Jose Victor Oron Semper, Investigador del ‘Grupo Mente-cerebro’ del Instituto Cultura y Sociedad
Términos y mentalidades: Vergüenza
Cuando alguien realiza algo que se considera mal visto se expone a que se lo reprochen diciéndole: “¡vergüenza te tendría que dar!” o “¡qué vergüenza!”. Hoy en día alguien podría pensar que el tema de la vergüenza no es tan importante pues vivimos en una sociedad que no se avergüenza de exponer públicamente sus vergüenzas, por ejemplo, en programas donde la gente hace ostentación de comportamientos considerados vergonzosos en otra época. Pero hoy el tema de la vergüenza sigue muy presente; lo que ocurre es que ha cambiado temáticamente. Es decir, cambia el motivo por el que avergonzarse pero no el hecho de avergonzarnos. Aquí voy a centrarme en el tema de la vergüenza. Para saber algo más sobre el tema de la exposición de la intimidad o de la ostentación de lo tradicionalmente rechazado te sugiero que consultes el término extimidad.
Decía que la vergüenza sigue presente, aunque los temas vergonzosos han cambiado. Habría que preguntarse por el valor educativo de tal emoción: ¿es adecuado que nos avergoncemos de algo? ¿Hay, por tanto, que educar para que la gente sienta vergüenza de algo? Tanto antes como ahora muchos sostienen que habría que educar para que los niños, los jóvenes y las personas en general se avergonzaran ante ciertos comportamientos. En tal caso cambiaría el objeto, pero no el hecho de su validez educativa. La vergüenza sería un buen modelador del comportamiento social, favoreciendo unos tipos de comportamiento y prohibiendo otros. Pero, ¿podemos considerar que moderar el sistema de valoración social es educar? Más bien pienso que eso es instruir o adoctrinar o incluso manipular.
La vergüenza es un sentimiento muy complejo que implica que en algún determinado momento la persona siente que se le está rechazando a ella misma. Es decir, no solo se rechaza un comportamiento o actitud suyo (lo que llamamos objeto), sino sobre todo a la misma persona. Este detalle es muy importante, no se está haciendo un cuestionamiento del objeto, sino de la persona a través del objeto. Y no es tanto un cuestionamiento como un rechazo. Así pues, para sentir vergüenza hace falta tres elementos y dos acciones. Los elementos: la sociedad, el individuo y el objeto de rechazo. Las acciones: rechazar el objeto y el individuo en cuestión.
Al ver que la vergüenza, al mismo tiempo que sirve como modelador social, tiene una carga muy personal, algunos pensadores proponen que la vergüenza debería tener simplemente un valor prospectivo. Es decir, que cuando queremos hacer algo y nos paramos a pensar si conviene o no, podemos recrear en la imaginación tal situación y, si nos resulta vergonzosa, la rechazamos. En tal sentido, la vergüenza podría ayudarnos a pensar que algo no debe hacerse.
En cambio, como veremos, en UpToYou no le concedemos ningún valor educativo a la vergüenza. Más aún, consideramos que sería un antivalor educativo. Por dos motivos: porque la vergüenza siempre supone una comparación con lo que “debería ser” según un comportamiento idealizado y porque la vergüenza abre interrogantes sobre la intimidad de la persona cuando la persona debería quedar siempre a salvo de cualquier valoración. Ni prospectivamente, ni en la imaginación, la persona debe quedar cuestionada.
Cuando en UpToYou tomamos esta postura tan radical, suele surgir la pregunta de ¿Cómo vas a enseñar entonces qué es lo que está bien o mal? Y yo me pregunto ¿eso hay que enseñarlo? ¿Hay que hacerle ver al otro lo que está bien o mal? ¿Es que el otro no puede verlo? Y si el otro no puede verlo, ¿por qué no puede verlo? ¿De verdad creéis que la naturaleza humana no puede ver qué es lo que le hace bien o mal a la relación con el otro?
Vamos a imaginar, por un momento, la triste situación de que una persona con su comportamiento está haciendo daño a otra persona y que “no lo ve”. Si uno no ve eso, habría que preguntarse cuál es la razón de ello. Pensemos que fueran dos hermanos de corta edad y que uno “no viera” el daño que le hace al otro. ¿Está incapacitada su naturaleza para ver el dolor causado? ¿Será perversión? ¿Será egoísmo? Vamos a pensar que alguna de estas tres preguntas queda respondida afirmativamente. Es decir, el niño es incapaz de ver, es perverso o es egoísta. ¿Por qué centrarse en que “no ve” y no más bien en su incapacidad, perversión o egoísmo? ¿Hemos de pensar que el niño desea ser incapaz, perverso y egoísta? ¿Alguien elige ser incapaz, perverso o egoísta? ¿O mejor, no deberíamos preguntarnos qué estará viviendo este niño que no es capaz de ver el dolor, o que tiene estas actitudes perversas o egoístas?
¿Qué quiere el padre o profesor?: ¿resolver el problema o atender la realidad personal del hijo o alumno? ¿Alguien cree que, por avergonzar al niño o alumno, este va a desarrollar su capacidad de ver o que su perversión y egoísmo evolucionarán hasta convertirse en benevolencia y cooperación? Si avergonzamos al niño, tal vez acabemos teniendo un niño reprimido sobre sí mismo, o que exprese la rabia por la reprensión en forma de violencia sobre sí mismo o sobre otros, u otras tantas opciones. Pero, en ningún caso, tendremos un niño capacitado, benevolente o cooperador.
Es un principio absoluto que la persona no puede ser cuestionada si queremos que la persona crezca.
