Gregorio Guitián, Profesor de Teología Moral de la Universidad de Navarra
¿Una democracia que promueve la muerte?
En una democracia madura no se imponen subrepticiamente leyes por la pura fuerza de un puñado de votos, sino que se abren espacios de información y oportunidades para una conversación honesta, abierta y respetuosa que ayude a pensar bien lo que se pretende hacer. Y se actúa subrepticiamente cuando se aprovecha el ahogo causado por la pandemia para colar, sin apenas oposición, una ley como la de la eutanasia, que se está promoviendo para hacer legal y normal, no lo que conduce al bien común, sino pura y simplemente una ideología de muerte; de más muerte. Porque insinuar a la gente vulnerable que se podría quitar de en medio –promover el suicidio, en una palabra– no es un bien social. Y una ley de eutanasia de hecho hace eso.
El Congreso de los Diputados acaba de dar otro impulso a una ley orgánica de regulación de la eutanasia. Causa estupor el silencio con que se está manejando una ley de tan graves repercusiones, como se ha visto en los países de nuestro entorno en los que se han aprobado leyes semejantes. En efecto, siempre se ha pretendido que la legalización de la eutanasia se limitara a supuestos muy concretos y con criterios rigurosísimos –así se quiere hacer en España– y siempre se les ha ido de las manos, en algunos casos de manera tremenda, como en Holanda, donde las encuestas de la Fiscalía General de ese país señalaron que, en contra de lo prescrito por la ley, menos de la mitad de las eutanasias practicadas se comunicaban a la autoridad, el 40 por ciento se practicaban a enfermos incapaces, y el 15 por ciento a enfermos capaces sin su consentimiento. Para colmo, precisamente la ley holandesa ha servido de inspiración para la que se pretende en España. Al final, las leyes que otorgan el poder de causar la muerte a otros legalmente terminan ampliando los supuestos como fruto de una indolora decadencia ética y tras cometerse numerosos abusos. Sin ir más lejos eso es lo que ha sucedido en España con la ley del aborto.
Parece insensible que en tiempos de tanta vulnerabilidad de las personas mayores en este país, cuando decenas de miles de familias han contemplado impotentes cómo un virus arrancaba de la noche a la mañana la presencia y la vida de sus mayores –sus padres, sus abuelos, sus hermanos, sus tíos, sus amigos– un gobierno empuje con una tenacidad digna de mejor causa una ley para reconocer un derecho de diseño «a la muerte digna». Esta ley es una huida por la salida de emergencia porque la auténtica compasión llevaría a empeñarse por mejorar el cuidado de las personas que sufren: «no hay enfermos “incuidables”, aunque sean incurables». Un mayor acceso a los cuidados paliativos podría aliviar enormemente el dolor de muchas personas. Aquí sí merece la pena un gran esfuerzo para extender estos cuidados a la población.
Por otra parte, no puedo evitar un cierto temor cuando se pide a un teólogo el parecer sobre una ley como ésta, y es que a veces se ha insinuado una sutil ecuación entre religiosidad y rechazo a la eutanasia. Quisiera resaltar aquí solamente esto: se puede ser la persona más atea y antirreligiosa del mundo y estar en contra de una ley de eutanasia. Solo basta pensar en los datos que alarmaron a la Fiscalía General de Holanda. Además, se debe afirmar con toda claridad que la Iglesia Católica no necesita recurrir a ninguna revelación ni a ningún dogma para explicar racionalmente por qué no es un bien una ley de eutanasia. Prueba de ello es la breve nota que ha publicado recientemente la Conferencia Episcopal Española, cuyo expresivo título vuelvo a repetir aquí: «no hay enfermos “incuidables”, aunque sean incurables».
Como escribió el por dos veces Presidente de la República de Uruguay, Dr. Tabaré Vázquez –político de izquierdas y, dicho sea de paso, reconocido miembro de la Gran Logia de la Masonería del Uruguay– en el texto con el que vetó la ley de despenalización del aborto en ese país, «el verdadero grado de civilización de una nación se mide por cómo se protege a los más necesitados. Por eso se debe proteger más a los más débiles. Porque el criterio no es ya el valor del sujeto en función de los afectos que suscita en los demás, o de la utilidad que presta, sino el valor que resulta de su mera existencia».