04/06/2021
Publicado en
Expansión
Sergio Clavero García |
Investigador del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra
Cada vez son más los europeos con un nivel de estudios avanzado. Esta circunstancia tan positiva, sin embargo, no se ve correspondida con un crecimiento equiparable en el número de puestos de trabajo cualificados. El resultado es que un porcentaje cada vez mayor de los trabajadores ocupa un puesto que requiere menos cualificaciones de las que esas personas han adquirido en su proceso de formación. Esta situación afecta de modo más marcado a determinados grupos sociales, tales como los trabajadores jóvenes o las mujeres, entre otros. En conjunto, se calcula que más del 20% de trabajadores europeos con educación postsecundaria está sobrecualificado para el trabajo que realiza actualmente. De manera que, desde el punto de vista de la sociedad, se están desaprovechando recursos en forma de formación avanzada, y desde el punto de vista de los individuos, las capacidades que tanto les ha costado adquirir no están siendo reconocidas como algo suficientemente valioso.
Fijándonos en este último aspecto, cabe plantearse qué criterios determinan el valor de nuestras capacidades laborales. Al reflexionar sobre esta pregunta se nos ofrecen dos tipos de respuesta. Por un lado, en el mercado de hecho esas capacidades se valoran conforme a su utilidad y competitividad: por ejemplo, conocer detalladamente las propiedades de los distintos materiales de construcción se considera algo valioso (reconocido en forma de puesto de trabajo en un estudio de arquitectura) en la medida en que ese conocimiento sirve para construir casas que la gente quiera (y pueda) comprar, y en función del conocimiento que tenga al respecto el resto de posibles candidatos al puesto. Dicho de otra manera, desde el punto de vista del mercado, tener un conocimiento profundo sobre resistencia de materiales no es algo meritorio o valioso en sí mismo; factores tan heterogéneos (y tan fuera del control del individuo) como una revolución tecnológica que modifique los modos de producción, una crisis económica que haga caer sustancialmente la demanda de casas o un boom de graduados en arquitectura hacen que el mismo conocimiento (la misma capacidad, la misma cualificación) valga más, menos o incluso nada.
Esta determinación del valor de las cualificaciones laborales por parte del mercado contrasta con la evaluación que hace de ellas la propia persona que las posee. En efecto, a la hora de valorar sus capacidades (especialmente las avanzadas), el trabajador no solo tiene en cuenta su utilidad o su competitividad, sino el hecho de que su adquisición es fruto de un proceso largo y costoso, en el que ha tenido que invertir una cantidad sustancial de tiempo, dinero y energía. En el caso concreto de los trabajadores sobrecualificados, es comprensible una cierta frustración al no ver suficientemente reconocido tanto esfuerzo y sacrificio. Esa sensación se ve acentuada al constatar que las cualificaciones se han obtenido en gran medida a través de un proceso socialmente regulado y promovido: no solo los diversos agentes sociales (Gobiernos, universidades, la propia sociedad civil...) nos animan a adquirir una formación avanzada, sino que en la mayoría de los casos ellos mismos se encargan de organizar y certificar ese proceso. Así, tenemos grados y másteres universitarios con reglamentos que fijan de manera estricta el número de créditos a superar, un Marco Europeo Común de Referencia para las lenguas (que clasifica el grado de conocimiento que se posee de un idioma, del nivel A1 al C2), etc.
De modo que nos encontramos ante un sistema que fomenta y regula la adquisición de capacidades avanzadas, pero que luego no es capaz de generar suficientes puestos de trabajo cualificados para que los trabajadores puedan ponerlas en práctica y verlas reconocidas como valiosas. Aún más, al aumentar el nivel medio de educación de la ciudadanía (sin incrementarse al mismo ritmo los puestos de trabajo cualificados), el valor de esa misma formación disminuye. Un efecto colateral de este fenómeno es que los trabajadores se ven empujados a acumular cada vez más cualificaciones y más altas, en un esfuerzo por sobresalir y así obtener alguno de los puestos de trabajo cualificado que sí hay disponibles. A su vez, esto hace que los requisitos de obtención de dichos puestos sean cada vez más altos, en una espiral continua de aumento de las cualificaciones de los trabajadores y de disminución de su valor relativo: donde antes bastaba con tener un grado universitario para obtener un determinado trabajo, ahora este no resulta tan valioso (no es una ventaja competitiva suficiente) y puede ser necesario poseer además un máster o hablar un idioma extranjero.
La solución a una situación como esta no es sencilla. Ciertamente, medidas tales como una mejor distribución de los recursos o una reducción de la jornada laboral pueden contribuir a aumentar el número de puestos de trabajo disponibles (ya sea porque aumenta el consumo, porque se utilizan más personas para cubrir las mismas demandas, etc.). Sin embargo, no está claro hasta qué punto este tipo de medidas permitirían verdaderamente atacar la raíz del problema, pues en última instancia permanece la cuestión de que las competencias son consideradas como más o menos meritorias y valiosas en función de factores que escapan totalmente a nuestro control. Una solución más profunda requeriría cambios estructurales que permitieran o bien modificar el principio del mérito que opera actualmente en el mercado (desligándolo, al menos parcialmente, de consideraciones instrumentales y competitivas) o bien buscar formas de valorar las cualificaciones de los trabajadores que no estén vinculadas a la idea de éxito en el mercado.