06/01/2021
Publicado en
The Conversation
Julia Pavón Benito |
Catedrática de Historia Medieval, Universidad de Navarra
Las “imágenes perdidas” de Paul Valery son hoy parte de nuestro día a día. Lo que en 1931 advirtió el filósofo francés, en su obra La conquista de la ubicuidad, se ha hecho realidad en la sociedad actual: miles de imágenes y fuentes de información fluyen en la red, aparentemente “perdidas”, distribuidas y difundidas a menudo automáticamente, sin detenernos a pensar en ellas.
Con el advenimiento de la era digital y los nuevos modelos de conocimiento, gestión y divulgación del patrimonio cultural (el legado material e inmaterial de los pueblos), nuestro contacto con dicha herencia ha dado un giro copernicano. Ahora es posible “acceder” a golpe de clic a las salas de los museos del mundo, diccionarios y repositorios documentales, colecciones científicas y monumentos.
La posibilidad de encontrar y reproducir en internet imágenes provenientes de toda nuestra herencia cultural ha permitido revalorizar y conservar aportaciones de distintas civilizaciones. La democratización del acceso a la cultura ha abierto las ventanas ante logros humanos de cualquier tiempo y lugar. Lo podemos comprobar en los datos de acceso y visitas de internautas a los grandes museos, centros culturales o monumentos desde la propagación de la pandemia del COVID-19, que se elevan a millones.
Pero como todo avance de este mundo globalizado, la generación del flujo de “metarrealidades” culturales tiene el peligro de generar desconexión e incluso cortocircuito con las bases estéticas o propuestas sensitivas de los objetos, realidades, tradiciones, costumbres, expresiones u obras de arte. Es decir, el flujo virtual es tan grande que se acaba perdiendo la conexión entre imágenes y los objetos y eventos reales y tangibles que representan.
Consumismo cultural
Más o menos, y según afirmaba el profesor italiano Nuccio Ordine, estamos en una época en la que, desprendidos del verdadero saber y contemplación, existe el peligro de caer en la “dictadura del provecho” cultural. Incluso, de derivar a un intenso consumo turístico-cultural de masas.
El debate, por tanto, está servido. Sobre todo si la fragmentación del conocimiento sigue colisionando con la verdadera percepción y valorización del acervo cultural. Una fragmentación que es fruto, entre otras cosas, del aumento de la capacidad reproductiva actual gracias a la revolución informática. No olvidemos que visualizar o acceder al legado de nuestros antepasados no nos convierte en personas cultivadas, como tampoco ahuyenta la ignorancia. Acceder no es comprender, ni aprender.
Si todo desembocase o se redujera a visionar, sin contar con la calidad intelectual y consecuentemente sensitiva del observador, la belleza y la contemplación, el saber y la aspiración al verdadero conocimiento naufragarían en un mar digital.
Museos mediadores
A pesar de que André Malraux, en su ensayo El museo imaginario (1947), concibió como algo trascendental el protagonismo de los museos como mediadores de transmisión de la cultura más allá de sus lugares físicos; los espacios a llenar entre los “guardianes” de la erudición y el gran público siguen siendo infinitos. No nos engañemos, la curiosidad o el interés por el conocimiento no se reduce al consumo de tecnología, aunque tampoco la desecha.
Conscientes de que lo digital es un mero medio para tratar de dar voz a expresiones culturales de la humanidad, ante la demanda de acceso y consumo todo podría reducirse a ahondar en la cuestión de la comunicación. Con ello, cabría volver a la casilla de inicio. ¿Qué es lo que produce la grieta entre el acceso al patrimonio cultural mediante una experiencia virtual y el conocimiento real de dicho patrimonio?
O, mejor, como se planteaba Olimpia Niglio en este contexto: “¿Tenemos la distancia intelectual, cultural y emocional adecuada para no demonizar lo digital y, al mismo tiempo, no ser aniquilados por ello?”.
Asusta la respuesta a esta pregunta. Entrar en diálogo y conectar con lo que es y significa el patrimonio cultural implica una profunda autorreflexión, en clave personal y educativa: debemos preguntarnos sobre nuestro propio camino cognitivo, frente a la mera reproductividad, en una era de la comunicación digital de masas.
En definitiva, y simplificando, abrazar en sí la instrumentalización de lo que los medios digitales nos ofrecen para acceder y conocer inicialmente el patrimonio cultural podría estrangular las vías de valorización del mismo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.