José Luis Álvarez, Profesor de la Facultad de Económicas, Universidad de Navarra
Un mal argumento
Las distintas medidas de política económica que el Gobierno español ha venido anunciando, sugiriendo o estudiando en respuesta a la crisis, han originado el descontento en aquellos sectores de la población a quienes las decisiones gubernamentales perjudicaban de manera más directa. Ha sido el caso de pensionistas, funcionarios y trabajadores, afectados por el recorte de distintas partidas del gasto público o por el posible retraso de la edad de jubilación.
También los sindicatos han mostrado su desagrado, no sólo ante esas medidas, sino ante cualquier posible reforma del mercado laboral. Lo han hecho, además, esgrimiendo de forma reiterada un mismo y conocido argumento: no es justo que quienes no causaron la crisis sean los que terminen pagando los platos rotos.
Todos simpatizamos sin duda con quienes más padecen las consecuencias de la actual coyuntura. Y estoy convencido de que, para superar nuestros problemas, precisamos de esfuerzos y sacrificios compartidos por el conjunto de la sociedad. Pero eso no da validez al argumento anterior, ni significa que sea aplicable de manera genérica y sin ninguna discusión. Al contrario, me parece que son necesarias muchas matizaciones, incluso aunque las medidas que están sobre la mesa no sean las mejores.
La primera se refiere a los culpables de la crisis. ¿Quiénes han causado el desastre? ¿Sólo los especuladores financieros, sean estos quienes sean? Nos guste o no, lo cierto es que, de alguna forma, todos hemos contribuido a los problemas que hoy nos aquejan. Por supuesto, las personas que nos han gobernado en la última década son las mayores responsables, en tanto que no fueron capaces de actuar para impedir que se siguieran acumulando los desequilibrios que ahora nos sitúan en una posición tan delicada. Pero todos –empresas, ciudadanos, trabajadores –, en mayor o menor medida, nos sumamos alegremente a la fiesta y disfrutamos de ella, ayudando a que se prolongara en demasía y sin preocuparnos de prever la tremenda resaca que iba a provocar.
Coste de oportunidad
En segundo lugar, habría mucho que discutir acerca del coste de oportunidad que la no aplicación de las medidas tendría para quienes las sufren y para los demás. Si no se ponen en marcha políticas que atajen los excesos y reconduzcan a nuestra economía hacia un crecimiento más sano, todos pagaremos una factura muy elevada y durante largo tiempo. De hecho acabaremos trasladando nuestros problemas a las próximas generaciones, de las que, por supuesto, sí podemos afirmar con seguridad que no tienen ninguna responsabilidad en los desmanes del pasado. La tercera objeción es también sustancial. ¿Por qué una reforma laboral perjudica a los trabajadores? ¿Es la reforma necesariamente un recorte de sus derechos? No lo parece. Una reforma integral del mercado de trabajo beneficiará esencialmente a los trabajadores, siempre que se haga de manera ambiciosa y coherente con otras reformas estructurales, ya que supondrá mayor dinamismo, la creación de más empleo, un impulso a la productividad y, por tanto, mayores salarios.
Es más, hemos de pensar que la clave para esa reforma integral es la protección del trabajador. Protección frente a los nefastos efectos de la dualidad con la creación de un contrato único, cuyos costes de extinción sean mayores que los de los actuales contratos temporales y menores que los de los temporales; protección frente al desempleo con unas políticas activas – y pasivas – de empleo más eficientes, que incrementen de verdad la empleabilidad de los parados y faciliten un mejor ajuste de demanda y oferta de trabajo; protección, por último, frente a las dañinas rigideces actuales, mediante una descentralización de la negociación colectiva que acerque las condiciones pactadas a las necesidades y posibilidades tanto de empresas como de trabajadores.
Harían bien en revisar su posición quienes se oponen a las reformas con el argumento aquí discutido. Probablemente, si le dedican el tiempo suficiente a esa reflexión, llegarán a la conclusión de que, en realidad, los más débiles e indefensos acabarán pagando un precio realmente alto si no se emprenden reformas serias. Por desgracia, mientras no se produzca ese cambio de mentalidad, las necesarias reformas tendrán más complicado encontrar espacio en la agenda política.