Josep-Ignasi Saranyana, Miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas, Profesor Ordinario Emérito de "Historia de la Teología"
La difícil recepción del Vaticano II
Se conmemora en estos días el 50 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II. Fue un encuentro del papa con los obispos de todo el mundo, que ha marcado la Iglesia de nuestro tiempo, y no sólo la Iglesia, sino también la cultura cristiana de oriente y occidente, del norte y del sur. Fue un hecho relevante, que tuvo gran acogida tanto en la prensa internacional, como en la radio y en la incipiente televisión.
El concilio, como se sabe, aprobó unos documentos riquísimos, que ahora no voy a resumir. Basta decir que las constituciones conciliares implican un cambio en la comprensión que la Iglesia tiene de sí misma y suponen una manera distinta de mirar al mundo. Todo apuntaba a una rápida y fácil recepción del concilio (a la vista del interés manifestado por los medios de comunicación y por el entusiasmo de los obispos y de los peritos que intervinieron en él); y, sin embargo, los hechos han demostrado todo lo contrario. Nada más clausurarse el concilio comenzaron las perplejidades y las diatribas teológicas. ¿Por qué?
He oído muchas explicaciones, algunas sugerentes e interesantes; no obstante, la aclaración más profunda e inteligente que hasta ahora he leído procede del papa Benedicto XVI, expuesta en diciembre de 2005, en un discurso navideño. Como todos saben, su autoridad en este tema le viene de haber sido uno de los expertos más influyentes en la asamblea ecuménica, sobre todo en dos documentos: el que trata acerca de la revelación divina y el que está dedicado a la Iglesia, dos piezas capitales de la construcción teológica conciliar.
¿Cómo esclarece el papa la lenta y peliaguda recepción del concilio? Para referirse a esta compleja cuestión, él ha acuñado unos sintagmas, empleados por vez primera en el citado discurso, y ahora ya de uso común por parte de los teólogos. El pontífice habla de dos hermenéuticas, a las que habría que añadir una tercera, también aludida por él. Por un lado, la "hermenéutica o interpretación de la discontinuidad" (que afirma un hiato total entre el antes y el después del concilio); de otro lado, la "hermenéutica de la inmovilidad" (que piensa que el concilio fue puro maquillaje, porque no había nada que cambiar); y finalmente, la aproximación que él considera correcta, que denomina la "hermenéutica de la reforma", es decir, de la renovación en la continuidad, porque el concilio modificó algunas cosas, para resolver las difíciles relaciones de la Iglesia con la edad moderna.
He aquí, pues, los tres grandes asuntos que afrontó y resolvió el concilio, los cuales implican verdadera novedad: las relaciones de la Iglesia con el Estado moderno; la relación con las ciencias naturales y la crítica histórica; y la relación con el judaísmo.