Francisco Javier Caspístegui Gorasurreta, Profesor de la Universidad de Navarra
¿Por qué recordar Stalingrado?
La derrota del VI ejército alemán de Paulus supuso el gozne simbólico sobre el que la percepción de la II Guerra Mundial se transformó
Setenta años después, sobrecogen las imágenes de las decenas de miles de bajas, de la aniquilación de una ciudad hasta sus cimientos, del Armagedón desatado por la megalomanía de dos dictadores al frente de sistemas totalitarios; imágenes de las que el Infierno de Dante parecía una pálida premonición. ¿Por qué recordar todo aquello? Tal vez la respuesta esté en la gestión de la memoria, en la racionalización de lo ocurrido, en la necesidad no ya de comprender, sino de encontrar algún sentido a lo acontecido.
Aunque buena parte de los historiadores han considerado la retirada de Moscú, el invierno de 1941, como el eje sobre el cual comenzó a cambiar el signo de la guerra. La derrota del VI ejército alemán de Paulus supuso el gozne simbólico sobre el que la percepción de la II Guerra Mundial se transformó. La invencibilidad germánica sufrió un duro revés y la percepción que de ella se tenía comenzó a resquebrajarse, alentado la resistencia dentro y fuera de Alemania.
Tras la guerra, el recuerdo de lo ocurrido se articuló en diversas memorias históricas. En Alemania, Stalingrado sirvió para justificar la condición de los alemanes como víctimas de un Hitler patológico. El abandono del VI ejército, de los soldados de a pié, mostraría hasta qué punto la culpabilidad recaía en el dictador y su entorno más inmediato. Para los soviéticos, la Gran guerra patria y Stalingrado en ella constituyeron un mito legitimador del régimen en su lucha contra el fascismo como fase final del capitalismo. La construcción del gran monumento conmemorativo ("La llamada de la Patria") en una Stalingrado rebautizada como Volgogrado después de 1953, recogió de forma simbólica la percepción que tenía el régimen soviético de si mismo bajo Kruschev y Breznev. Además, la proliferación de referencias en la cultura, desde la novelística (Grossman, Plievier), la poesía (Neruda), la música (Shostakóvich, Prokófiev), el arte plástico (Vuchetich) o el cine (Stalingrad, Enemigo a las puertas), muestran la popularización de los relatos míticos situados tras la gran batalla.
Esta construcción de memorias históricas que buscaban dar sentido a lo ocurrido, se anclaba en múltiples referencias al pasado. No era extraño que los oficiales alemanes leyeran el relato del general Caulaincourt sobre la campaña napoleónica de 1812, ni que los soviéticos recuperaran y ampliaran la guerra patria contra el emperador francés para denominar la que vivieron desde 1941. La misma resistencia de Hitler a ordenar la retirada de Stalingrado cuando aún era factible, remitía al aún reciente trauma de Verdún en 1916, y al abandono de unas posiciones –pensaban en el invierno de 1943–, cuyo mantenimiento hubiera conducido a la victoria.
Estas referencias y otras que buscaban remontarse a enfrentamientos medievales mostraban que la relación entre países y naciones del continente tenía un sólido fundamento en el enfrentamiento, en la guerra. En buena medida, uno de los componentes de lo europeo es el conflicto y tal vez en ello quepa justificar por qué recordar Stalingrado setenta años después. El enfrentamiento, la destrucción y la barbarie, ese continente salvaje que sólo hace unas décadas era una realidad cruenta, debe hacernos mantener la atención ante los riesgos que penden sobre una paz tan trabajosamente alcanzada, sobre un modelo europeo del que la guerra constituye un telón de fondo al que no debemos perder de vista. Los llamamientos a la exclusión y el nacionalismo exacerbado que asoman en nuestros días son los avisos para que el recuerdo de Stalingrado no caiga en saco roto.