ni quiere renunciar a la familia. La cuestión estriba en clarificar la naturaleza de aquello a lo que no quiere renunciar. Quizá lo que más pesa en nuestra valoración positiva de la familia es el reconocer en ella un lugar donde se fraguan vínculos seguros y duraderos que sostienen nuestra identidad a lo largo de la vida.
No obstante, esta intuición —refrendada por la objetividad de los lazos de sangre— se ve amenazada por la fragilidad con la que se nos presentan hoy los vínculos que ya no dependen de la sangre, sino de la libertad, pero que se hallan en el origen mismo de la familia. El hecho de que en lugar del compromiso matrimonial haya prosperado lo que Anthony Giddens llama «relación pura» explica tal fragilidad, pues hablamos de una forma de relación que, sin ningún respaldo institucional, reposa pura y exclusivamente en el mutuo acuerdo de las partes y que por eso dura lo que dura el amor, entendido como mero sentimiento. Una forma de relación, pues, que, dejada a sí misma, no basta para garantizar la comunidad solidaria, firme y estable, capaz de acompañarnos a lo largo de la vida.
Ahora bien, no le falta razón a Richard David Precht cuando sugiere que la actual idealización de la familia constituye más un ejercicio de «voluntad y representación» que una realidad sociológicamente pujante . Es como si, al pensar en la familia, fuéramos presa de una idealización, según la cual solo querríamos retener los aspectos amables de las relaciones. A ello apunta Zygmunt Bauman cuando se refiere a la multitud de hombres y mujeres, contemporáneos nuestros, «desesperados al sentirse fácilmente descartables y abandonados a sus propios recursos, siempre ávidos de la seguridad de la unión y de una mano servicial con la que contar en los malos momentos, es decir, desesperados por relacionarse», pero que, «sin embargo, desconfían todo el tiempo de estar relacionados y particularmente de estarlo para siempre, porque temen que pueda convertirse en una carga y limitar severamente la libertad que necesitan para relacionarse».
Nadar y guardar la ropa. Autonomía y seguridad. Libertad y reconocimiento: son los polos que integran la experiencia espontánea del amor y que, sin embargo, se enfrentan como enemigos tan pronto procuramos conciliarlos solo a base de negociaciones. Para hacer de aquella experiencia del amor una fuente generadora de vínculos, hemos de advertir el sentido de esa emoción y asegurarla con una vuelta de tuerca. Para eso se precisa confianza: un bien relacional del que hoy andamos especialmente necesitados.