En educación los extremos coinciden en muchos aspectos. Si negativo es avergonzar al niño por un comportamiento (objeto) que hace daño, también es negativo ignorar ese comportamiento o, peor todavía, felicitar ese comportamiento. Entonces, ¿qué hacer? Si el educador “le hace ver” que ese comportamiento es indebido, el educando, en el mejor de los casos, aprenderá a “no hacer” ese comportamiento, pero no habrá aprendido a “percibir y valorar” los comportamientos que realiza. Y, por tanto, en otros casos seguirá sin ver. En cambio, pensamos que no hay que hacer ver nada a nadie, sino desarrollar capacidades para que sea el educando el que vea. Llegados a este punto, la pregunta es otra: ¿Cómo hacer eso? La respuesta es sencilla, aunque complicada de entender: el educador y el educando tienen que actuar cooperativamente sobre el comportamiento que hace daño (objeto) para que sea un motivo de mejora de las relaciones entre el educador y el educando. El educando necesita percibir que el educador disfruta del encuentro con el educando a partir de ese comportamiento. Como es posible que esta forma de hablar resulte complicada, veámoslo en un ejemplo:
Una familia está comiendo en casa un domingo y a uno de los hijos resulta que no le gusta esa comida. En un momento y disimuladamente, se acerca al baño y tira la comida que lleva en la boca al váter, con la mala suerte de que un hermano le descubre y le delata a los padres.
Opción 1. El padre podría decir: “vergüenza te tendría que dar: tirar la comida cuando otros no tienen para comer”. El hijo ciertamente aprenderá a no tirar la comida (al menos en público) pero no habrá aprendido a ser solidario o incluso habrá aprendido que ser solidario es algo obligado y penoso, en lugar de un auténtico disfrute por acoger a alguien distinto de uno mismo. El niño siente el rechazo personal a causa de su comportamiento (objeto).
Opción 2. El padre pregunta: “¿Qué pasó?” Silencio por respuesta. Repite la pregunta en buen tono, silencio por respuesta. El niño está bloqueado. El padre dedica 5 minutos a quitar el miedo al niño. “Dime lo que ha pasado tranquilamente, que no hay castigos”. Se lo dice con buenas formas y manteniendo la proximidad física y cariñosa con el niño. Al final este reconoce: “Fui yo”. El padre tiene que mantener su palabra de que no hay castigo. El niño explica sus motivos: “No me gusta…”. El padre pregunta: “¿Qué hacemos todos en casa con la comida?”. El niño contesta: “pues nos la comemos”. Hay que darse cuenta de que no es lo mismo decir “¿Qué se tiene que hacer con la comida?” apelando a un comportamiento idealizado que tal vez ni el padre cumpla, o decir “¿Qué hacemos en casa con la comida?” El padre aquí queda expuesto, pues el hijo podría reprocharle que él, el padre, no cumple la norma. Por otro lado, la norma de “comernos todo” tendrá valor si vivir en casa vale la pena y es una experiencia gozosa. No olvidemos que las normas solo tienen valor si sirven para favorecer el disfrute de la convivencia. Si se dan todas esas premisas, el hijo responderá que lo que corresponde es comer. El niño no está recordando la norma, sino describiendo lo que ocurre de hecho en casa, donde él vive feliz. Si el niño remite a una norma abstracta, el niño está aprendiendo a mentir pues el niño le dice al padre lo que quiere oír no lo que vive. Lo hace para evitar la presión, pues esa norma no sirve para la convivencia feliz. El padre debe estar muy atento a ello. El padre podrá seguir el diálogo y preguntarse “¿Qué hacemos?” El niño podrá decir “comer”. El padre debe observar y mantener la cercanía pues no se trata de un comer a toda costa. Y el padre podrá seguir preguntando “y ¿qué hacemos con la comida que está en el suelo del váter?” Igual el niño contesta “no sé, alguien tendrá que recogerla”. El padre pregunta: “¿Quién podrá ser?” El niño contesta: “Si me ayudas, podemos ir los dos”. Y el padre se levanta y van los dos, haciendo de la experiencia de recoger la comida otra oportunidad de encuentro personal. Han usado el comportamiento (objeto) al servicio de la mejora de las relaciones interpersonales.
Habría que preguntarse por qué el padre se levanta a recoger la comida con el hijo si él no la tiró. El padre lo hace porque, en el fondo, le da igual que la comida esté en el suelo. Lo que quiere es estar y compartir la vida con su hijo. El padre ve un hijo que está aprendiendo, no un transgresor de la norma. ¿Por qué el padre del primer caso pone en riesgo la relación personal con el hijo a causa del objeto? ¿Qué es más importante, el objeto o su hijo?
En los dos casos, la comida queda recogida. En los dos casos, el comportamiento (objeto) ha sido corregido. En el primer caso, se despierta vergüenza; en el segundo, contrición. En el primer caso, el niño no aprende a percibir (de hecho, repetirá el comportamiento si nadie le ve); en el segundo caso, sí que aprende a percibir. El primer caso supone una inversión de tiempo de 5 segundos; el segundo de 20 minutos. En el primer caso, la relación padre hijo ha quedado dañada; en el segundo, fortalecida. Hay formas de corregir que avergüenzan; hay otras que ayudan a crecer.
Habría que preguntarse por qué, en ocasiones, educamos avergonzando. ¿Es el comportamiento del niño el que explica el comportamiento del padre? O más bien, ¿el comportamiento del padre se explica por su forma de entender la vida y relacionarse? Cuando educamos avergonzando, ¿queremos educar o protegernos de alguien o algo? ¿Qué queda revelado de nuestro interior cuando avergonzamos a otro? ¿De dónde surge la necesidad de avergonzar al otro por su comportamiento? ¿Será en verdad manifestación de nuestras vergüenzas?