05/07/2023
Publicado en
The Conversation
Sarali Gintsburg |
Investigadora del Instituto Cultura y Sociedad
Esta es la historia de una sociedad que se hunde. Que mientas se va hundiendo no para de decirse: hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje.
(El Odio, Mattheu Kassovitz, 1995)
Francia ha estado sumida en una crisis durante casi una semana tras la muerte de un francés de origen argelino, Nahel Merzouk, de diecisiete años, provocada por el disparo de un policía. En la mañana del 27 de junio, una patrulla policial paró a un Mercedes para una verificación de documentos. Los pasajeros y el conductor se negaron a colaborar y este último pisó el acelerador. Uno de los dos oficiales disparó y Nakhel, sentado al volante, murió en el acto. Después llegó la conmoción. El incidente tuvo lugar en el desfavorecido suburbio parisino de Nanterre, que durante décadas ha estado densamente poblado por ciudadanos franceses no nativos.
Los disturbios masivos que se han apoderado de Francia esta semana han obligado al gobierno de la República a tomar algunas medidas bastante drásticas. Las actividades de ocio se cancelaron en las “zonas peligrosas” y el transporte público se suspendió por la noche. También e impusieron toques de queda en algunas comunidades.
Nos sentimos tentados a comparar lo que está sucediendo en Francia con el movimiento Black Lives Matter (BLM). De hecho, aparentemente, la situación en Francia es comparable a la de los Estados Unidos: la policía detiene a un miembro de una minoría étnica, esta persona muestra desobediencia ante quien se encarga de hacer cumplir la ley, este último abusa del poder que le ha otorgado el Estado y, como consecuencia, el representante de la minoría étnica muere en el acto. Sin embargo, el caso de Francia no es tan sencillo. A diferencia de Estados Unidos, la parte más “problemática” de su población proviene de los países del Magreb, o más precisamente de Argelia. Francia mantiene con este país una larga relación de amor-odio, ya que Argelia luchó por la independencia contra la colonización francesa de 1830 a 1962.
Francia, en cambio, nunca trató a Argelia como una de sus colonias, sino como parte integrante de la República Francesa. O casi, porque esta actitud no se extendió al pueblo argelino y a su cultura. El movimiento masivo de argelinos hacia Francia comenzó después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el país necesitaba mano de obra para reconstruir su economía, destruida por la contienda. El número de magrebíes empezó a crecer rápidamente y también lo hicieron los banlieues o áreas suburbanas donde residían en su conjunto. Esto dio lugar a la cultura distintiva de los beurs, un término peyorativo francés para las personas nacidas en Europa cuyos padres o abuelos son inmigrantes del Magreb. A los nativos del norte de África pronto se unieron los nativos del África subsahariana, en su mayoría de las antiguas colonias francesas. En la década de 1990, el problema de los banlieues alcanzó proporciones significativas. Pero entonces, la era impensable hablar públicamente de los problemas de los suburbios y del racismo que devoraba a la sociedad francesa.
Este tabú fue roto por el entonces jovencísimo director francés Mathieu Kassovitz y su ahora icónica película El Odio (1995). Se basa en una historia real, la de Makome M'Bowole, un joven de diecisiete años de origen zaireño a quien la policía había matado a tiros dos años antes. Retrata la vida de tres jóvenes de los suburbios: un judío, un marroquí y un africano subsahariano e invitó a la sociedad francesa a reflexionar sobre el hecho de que el odio no es la respuesta, sino algo inherentemente destructivo. “El odio atrae al odio”, dice Hubert, un joven de origen subsahariano y uno de los principales protagonistas del filme.
Durante los casi treinta años posteriores a la película, el gobierno francés intentó remediar la situación, pero estos intentos se concretaron principalmente en inversiones en infraestructura, no en la integración de los inmigrantes y sus hijos en la sociedad. Desde hace tres generaciones, los niños de los suburbios viven inmersos en un odio que parecen sentir por todo. En medio de las protestas, Laurent-Franck Liénard, el abogado del policía que disparó a Nahel, recordó que su cliente, acusado de asesinato, está en la prisión de Paris La Santé a la espera de juicio. Y preguntó: “El policía está en la cárcel, ¿qué más quieren los manifestantes?”. En el mismo discurso, el abogado respondió a su propia pregunta retórica: “No quieren justicia, expresan rabia”.
Detrás hay una gran verdad, si nos fijamos en los objetivos que persiguen los que protestan. Son los edificios públicos que se suponía debían servirles a ellos y a sus familias, el transporte público, las escuelas, los jardines de infancia, los restaurantes y las tiendas. La estación de autobuses incendiada en Aubervilliers (Seine-Saint-Denis) sirvió a los mismos suburbios que siempre se quejan de las carencias. Da la impresión de que los habitantes de los suburbios, franceses de segunda o tercera generación, expresan un odio por todo lo que es signo, de vida “normal” desde el punto de vista tradicional. Su mensaje puede interpretarse como: “No queremos tu sociedad, rechazamos esta vida”. Este comportamiento tiene resonancias de los motivos y el comportamiento de los jóvenes en El Odio de Kassovitz: te odiamos, odiamos esta forma de vida y creemos que solo odiando se pueden solucionar los problemas.
Los alborotadores no solo expresan su ira: estos últimos días en charlas de televisión y declaraciones gubernamentales escuchamos expresiones como “calmar pasiones” y “encontrar puntos en común”. Es como si no estuviéramos hablando de miembros de una misma sociedad, de ciudadanos de un mismo país, sino de algún ejército extranjero. Además, este ejército -algo que sorprendió a la policía- está formado por adolescentes de entre 14 y 18 años, e incluso más jóvenes. Es decir, la división ahora no solo se da a lo largo de las líneas de demarcación ya explotadas por la derecha y la izquierda (“franceses nativos”: descendientes de inmigrantes, ricos-pobres, ciudad-suburbios), sino también en edades y generaciones dentro del mismo barrio, comunidad, familia.
Asimismo, esta situación está siendo alimentada desde dentro por los políticos que están tratando de sacar algún tipo de provecho de ella. Por ejemplo, el izquierdista Jean-Luc Melénchon pidió la paz, pero sin embargo apeló a los perros guardianes de la policía francesa y reclamó justicia. Y Antoine Léaumant, diputado del mismo partido, declaró que “las manifestaciones toman la forma que quieren, la ira expresada es legítima”. Por su parte, el líder derechista del partido Reconquête Eric Zemmour (por cierto, de origen norteafricano) alertó a Europa de que Francia se encuentra al borde de una guerra civil.
¿Llevará todo esto a reorganizaciones significativas en el gobierno francés a corto plazo? No es probable. Las protestas que se están produciendo son bastante típicas del Estado francés, donde la libertad de expresión suele adoptar formas violentas. En cierto modo, la sociedad está acostumbrada a ellas y no las considera en absoluto inaceptables. También debemos entender a las autoridades francesas: estas protestas espontáneas (a diferencia del Movimiento de los chalecos amarillos) no tienen líderes, por lo que las autoridades, incluso si quisieran, no tienen a nadie con quien negociar. Parece que las autoridades francesas han decidido apegarse a sus tácticas habituales: permanecer firmes y esperar hasta que las demandas de los alborotadores finalmente se vean comprometidas por su propio comportamiento. Y hasta ahora parece que este es el caso. Sin embargo, una sociedad desgarrada por tales contradicciones sigue desmoronándose y nadie puede predecir cuál será el desenlace.
Este artículo fue publicado originalmente en original.