Alberto Lucas Vicente, ICS, Universidad de Navarra
El debate silencioso en torno al aborto
El camino del saber es tortuoso; no es nada nuevo. Sin embargo, contra la creencia común, la principal dificultad de las constantes curvas no se encuentra en que alargan la distancia hacia la meta, sino en la falta de perspectiva que provocan.
Ante la polémica generada en nuestros días por la reforma de la Ley del aborto, recuerdo que una de mis mejores maestras del colegio solía insistirnos en que no confundiéramos las churras con las merinas. En aquel entonces, empleando la analogía (que es la forma más primitiva de aprendizaje), imaginaba una docena de churros enfrentada a Las meninas, de Velázquez: no podía compararse "hacer un churro" de dibujo con pintar una obra de arte. Me faltaba perspectiva. En el mundo industrializado actual, se va popularizando cada vez más la versión más vulgar (más como aquellos churros) del refrán: una que habla de no confundir la velocidad con el tocino. A pesar de lo prosaico de la expresión, el contenido permanece intacto y traduce un principio científico básico: toda comparación requiere una base común; no se puede mezclar.
En un interesante artículo de Jordi Soler, el escritor se lamentaba de que en la sociedad hiperactiva de nuestro tiempo se ha perdido el silencio reflexivo. Pero, como en el caso de las ovejas, existen varios tipos de silencio. Todos ellos ―en el poema de Neruda, en una película de Antonioni o en un concurrido ascensor― son significativos. En ese abanico taciturno, tan silencio es la ausencia de sonido como la omisión de palabras, aquello que se calla porque no puede o no quiere decirse.
Hace unos días, en la sesión de control al Gobierno, la portavoz socialista Elena Valenciano recriminaba al ministro de Justicia que antepusiera los derechos "del no nacido" a los de la mujer. Gallardón argumentaba, en respuesta y contraataque, que si ella ahora ejercía la defensa de sus propios derechos frente a los de "un concebido o no nacido", nada impediría que en otra legisación lo hiciese frente a "una persona efectivamente nacida". Llama la atención que en ambos casos se refieran al embrión, o al feto, a través de una calificación, omitiendo el sustantivo que se califica, ese sujeto o individuo "no nacido", "concebido". Mientras, se insiste en apelar al consenso.
La disputa recuerda a otra, narrada por el Arcipreste de Hita, entre griegos y romanos. En aquel caso, la falta de un idioma en común provocaba un debate absurdo a través de señas manuales, de cuya dispar interpretación nacía la comicidad del relato. Tras las omisiones de Valenciano y Gallardón se esconde también una diferencia de idioma, una distinta interpretación de los signos (de los silencios) que en este caso no resulta cómica.
En el largo (y tortuoso) debate que enmarca esos silencios, hace tiempo que se perdió la perspectiva. Conviene subir a una colina ―o asomarse a Google Maps, más acorde con los tiempos― para analizar el verdadero problema, para verlo en toda su dimensión. Y es que de lo que de verdad se discute no es de lo que se dice, sino de lo que se calla: de una concepción antropológica, de los fundamentos de toda ética. Si, al callar, hablamos (llenando de sentido la omisión) de un ser humano ―una "persona", dice el ministro para referirse a los nacidos―, la solución es clara, pues para todo ser humano es inalienable su derecho a la vida. Las preguntas del debate se tornan entonces algo diferentes: ¿Qué es un ser humano, un mero conjunto de células, pura materia, una feliz y efímera coincidencia evolutiva? ¿Es el bien una pura convención, una imposición social? ¿Son la experiencia estética, la sensibilidad artística, el razonamiento filosófico una mera conexión eléctrica intracraneal? ¿Es imprescindible respirar con los pulmones, tener un corazón autónomo o una mente autoconsciente, o capaz de complicados razonamientos lógicos, para tener dignidad humana?
La solución a estas preguntas conlleva importantes dilemas éticos y el silencio resulta más cómodo, más políticamente correcto; pero es imprescindible responderlas. Para saber si algo está bien, si algo es bello, si es bueno, antes hay que ponerse de acuerdo en lo que es el bien, la belleza y la bondad. Es complicado comparar la velocidad y el tocino, porque en nuestra sociedad plural son muy pocas las asunciones compartidas sobre las que establecer el verdadero diálogo, sobre las que aspirar al consenso. La salida fácil, entonces, es callar, esconder lo fundamental tras enrevesados circunloquios y forzadas elipsis.
Lo que de verdad importa está, por tanto, en los silencios. Todo lo demás, como dijo el célebre dramaturgo, son solo palabras, palabras, palabras.