05/06/2022
Publicado en
El Correo, El Diario Vasco, ABC, Canarias 7, El Comercio, El Diario Montañés, La Voz Digital, Hoy, Ideal, La Verdad, Las Provincias, La Rioja, El Norte de Castilla
Ana Villarroya |
Investigadora del Instituto de Biodiversidad y Medioambiente y profesora de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra.
Independientemente de si sabemos mucho o poco sobre ellos, hay algo en lo que todas las personas que han paseado alguna vez por un bosque coincidirán: ese rato, largo o breve, cambia algo en mí. Quienes caminan por entornos naturales suelen describir que esta actividad les hace sentir mejor, con menos estrés y con más paz. Esto no es casual; sabemos que el contacto directo con la naturaleza conlleva beneficios para la salud física (Twohig-Bennett & Jones 2018) y psicológica (Kotera et al. 2020). También el fenómeno opuesto está comprobado en la literatura científica: un estilo de vida predominantemente urbano y alejado de la naturaleza aumenta el riesgo de padecer dolencias tales como obesidad, diabetes y depresión (Hidaka 2012). De hecho, estas enfermedades no transmisibles están actualmente entre las principales causas de mortalidad y morbilidad a nivel mundial (World Health Organization 2018) y nacional (Ministerio de Sanidad 2020). Estos datos cobran especial importancia si tenemos en cuenta que la población urbana representa actualmente más del 50% de la población mundial, y se espera que esta proporción continúe creciendo (United Nations Department of Economic and Social Affairs Population Division 2019). En este contexto, las políticas públicas de la Unión Europea en materia de sanidad contemplan promover estilos de vida más saludables, invitando a las personas a cambiar sus actitudes y comportamientos (European Parliament and European Commission 2014).
La lógica está clara: si ciertos hábitos nos conducen a empeorar nuestra salud, habrá que modificarlos. Pero la lógica por sí misma no basta. ¿Quién no ha incumplido propósitos de Año Nuevo que eran muy sanos y loables? ¿Quién no ha abandonado una suscripción al gimnasio o una dieta que al principio adoptó con ganas? El propio ritmo de vida de nuestra sociedad, con prisas y exceso de tareas, no nos lo pone nada fácil para adoptar hábitos más saludables. Sin embargo, en este mismo panorama tan poco favorecedor, se está dando a conocer una propuesta que viene desde Oriente. En los últimos años se están popularizando en diversos países europeos los llamados “baños de bosque”, traducción castellana de la palabra japonesa shinrin-yoku. Esta actividad, originaria del país nipón, se define como “la práctica de caminar lentamente por el bosque” (Miyazaki 2018). Aunque nació como una forma de promocionar los bosques japoneses, se desarrollaron estudios científicos para comprender por qué y de qué manera las masas forestales resultan beneficiosas para la salud humana. Actualmente, el sistema de salud de Japón incluye los baños de bosque como una terapia que puede ser médicamente recetada, y existen más de sesenta centros de terapia forestal en el país (Miyazaki 2018).
¿Qué es lo que diferencia a los baños de bosque de otras propuestas? Lo resumiría en dos elementos interconectados: entorno y ritmo. Esta actividad solo se puede desarrollar en un medio natural, por lo que conlleva de por sí los beneficios anteriormente mencionados. Aunque lo ideal es poder acceder a lugares silvestres, no debemos olvidar el potencial de los espacios verdes urbanos, cuyos efectos positivos abarcan desde la salud mental (Guan et al 2017) hasta el rendimiento académico (Kuo et al 2018). El segundo elemento diferenciador de los baños de bosque es el ritmo al que se desarrollan. Típicamente, en un baño de bosque no se recorren grandes distancias (unos 2-3 kilómetros en hora y media), ni se salvan grandes desniveles. Se trata de caminar despacio, sin esfuerzo físico, para centrar toda la atención en lo que perciben nuestros sentidos. Los guías de baño de bosque tienen el papel de marcar ese ritmo pausado, e intercalan actividades que fomentan el uso de los cinco sentidos para conectar con el entorno, y a las que los participantes están invitados, nunca obligados, a unirse. En este sentido, es una actividad que se alinea con otras como el mindfulness o la contemplación. No hay competición ni marcas que batir, ni siquiera las propias. Da una oportunidad para el reencuentro consigo y con la naturaleza, que mejora nuestro bienestar y nos renueva para nuestro día a día. Y en medio de todo ello, la oportunidad quizás de descubrir ese “algo” que me cambia de verdad, que me da impulso para mejorar desde dentro y no como una imposición externa. Un canto de pájaro, las gotas que adornan una telaraña, el tacto del musgo, el olor de la tierra mojada… La naturaleza habla muchos lenguajes, que dicen algo a quien se para a escuchar. Ese pararse nos suena utópico, imposible con el ritmo que llevamos, contracultural. Pero no lo es; quien lo ha probado lo sabe, y repite.